LAS TRES GRACIAS; por D. José María Montells y Galán, Vizconde de Portadiei
LAS TRES GRACIAS
Nunca les hice justicia a las hermanas Medina, clientas desde siempre del Hotel Royal Windsor y hora es ya de poner remedio a tamaño desaguisado. Eran tres gordas de Sevilla, que venían a Madrid por asuntos de una herencia difícil, cada cuatro o cinco meses y por pereza, se quedaban otros tantos.
Según les diese la gana, volvían. Y en cuanto te descuidabas, estaban otra vez aquí, con sus maletas de Loewe y un cargamento de regalos para medio hotel. Zalameras, jóvenes, glotonas y guapas, como solo las gordas lo son, el orondo Arturito se derretía con ellas.
A Juliette Binoche, otra clienta del Royal Windsor, no le hacían gracia. Medardo Fraile, el fino escritor de cuentos, una mañana que las vio en el bar desayunando unas torrijas, tan cascabeleras y satisfechas, tuvo antojo del dulce y se sacó la espina de los breakfast del reino de Escocia.
A Medardo no le gustaban nada, para desayuno, los huevos fritos de allá, con esas yemas tiesas como secos ojos, como ojos muertos de una breca triste. Las gordas, en realidad, comían poco. Adictas a las vísceras, con unos riñones o un plato de lengua se daban por satisfechas. La lengua, eso sí, debía ser como la preparaba Celeste Albaret, la cocinera de Marcel Proust, lengua de ternera con gelatina, lengua gelée, que el escritor, una vez engullida, entraba en éxtasis alimenticio y expelía los vapores naturales, en ascensor, con el regüeldo arabizado, luego de taparse muy finamente la boca, con un pañuelo de seda blanca, de bolsillo, como un dandy.
A estas gorditas, la lengua de ternera, las disponía para el atiborre de dulces. También el besugo. Decía Julio Camba, otro paisano mío, que el besugo es el más madrileño de todos los pescados de la mar, y no tranquiliza del todo, sino llega a la capital y lo sirven al horno. El chef del Hotel, el bueno de Arturito, lo hacía conforme a la tradición, sin añadidos, espolvoreándolo con pan rallado, ajos, perejil y unas rodajas de limón, hendidas en la jugosa carne. No sé si le ponía el imprescindible azafrán que, a tanto, no llego.
Las hermanas Medina zampaban al unísono cuando tostaba y la piel del pez se había endurecido lo bastante. Que yo recuerde, a la tortilla de patatas, le tienen manifiesta hostilidad. No así a la tortilla a lo Alfredet, una receta suya, que es la tradicional de dos huevos, poco hecha, rociada de polvo de azúcar. Y es que estas vestales no poseen mal gusto culinario, aunque lo que de verdad les priva, es el paraíso de los postres.
Ellas son muy golosas de las rosquillas, de los bizcochos borrachos de almendra, de la carne de membrillo, de la leche frita, de la tarta de manzana. Por la tarta de San Marcos, perdían toda la compostura de su casta. Arturito preparaba una compota y ya estaban las tres, como locas, dispuestas a probarla. A la tarta de Santiago de mi tierra, le añadían un chupito de Armagnac, por agregarle picardía.
No hablemos de su afición desmedida por la fruta; manzanas reineta, naranjas, fresón de Aranjuez, cerezas, kiwis, crema de limón con castañas o higos, plátanos, de todo. Helados también y soufleé flambeado. Rocío me desveló una vez, que estaba algo achispada, que la fidelidad al Armagnac, era por snobismo, que su padre, ya fallecido, les tenía asegurado que Napoleón emperador, bebía siempre un carajillo del licor, después de la fruta.
Yo les tengo simpatía y no hubiera hecho ascos a una orgía, con las tres, al mismo tiempo, sin embargo, las hermanas Medina son decentes. No hay nada que hacer. Un novio que tuvo Rocío, fue despedido con cajas destempladas, porque quería indagarle los bajos e insistía mucho. A Macarena, le regalé, por ablandar sus remilgos, unas trufas. Estuvo a punto de caer, pero se contuvo a tiempo. Carmela era más circunspecta, estrecha si se quiere, que no vi en ella y yo para eso soy un hacha, ánimo de encamar con semental alguno. El chef Arturito, sin mis obscenos propósitos, tenía muchos detalles con las joviales fondonas.
Macarena, por agradecer sus atenciones, le decía melosa: Arturo, eres muy tierno. A Arturito se le desvelaba lo colorado de su tez y hacía como que necesitaba aparato, para la tapia de su oído izquierdo. Cuando aquel orondo cocinero palmase, le lloraron con pena. Siguen viniendo, pero ya no es lo mismo. A mí me escriben en papel perfumado. Una esencia distinta en cada papel. Si huele a Eau de Rochas, es de Rocío. Happy le gusta a Carmela. Macarena es más de Chanel.
Son cartas inocentes, como de niñas de tercero de bachillerato que describen su vida en Sevilla. Nada importante, aunque me ha preocupado un poco la última de Macarena. Dice con letra menuda y redonda que se ha puesto a régimen y que ha adelgazado nueve kilos de un tirón y que sigue comiendo a poquitos. Me estremezco. Macarena, delgada, no será lo mismo. Parecerá una sílfide y habrá perdido embrujo. Le ocurrirá lo que le pasó a doña Ginebra de Camelot. Ginebra era una moza colorada y alegre, entradita en carnes, de muy galana estatura y pie pequeño, que rebosaba salud. Así enamoró a Arturo de Conrubia y casó con él.
Por la mañana, a muy temprana hora, el rey le regalaba flores silvestres de la selva de Benoic y ella acicalaba la rubia melena con dos o tres, las más frescas y hermosas. En ésas estaban, cuando se cruzase con don Lanzarote del Lago. Fueron los ojos del caballero, los que perdieron a Ginebra. Conocer al guaperas y comer sopas de puerros, por adelgazar, fue todo uno. Nada le dijeron del puerro como afrodisíaco. La señora reina estilizó, pero quedó ojerosa. Hasta que no pecó con el del Lago, no tuvo sosiego alguno. Perdió la compostura y la virtud.
He de contestar la carta de Macarena. No vaya a ser que coma solo puerros y baje la guardia, que la decencia en la mujer es muy de agradecer en estos tiempos.
Y un servidor, anticuado en lo suyo, mantiene todavía la esperanza de gozar, el primero, la plenitud de todos sus encantos.