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25 06, 2016

Diego Hurtado de Mendoza. I Duque del Infantado y II Marqués de Santillana; por D. José M. Huidobro

Por |2020-11-13T03:39:23+01:00sábado, junio 25, 2016|

Artículo de fecha 22-04-2016 de D. José Manuel Huidobro 

Caballero de la Orden de Caballería del Santo Sepulcro de Jerusalén, Miembro de la Real Asociación de Hidalgos de España. Máster en Derecho Nobiliario, Heráldica y Genealogía (UNED). Autor de 55 libros y más de 700 artículos.

 Diego Hurtado de Mendoza. I Duque del Infantado y II Marqués de Santillana

 La familia Mendoza tuvo unos inicios realmente humildes pues al comienzo eran unos hidalgos vascos, dispuestos a ascender aprovechando las luchas, los casamientos y el favor real, dueños de una torre en una pequeña aldea de Álava: Mendoza, situada cerca de Vitoria.  Uno de sus miembros destacados fue Don Diego Hurtado de Mendoza, primer Duque del Infantado y segundo Marqués de Santillana.

 El pacto entre los Mendoza, los Haro y los Hurtado, a través de diversos matrimonios, elevaron el estatus de esta familia. Emigrados y asentados en Guadalajara en el Siglo XIV, los Mendoza fueron aumentando sus posesiones siendo señores de Hita, Buitrago (mayorazgos en 1380), Guadalajara , el Real de Manzanares (1383), y luego de Colmenar, Liébana, Tendilla (1395), Señores (por matrimonio) de los Estados de las Asturias en Santillana (Santander, 1445) y otros lugares de Castilla e incluso del Reino de Aragón. Alrededor de Mendoza (Alava) sus dominios constituían las «Tierras del Duque» (por el Duque del Infantado).

I Duque del Infantado (Museo del Prado)

I Duque del Infantado (Museo del Prado)

Son miembros destacados de este linaje Pedro González de Mendoza (1340-1485), Diego Hurtado de Mendoza (1365-1404), Íñigo López de Mendoza (1398-1458), Marqués de Santillana y Conde del Real de Manzanares, Pedro González de Mendoza (1428-1494), llamado el cardenal Mendoza, y Diego Hurtado de Mendoza y Suárez de Figueroa (1415-1479), el primer Duque del Infantado.  Don Diego Hurtado de Mendoza, nacido en Guadalajara hacia1415, era el primer hijo y heredero de Don Iñigo López de Mendoza (primer Marqués de Santillana) y de Doña Catalina Suárez de Figueroa, y fue llamado como su abuelo. Fue, pues, el segundo marqués de Santillana y Conde del Real de Manzanares, donde falleció en su castillo en el año 1479.

 El Rey Enrique IV no se llevaba bien con Diego y aunque primero le expulsara de Guadalajara en 1459, le concedió en 1460 el título de Conde de Saldaña para los primogénitos de su Casa (en pago al apoyo de los Mendoza) volviendo Diego a Guadalajara en 1462. Diego también luchó en la frontera de Granada.

 Como todos los Mendoza fue primeramente partidario y guardián de la princesa Juana «la Beltraneja», pero tras el nombramiento de su hermano Pedro como Cardenal éste se decantó en 1473 hacia el bando de Isabel y Fernando, y tras unas entrevistas secretas con Fernando e Isabel, Diego pasaría con toda su familia, en mayo de 1474, a apoyar a los futuros Reyes Católicos. En estos «tejemanejes políticos» Diego siguió la línea marcada por su hermano el Cardenal Pedro de Mendoza.

Palacio del Infantado, antes de su restauración tras la Guerra Civil

Palacio del Infantado, antes de su restauración tras la Guerra Civil

En la guerra civil por la sucesión al trono al morir Enrique IV, su actuación, fue agradecida por la Reina Isabel. Por ello unió en 1475 al título (y las riquezas) de Marqués de Santillana el de Duque del Infantado, que posteriormente formaría parte de la llamada «Grandeza de España de Primera Clase». El título completo es «Duque de las Cinco Villas del Estado del Infantado», destacando entre esas villas las de Alcocer, Salmerón y Valdeolivas. La divisa de los Duques era «Dar es señorío, recibir es servidumbre», indicando que por sus riquezas no necesitaban servir a un señor más alto que ellos para recibir a cambio recompensa alguna. Los Mendoza capitaneados por el duque y el gran Cardenal ayudarían en 1476 a ganar la decisiva batalla de Toro (Zamora).

Castillo de Manzanares el Real (Madrid)

Castillo de Manzanares el Real (Madrid)

  El duque tuvo posesiones tanto en Castilla como en Aragón, pero su relevancia política no es comparable a la de su hermano Pedro (el Gran Cardenal) y su padre. Mejoró el castillo de Manzanares y las posesiones en Guadalajara capital, y fue devoto del Monasterio de Sopetrán. Él y sus descendientes eran, en la práctica, los dueños de la ciudad de Guadalajara, aunque no sus Señores, pues la ciudad era de Realengo. Casó en 1436 con Brianda de Luna, prima del antiguo enemigo de su padre el Condestable D. Alvaro de Luna, con lo que comenzaran a unirse las casas de Mendoza y Luna, pudiéndose contemplar escudos con ambas armas en el patio del Palacio del Infantado en Guadalajara.

Escudos de los Mendoza-Luna

Escudos de los Mendoza-Luna

El escudo de los Mendoza

 Las primitivas armas de este linaje son «una banda de gules perfilada de oro en campo de sinople». A partir de este origen ha habido muchas modificaciones, pero siempre tiene «la banda roja sobre el campo verde»,

 La más famosa modificación fue la que ideara el marqués de Santillana y que se representa en un sello hacia 1440, escudo cuartelado en sotuer: 1º y 4º en campo de sinople una banda de gules perfilada de oro, 2º y 3º en campo de oro la salutación angélica AVE MARIA GRATIA PLENA en letras de sable. El marqués conoció el cuartelado en sotuer durante su estancia de juventud en el reino de Aragón y combinó las armas paternas de los Mendoza con las maternas del «Ave María» de los «de la Vega».

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 La confusión de los apellidos

 El caos que existió en España durante la Edad Media, en el uso de los apellidos hace muy difícil identificar los protagonistas de la historia y establecer las genealogías con resultados satisfactorios. Esta irregularidad llegó a ser casi una anarquía, extendiéndose, no sólo a las familias de rancio abolengo, sino a los estratos sociales más pobres, e incluso a los conversos a la fe cristiana, perdurando también en América hasta bien entrado el siglo XVIII.

 Un típico ejemplo de esta irregularidad de apellidos es evidente en los hijos e hijas de Don Íñigo López de Mendoza (1398-1458), mejor conocido como el marqués de Santillana, y de su esposa doña Catalina Suárez de Figueroa. La sucesión fue la siguiente:

     Diego Hurtado de Mendoza

    Íñigo López de Mendoza

    Lorenzo Suárez de Figueroa

    Pedro González de Mendoza

    Pedro Hurtado de Mendoza

    Juan Hurtado de Mendoza

    Pedro Lasso de la Vega

    Mencía de Mendoza

    María de Mendoza

    Leonor de la Vega

 De todos los hijos mencionados, siete de ellos ostentaban el apellido paterno de Mendoza; dos llevaban el apellido paterno de la abuela, de la Vega; y uno tenía el apellido materno de Figueroa.

 Publicado en el blog «Hidalgos en la Historia» cuyo blogmaster es D. J. Manuel Huidobro

 http://hidalgosenlahistoria.blogspot.com.es/

25 06, 2016

La Monarquía en la Historia de España

Por |2020-11-13T03:39:23+01:00sábado, junio 25, 2016|

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Fuente: http://www.casareal.es/ES/MonarquiaHistoria/Paginas/historia-monarquia.aspx

La Monarquía en la Historia de España

 La Monarquía, en sus diferentes concepciones y modalidades, ha venido siendo de modo predominante la forma de Gobierno, o de máxima organización del poder político, que se ha conocido en España y en sus territorios adyacentes e insulares a lo largo de la Historia. En este sentido, la historia político-institucional de España, como la de otros países europeos, es en parte la historia de su Monarquía y sus Reyes.

"Regnorum Hispaniae nova descriptio". 1631. Willem Blaeu.

«Regnorum Hispaniae nova descriptio». 1631. Willem Blaeu.

Ya reinos míticos de la antigüedad, como Tartesos en el sur peninsular, o los pueblos tradicionalmente asentados en toda Iberia desde la Edad de los Metales —íberos, celtas y otros— adoptaron de manera mayoritaria formas de gobierno y de poder de definición y estructura monárquicas. 

La civilización romana en la Península a partir de finales del siglo III a. de C. consolidó esa tendencia al incorporar la Península —desde entonces conocida como Hispania— al marco del Imperio Romano. Éste se afirmó como una construcción política netamente monárquica desde la plena incorporación de Hispania en tiempos del primer Emperador, Augusto. Hispania dio a Roma algunos de sus principales emperadores, como Trajano —que extendió sus fronteras desde las islas Británicas a Mesopotamia, incluyendo la actual Rumanía; Adriano y Marco Aurelio —conocidos por la impronta cultural, filosófica y artística que legaron; o Teodosio el Grande, que dividió definitivamente el Imperio en dos partes, posibilitando de este modo la existencia y continuidad de un gran Estado de cuño grecolatino en el orbe oriental —el Imperio Romano de Oriente, comúnmente llamado Imperio bizantino— hasta los albores de la Edad Moderna a mediados del siglo XV.

El colapso y la desintegración del Imperio Romano Occidental, en gran parte propiciados por la incursión de pueblos de origen germánico organizados también al modo monárquico, trajeron consigo la articulación de reinos independientes en las antiguas provincias romanas. En Hispania, se instaló a partir del siglo V d. de C. el pueblo visigodo que, oriundo del norte de Europa, venía transitando por territorio romano desde hacía varios siglos. Ya el Rey Ataúlfo, primer monarca visigodo que reina en Hispania todavía bajo soberanía formal romana, adoptó disposiciones regias en lo que se considera una muestra de ejercicio de poder real autónomo en España hace mil seiscientos años. Posteriormente, con el Rey Leovigildo y sus sucesores, se alcanzó en los siglos VI y VII una forma de unidad política, territorial, jurídica y religiosa del territorio hispánico tras ser reducidos algunos poderes rivales como el Reino suevo instalado en el noroccidente peninsular y tras unificar códigos legales para su aplicación indistinta a los pobladores de origen romano y godo y al lograrse la unidad religiosa en torno al catolicismo tras el definitivo apartamiento del arrianismo.

La Monarquía hispanogoda, que se reconoció política y legalmente heredera y sucesora de Roma en la Península, constituye la primera realización efectiva de un Reino o Estado independiente de ámbito y territorialidad plenamente hispánicos. Su Corona o jefatura máxima tuvo carácter electivo al ser seleccionados sus monarcas dentro de una determinada estirpe.

El derrumbamiento del Reino hispanogodo como consecuencia de sus conflictos intestinos y de la conquista musulmana dio comienzo al largo proceso convencional e históricamente denominado Reconquista. En varios núcleos cristianos del norte peninsular —particularmente en Asturias— se constituyeron reinos y espacios articulados monárquicamente que, de manera paulatina e ininterrumpida, procedieron a recuperar el territorio peninsular teniendo como referente el extinguido Reino hispanogodo y como objetivo su plena restauración.

Asturias, Galicia, León y Castilla, así como Navarra, Aragón y los condados catalanes consolidaron sus solares originarios y ampliaron sus territorios favoreciendo también la creación de nuevos reinos en los espacios adyacentes. Así se articularon en la Península e Islas otros reinos como Portugal, Valencia y Mallorca. Por aquellos siglos, el sector peninsular correspondiente a al-Andalus, se organizó, como el cristiano, al modo monárquico constituyéndose, según los distintos periodos, el Emirato y el Califato de Córdoba y, después, los reinos de Taifas.

Cabe destacar que tanto en la Hispania cristiana heredera de la tradición hispanorromana e hispanogoda como en al-Andalus se organizaron institucionalmente las más altas percepciones de las cosmovisiones monárquicas que imperaban en el mundo de entonces. Así, si en la Europa occidental el máximo rango político-formal correspondía al Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, en la España cristiana fueron varios los Reyes —particularmente Alfonso VI y Alfonso VII de León y de Castilla— que asumieron la dignidad de Emperador de España o de las Españas. En tierras hispanomusulmanas, monarcas de Córdoba adoptaron los títulos de Emir y Califa al igual que sus contrapartes del universo islámico afroasiático con centros en Damasco o Bagdad.

La culminación de la Reconquista a fines del siglo XV tuvo como resultado la extinción del espacio hispanomusulmán y la convergencia política y territorial de las principales Coronas españolas, las de Castilla y Aragón, con unos mismos monarcas, los Reyes Católicos Isabel y Fernando. A esa unión monárquica se incorporaron poco después el Reino de Navarra y, a finales del siguiente siglo, con Felipe II, el Reino de Portugal, lográndose así la completa unión peninsular hispánica, o ibérica, en el marco de una Monarquía común. Coetáneamente, y también con posterioridad, durante los siglos XVII y XVIII, la Monarquía de España adquirió una dimensión planetaria con la consiguiente incorporación de territorios y reinos en diferentes continentes. Los pueblos y territorios de América se organizaron como los de las tierras andaluzas después de las conquistas de tiempos de Fernando III el Santo. Lo mismo que en Andalucía se formaron reinos —los de Jaén, Córdoba, Sevilla, y posteriormente Granada— en Indias también se constituyeron reinos con virreyes como delegados del monarca, en Nueva España, El Perú y posteriormente, en Nueva Granada y en el Plata, por lo que el Rey se consideraba sucesor de los emperadores autóctonos, como se quiso expresar mediante las esculturas de Moctezuma, último emperador azteca, y de Atahualpa, último emperador incaico, situadas en una de las fachadas del Palacio Real de Madrid.

El título o tratamiento tradicional de Católicos concedido a los Reyes de España por el papa Alejandro VI en 1496, a Fernando, Isabel y sus sucesores, hizo referencia en su momento a la concreta adscripción religiosa del monarca y a su defensa de la fe católica, aunque también denotaba, según ciertas interpretaciones, una proyección de carácter ecuménico y universalista en un momento en el que, por primera vez en la historia del mundo, un poder político —en este caso la Monarquía Hispánica— alcanzaba una dimensión global con soberanía y presencia efectiva en todos los continentes —América, Europa, Asia, África y Oceanía— y en los principales mares y océanos —Atlántico, Pacífico, Índico y Mediterráneo.

Consecuencia del proceso histórico acumulativo e incorporador de la Monarquía española fueron las específicas titulaciones utilizadas por los Reyes de España. Junto al título corto —Rey de España, o de las Españas— que hace referencia sintética al solar originario de la Monarquía, se utilizó oficialmente en cada reinado y hasta el siglo XIX el título grande largo con explícita mención de los territorios y títulos con los que reinaba el monarca español, con los que habían reinado sus antepasados o sobre los que se consideraba tenía legítimo derecho. Sirva como muestra la extensa titulación de Carlos IV, todavía en 1805, plasmada en la Real Cédula que precedía al texto legal de la Novísima Recopilación de las Leyes de España con ocasión de su promulgación: “Don Carlos por la gracia de Dios, Rey de Castilla, de León, de Aragón, de las Dos Sicilias, de Jerusalem, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Menorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas de Canaria, de las Indias Orientales y Occidentales, islas y Tierra firme del mar Océano; Archiduque de Austria; Duque de Borgoña, de Brabante y de Milán; Conde de Apsburg, de Flandes, Tirol y Barcelona; Señor de Vizcaya y de Molina”. Cabe subrayar que la vigente Constitución Española, en su artículo 56.2, señala que el título del Jefe del Estado“es el de Rey de España y podrá utilizar los demás que correspondan a la Corona”.

Como vértice superior del Estado monárquico, a la Corona le correspondió en tiempos medievales y en el Antiguo Régimen las máximas y más amplias funciones gubernativas y, por ello también, una especial responsabilidad tanto en los aciertos como en los errores.

Sancho III el Mayor, Rey de Navarra, ya en el siglo XI reunió bajo su trono una parte sustancial de la España cristiana. Sin embargo, al igual que otros Reyes medievales hispanos y por causa de una tradicional visión patrimonialista de la Monarquía, dispuso que se dividieran sus dominios tras su fallecimiento. El Rey de León Alfonso IX se adelantó a su tiempo convocando en 1188 las primeras Cortes de la historia europea con participación ciudadana, noble y eclesiástica. Fernando III el Santo unificó definitivamente los Reinos de Castilla y de León dando un impulso irreversible a la Reconquista. Alfonso X el Sabio favoreció la cultura y las artes, además de establecer los fundamentos legislativos y hacendísticos de una nueva forma de Estado monárquico. Jaime I de Aragón y sus sucesores afirmaron la unión política de los territorios de la Corona aragonesa y su expansión ultramarina mediterránea.

Ya en la Edad Moderna, los Reyes Católicos, además de completar la Reconquista y posibilitar el descubrimiento del Nuevo Mundo, impulsaron el Derecho de Gentes —embrión y base del futuro Derecho Internacional— así como una legislación indiana, nueva en su tiempo por la protección de derechos que propugnaba y la alternativa expulsión-conversión al cristianismo de la población judía en España. Carlos I, que con los recursos políticos, económicos y militares de España sumó a sus dominios el Sacro Imperio Romano Germánico y, sobre todo, los grandes Imperios y territorios americanos de México y Perú, se convirtió por ello en uno de los monarcas más famosos de la Historia Universal, más conocido como Carlos V el Emperador. No obstante, dio término a los movimientos que en España luchaban por las libertades de las ciudades en torno a 1520. Felipe II, unificador de la Península al incorporar Portugal a la Corona —y que previamente había sido Rey de Inglaterra e Irlanda por vía matrimonial— representó el apogeo de la Monarquía Hispánica en el mundo, la cual mantuvo una posición preeminente de hegemonía con Felipe III y Felipe IV —el Rey Planeta—, hasta mediados del siglo XVII. Tras el periodo ilustrado del siglo XVIII, impulsado por soberanos como Felipe V, Fernando VI, Carlos III y Carlos IV siguieron tiempos de inestabilidad política, económica y social con motivo de las consecuencias de la guerra contra los ejércitos de Napoleón Bonaparte entre 1808 y 1814.

El tránsito del Antiguo Régimen al Estado Liberal es también el tránsito de la soberanía como competencia del Rey a la soberanía como atributo exclusivo de la Nación y así se estableció en Cádiz con la Constitución de 1812. En ese proceso de traslación de la titularidad de la soberanía hacia el pueblo, el monarca se afirmó como la máxima representación institucional y personal de la Nación soberana. Esta traslación es fundamental para comprender la identidad final del Rey en la actualidad como Jefe del Estado y representante máximo de la Nación en la cual reside la soberanía.

A la muerte de Fernando VII y en tiempos de su viuda, la Reina Gobernadora María Cristina de Borbón, se favoreció el cambio político para culminar en la Constitución de 1837, con lo que España pasó de estar regida por una monarquía absoluta a que la soberanía residiera en la Nación. El siglo XIX español —que viviría un breve periodo republicano— fue testigo de guerras internas entre isabelinos y carlistas. Al mismo tiempo, durante el reinado de Isabel II, España experimentó cambios de gran trascendencia económica, política y social, al establecer sistemas monetario, hacendístico e institucional propicios a fomentar un proceso de industrialización fundado en los grandes cambios en los transportes (especialmente con el ferrocarril) y en las comunicaciones, y con una legislación que favoreció la creatividad y las iniciativas empresariales.

El periodo de la Restauración iniciado en 1875 con Alfonso XII acabó en 1931 con la proclamación de la II República y el final del reinado de Alfonso XIII. Fueron años de gran crecimiento económico fundado en la industrialización de España, favorecido por la neutralidad durante la primera guerra mundial. En 1947, ocho años después del final de la Guerra Civil Española y en pleno régimen dictatorial, se estableció por Ley que España era un Estado constituido en Reino.

S. M.  Juan Carlos i (composición en photoshop del redactor del Blog)

S. M. Juan Carlos i (composición en photoshop del redactor del Blog)

El acceso de Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I a la Jefatura del Estado en 1975 favoreció e impulsó la Transición a un régimen democrático de libertades plenas y a un Estado social y de Derecho consagrado en la Constitución de 1978. Los decenios transcurridos desde entonces se consideran los de mayor progreso económico y social de toda la Historia contemporánea de España.

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Al linaje real español, que tiene sus raíces en las familias reales de los antiguos reinos cristianos hispánicos de la Alta Edad Media, se adscribieron en cada periodo histórico diferentes casas dinásticas, cada una de ellas con un apellido específico con el que se designó a la familia real. Así, aunque se admite convencionalmente y desde criterios clasificatorios e historiográficos que sobre la totalidad de España desde su unificación han reinado las Casas de Trastámara, Austria y Borbón, en realidad existe una continuidad dinástica y de linaje que liga genealógicamente al actual titular de la Corona de España, S. M. el Rey Don Felipe VI, con la generalidad de los Reyes españoles de las Edades Moderna y Contemporánea y con los más remotos monarcas de los reinos medievales peninsulares.

S. M. Felipe VI(composición en photoshop del redactor del Blog)

S. M. Felipe VI(composición en photoshop del redactor del Blog)

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