LOS OTROS SOBERANOS DEL TOISÓN DE ORO; por D. José María Montells y Galán
LOS OTROS SOBERANOS DEL TOISÓN DE ORO
Llego a mi casa, después de una larga caminata que me ha dejado para el arrastre. Que conste que he llegado satisfecho, he celebrado con mi mujer, los treinta y siete años de feliz matrimonio con un espléndido almuerzo, que se no se lo salta un torero y por si esto fuera poco, vengo de ver la exposición La Orden del Toisón de Oro y sus soberanos (1430-2011) en la Fundación Carlos de Amberes, en Madrid, que el 30 de noviembre, inauguró el Rey, en presencia de algunos caballeros de la Amigable Compañía, reunidos para la ocasión, como se manifiesta en la fotografía que adjunto. Es una muestra admirable que recomiendo a todo aquel que tenga la más mínima curiosidad por nuestra historia.
Hay retratos de extraordinaria factura, como el de Su Majestad, una sanguina de Juan Antonio Morales, realmente soberbia o el de Vicente López de Fernando VII, vestido de paisano, que recordaba vagamente, pese a estar en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, museo éste que frecuento mucho, porque me entusiasma. Cosas de la provecta edad. El de Carlos V, de Cranach el Viejo que saluda al espectador, nada más entrar, es también digno de considerar, por no hablar del impresionante Don Juan de Austria, de Sánchez Coello, que me encantaría tener en casa, por saludar todas las mañanas al Almirante de Lepanto y brindar, frente a frente, por la confusión del Turco.
La exhibición es de las que merecen la pena, los símbolos están bien representados: hay joyas bellísimas del vellocino (la que perteneció al duque de Wellington, me parece magnífica), códices relacionados con la Orden, grabados, armaduras, piezas artísticas de primer orden, que no voy a descubrir ahora.
Ya se sabe que el nombre de la orden, hace referencia al mito griego del vellocino, regalo de los dioses, que aportaba prosperidad a quien lo poseyera. Evoca, como ejemplo caballeresco, el heroísmo que demostraron Jasón y los argonautas, de los que formaba parte Hércules, para repatriar a Grecia, desde la Cólquida, el precioso talismán cuya imagen pende de los collares que todavía se entregan a los caballeros en su investidura.
No sé donde leí (y lo lamento mucho, porque no faltará quien me lo reproche) que la creación del Vellocino de Oro se debe a las aficiones galantes de Felipe el Bueno, (Felipe III de Borgoña), su fundador que, para guardar como recuerdo el vello púbico de sus amantes, se inventó una cajita de oro, con la forma de la piel del cordero (tal que el ficticio marqués de Leguineche de La Escopeta Nacional, la inolvidable película de Berlanga). Escandalizada por tales prácticas, su tercera esposa, Isabel de Portugal le hizo jurar eterna fidelidad y para solemnizar el compromiso, el duque de Borgoña instituyó la Insigne Orden, en Brujas, en 1430, con ocasión de su boda con la Infanta lusa. La verdad es que esta leyenda erótica no concuerda con la gravedad y circunspección que sus contemporáneos áulicos le atribuyen, aunque por otro lado, no es menos cierta, la lista de sus diecisiete hijos bastardos y su conocida obsesión nostálgica del monte de Venus de sus concubinas, que llega justo hasta el matrimonio con la portuguesa. Algunos autores identifican a su mantenida, María van Connenbrugge, como directa inspiradora del collar caballeresco. ¡Qué cosas!
Figurarse una moza galana, la rubia melena sobre el hombro al aire, alta de pechos, una ígnea mirada sus ojos azules, la sonrisa tentadora y habréis conocido a la doñita. El señor duque de Borgoña, conde de Flandes y de Artois, Señor de Malinas quedó prendado de aquella belleza. Él era, según las crónicas, de mediana estatura, silueta esbelta y porte altivo, “más tieso que un huso”, dirá Chastellain. Su rostro era alargado, la nariz recta y larga. La boca, proporcionada, de labios sensuales, gruesos y coloreados. Los ojos, grandes y saltones, a veces fieros, de mirada inquisitiva, aunque habitualmente amables. Estaban protegidos por unas cejas que los pintores representan con trazos sobrios, aunque las crónicas describen como “grandes y pobladas cuyos fuertes pelos se ponían de punta cuando se encolerizaba”. Por cierto, que en la Carlos de Amberes, se expone también un busto de bronce del fundador, atribuido a Jörg Muskat y procedente de un museo alemán que me ha impresionado un tanto, por su verismo casi fotográfico, ya que se supone que está inspirado en un retrato de van der Weyden, hoy perdido, que conocemos por diversas copias. Sin exagerar, es una escultura imponente que invita a la contemplación y al sosiego. Un hombre de su tiempo, sin duda.
No quiero olvidar la estampa que se ofrece en la exposición del señor duque de Wellington, debida al pintor inglés George Dawe, retratista de excepción que pintó para el zar, a sus generales victoriosos, entre ellos, a Levashov y que representa al único caballero de la Orden (sin ser Soberano), presente en la muestra. La rica insignia del vellocino que pende su cuello, puede verse en una vitrina cercana.
Pero siendo una exposición muy completa e interesante, echo de menos a los otros soberanos del Toisón, o mejor, a los que ejercieron su soberanía, con derecho o sin él, a lo largo de la Historia. Son pocos y hubiera sido de desear que figurasen en esta exhibición. Me refiero al hermano de Napoleón, José I Bonaparte (1806-1813), al Regente, duque de la Torre (1869-1871), al rey Amadeo de Saboya (1871-1873) y al conde de Barcelona (1941-1977), todos ellos Grandes Maestres, que ejercieron de tales. Nada digo de los reyes carlistas ni del infante don Jaime, duque de Segovia y de Anjou, que contaron (y todavía cuentan) con multitud de partidarios de su derecho a la soberanía del Toisón. Me malicio que los organizadores, habrán llegado a la conclusión de que siendo, como es, una orden dinástica de la Corona, no procede incluirles en esta muestra.
En la nómina de estos otros Soberanos a los que me refería, produce cierta desazón saber que quien era partidario de abolir las ordenes tradicionales, como efectivamente hizo y crear nuevas recompensas que premiasen el mérito, como el rey José, nada hiciese respecto del Toisón, llegando incluso a tenerla en alta estima y ser enterrado con su insignia .
Por otro lado, tanto el Regente, el general Serrano, como Amadeo I, entendieron que la soberanía del vellocino era inherente a su condición de Jefes de Estado y confirieron su venera, sin restricción alguna. El conde de Barcelona, por el contrario, otorgó los collares, en tanto que Jefe de la Casa Real española, sin que el Generalísimo, como Jefe del Estado, contestase en modo alguno sus concesiones, entendiendo, con buen criterio a mi entender, que no era cosa suya. Me parece que la presencia en la Fundación Carlos de Amberes de un retrato de don Juan luciendo el collar no hubiera estado de más y que ha sido algo cicatera la decisión de excluirle. A mí no me cabe la menor duda que fue Rey de derecho de España.
Uno presupone que el Vellocino es una orden dinástica, privativa de la Casa de Borbón de España, pese a que las concesiones de SM el Rey, desde la promulgación de la Constitución de 1978, van refrendadas por el Presidente del Gobierno. Esto podría hacer pensar a algunos puristas que la dicha caballería ha pasado a ser una orden estatal, en cierto modo supeditada al parecer del gobierno de turno. Yo no lo creo. Me inclino a sostener que su Jefe y Soberano, sin límite alguno, es SM el Rey y supongo, por explicarme la ausencia de la imagen del padre de don Juan Carlos, que quienes han hecho posible esta deslumbrante exposición deben ser de la opinión de que sólo los titulares oficiales de la Corona, han sido los Soberanos de la más antigua caballería europea. Lo que a mi juicio ni se corresponde con la realidad ni con la Historia.