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14 08, 2016

Eugenio de Llaguno y Amírola. Descubridor del “Cantar del Mio Cid”; por D. José M. Huidobro

Por |2020-11-13T03:39:08+01:00domingo, agosto 14, 2016|

Artículo de fecha 24-05-2016 de D. José Manuel Huidobro 

Caballero de la Orden de Caballería del Santo Sepulcro de Jerusalén, Miembro de la Real Asociación de Hidalgos de España. Máster en Derecho Nobiliario, Heráldica y Genealogía (UNED). Autor de 55 libros y más de 700 artículos.

 Eugenio de Llaguno y Amírola. Descubridor del “Cantar del Mio Cid”

 Una figura relevante de la España de la Ilustración. Escritor y político vasco. Perteneció a la Orden de Santiago (ingresó en junio, 1758) y fue condecorado con la gran cruz de la orden de Carlos III (octubre, 1795). Ministro Consejero y Primer Rey de Armas de la Orden del Toisón de Oro, Secretario Universal de Gracia y Justicia de España e Indias y Consejero de Estado de Carlos IV.

 Eugenio nació en Menagaray, villa alavesa del valle de Ayala (Álava), en octubre de 1724. Su padre fue Juan Andrés de Llaguno Fernández de Jauregi, que nacio en Menagaray en 1695 y era constructor de iglesias (San Román de Oquendo, Quejana y Luyando, en Álava). Su madre, Francisca de Amirola y Ugalge, nacida en Respaldiza (Alava) en 1695. Del matrimonio, celebrado en febrero de 1723, nacieron 7 hijos, siendo el último Eugenio.

Retrato y armas de Eugenio Llaguno

Retrato y armas de Eugenio Llaguno

La familia, aunque noble (hidalga), no debía de tener medios económicos suficientes para enviarle a algún colegio francés, como era costumbre en el País Vasco, por lo que estudió lengua española y latina con un profesor particular. Pronto fue reclamado desde Madrid por su ilustre tío Agustín Montiano y Luyando, con quien guardaba alguna relación de parentesco, que le tomó bajo su protección y orientó su educación.

Casa natal de D. Eugenio de Llaguno y Amírola

Casa natal de D. Eugenio de Llaguno y Amírola

En la corte, tomó contacto con la realidad social y cultural, participó en tertulias literarias y políticas, como las que se reunían en las casas de Blas Nasarre y Juan de Iriarte. Esta última se trasladó a su domicilio bajo la protección del mecenas Montiano. En 1754 inició su tarea política como alcalde ordinario del valle de Ayala, aunque siguió residiendo en Madrid, puesto que en la capital desempeñaba ya el cargo de Oficial de la Secretaría de la Cámara de Gracia y Justicia y de la Cámara de Estado de Castilla. En 1764 ejerció de nuevo la alcaldía y en 1777 fue Procurador Síndico General de dicho valle. Su vida, desde los inicios cortesanos, fue un avance progresivo en el enmarañado mundo de los escalafones oficiales.

 Su labor cultural fue notable. Persona inquieta y de hondos conocimientos, en febrero de 1755 fue admitido como miembro honorario de la Academia de la Historia, y después, a raíz del fallecimiento de su tío y protector Agustín Montiano, académico supernumerario (1757), para cuyo acto leyó un discurso sobre las Glorias de hombre español. Debió de colaborar por estas fechas en la confección de la Historia de la Academia. Más adelante sería elegido secretario y en 1794 presidente de dicha institución.

 Desarrolló también una gran actividad en relación con la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País. Consiguió su aprobación (1765) y la protección real seis años después. Llaguno fue su representante en la Corte, junto a su paisano y compañero en la Secretaría de Estado Miguel Otamendi. De 1770 a 1773 abunda su correspondencia con el conde de Peñaflorida, fundador y primer director de la Sociedad, sobre asuntos relativos a ésta.

Poema del Mio Cid

Poema del Mio Cid

En 1775, descubrió el manuscrito del Cantar de mio Cid en el convento para monjas de Vivar, texto que anteriormente estuvo en el concejo de dicha localidad. En 1779, debido a sus altos cargos, pudo extraer el manuscrito del convento para que fuera publicado por el filólogo Tomás Antonio Sánchez en el tomo I de su Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV, editado ese mismo año. Cuando se terminó la edición, retuvo el manuscrito en su poder, que más tarde pasaría a posesión de sus herederos. La Fundación Juan March, que lo había adquirido por 10 millones de pesetas, lo cedió a la Biblioteca Nacional en 1960.

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  Introducido en la Corte, hombre sin títulos nobiliarios, aunque instruido y eficaz, fue conquistando poco a poco honores, privilegios y títulos: Ministro Rey de Armas de la Insigne Orden del Toisón de Oro (1781), Secretario del Consejo de Estado y de la Suprema Junta de Estado (1787), Ministro de Gracia y Justicia (1794-1797), miembro de la Orden de Carlos III (1795), Consejero del Supremo Consejo de Estado (1797). Su entrega y bondad se ganaron el ánimo y la amistad de políticos y literatos (Forner, Jovellanos, Trigueros, Meléndez Valdés, Samaniego, Fernández de Moratín), entre los que ejerció un auténtico mecenazgo. Murió en Madrid el 10 de febrero de 1799 de una pulmonía, sin dejar descendencia.

 La tarea cultural de Llaguno se inició en los círculos literarios que frecuentó en Madrid. Las discusiones, la lectura continua y su observación crítica hicieron de él figura pionera en la defensa de la cultura ilustrada que apoyó siempre desde sus importantes puestos oficiales. En el campo de las letras su obra no es fundamentalmente de creación sino de investigación, aunque parece que escribió algunos poemas que no conservamos y era conocido en el mundo literario con el sobrenombre poético de Elpino.

Su primer trabajo fue la traducción de la Atalía de Racine en 1754, siguiendo las indicaciones de su protector Montiano, que había publicado dos tomos de su Discurso sobre las tragedias españolas (1750 y 1753). Colaboraba de este modo en los primeros intentos serios de la reforma neoclásica, que en el teatro intentaba purificar la tradición barroca española, mientras prefería la tragedia por su valor didáctico.

La aceptación general de esta traducción y las críticas favorables de los entendidos colocó a Llaguno entre los hombres más sobresalientes de las letras del momento. Tradujo también La joven isleña, comedia representada en el coliseo de El Escorial en 1774 y que se conserva inédita en la Academia de la Historia.

La afición a la historia alentó una de las empresas más importantes de Llaguno: la edición de varias crónicas medievales. No fue una simple transcripción de manuscritos sino que, con verdadera erudición, compiló datos para desvelar a sus autores y conocer el contexto y situaciones de la escritura de las mismas. Este trabajo se incluía dentro de un magno proyecto de la Academia de la Historia para editar las crónicas antiguas bajo el título general de Colección de Crónicas y Memorias de los Reyes de Castilla de la que se publicaron siete volúmenes y en la que también colaboraron los eruditos marqués de Mondéjar, Francisco Cerdá y Rico, y José Miguel Flores.

Nuestro autor llevó en esta empresa el trabajo más importante, con un espíritu hipercrítico, la edición de: Crónica de los Reyes de Castilla Don Pedro, Don Enrique II, Don Juan I y Don Enrique III de Don Pedro López de Ayala (1779-1780), tomo I y II de la Colección; Sumario de los Reyes de España por el Despensero Mayor de la Reina Doña Leonor y adiciones anónimas (1781); y Crónica de Don Pedro Niño por Gutierre Díez de Games (1782).

 Publicado en el blog «Hidalgos en la Historia» cuyo blogmaster es D. J. Manuel Huidobro

 http://hidalgosenlahistoria.blogspot.com.es/

14 08, 2016

La histórica entrevista de ABC a Alfonso XIII tras dejar de ser Rey

Por |2020-11-13T03:39:09+01:00domingo, agosto 14, 2016|

 

 D. Alfredo López Ares, colaborador de este blog de la Casa Troncal de Los Doce Linajes, nos remite este interesantísimo artículo, que con mucho gusto publicamos.

http://www.abc.es/espana/rey-juan-carlos-i-abdica/20140603/abci-juan-carlos-alfonso-xiii-201406021742.html

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La histórica entrevista de ABC a Alfonso XIII tras dejar de ser Rey

En 1931, el director de ABC viajaba a Londres para entrevistar en exclusiva al abuelo de Don Juan Carlos, quien explicaba lo duró que le resultó dejar el trono en la Segunda Repúblicauntitled

«Soy el rey de todos los españoles, y también un español. Hallaría medios sobrados para mantener mis regias prerrogativas, en eficaz forcejeo con quienes las combaten. Pero, resueltamente, quiero apartarme de cuanto sea lanzar a un compatriota contra otro en fratricida guerra civil». Así decía el histórico manifiesto firmado por Alfonso XIII que ABC publicó en su portada el 17 de abril de 1931, tres días después de ser proclamada la Segunda República. El segundo rey más longevo de la historia de España, el abuelo de Juan Carlos I, dejaba el trono y marchaba al exilio.

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Manifiesto publicado por ABC, el 17 de abril de 1931

Menos de un mes después, ABC publicaba una entrevista en exclusiva con Alfonso XIII, realizada en Londres por el director de este periódico, Juan Ignacio Luca de Tena, en el que el Rey explicaba a los españoles lo duro que resultaba para él haber dejado de ser su Rey, tras 44 años, contra su voluntad.

Una entrevista que reproducimos íntegramente aquí, por el valor histórico que se subraya hoy, después de que Don Juan Carlos I haya anunciado que abdica a favor del Príncipe Felipe:

Fdo: Juan Ignacio Luca de Tena

«El ambiente de un hotel londinense, ni tan modesto que pueda desentonar con la categoría del huésped egregio que lo habita, ni tan excesivamente lujoso que lo asemeje a esos grandes palaces cosmopolitas llenos de ruidos, en los que bailan de madrugada todos los rastacueros de Europa y donde se hospedan los americanos del Norte. Es un hotel señorial, silencioso, sin orquestas de jazz, y en cuyo hall, de una noble sencillez británica, las conversaciones se deslizan a media voz. En este hall, desde las diez de la noche, espero treinta minutos con impaciencia no exenta de emoción. Subo poco antes de la hora que el Señor se ha dignado fijar para recibirme. Al final del tramo de escalera correspondiente al segundo piso hay un largo pasillo blanco y estrecho, con puertas numeradas. Me parece desierto. Voy a una audiencia en la que ya no hay que pasar por guardias alabarderos, gentileshombres ni ayudantes de servicio. Junto a una de las puertas numeradas, ante la que me detengo indeciso, surge un pequeño botones del hotel, que, después de enterarse de mi nombre, me dice con la misma sonrisa amable que hubiera usado hace algunas semanas un grande de España:

-His Majesty is waiting (Su Majestad le espera.)

Y con un llavín abre la puerta. Detrás de ella, vestido de smoking, en pie, esperándome, efectivamente, se halla el Rey.

-¿Cómo estás? ¡Cuánto tiempo sin vernos!

Su mano izquierda se ha posado sobre mi hombro mientras su diestra estrecha la mía. Y repite en otras palabras:

-Hacía varios meses que no te veía.

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Entrevista a Alfonso XIII, publicada por ABC el 5 de mayo de 1931

Es verdad. Hace meses. Mi monarquismo no ha gustado nunca de frecuentar las antecámaras. ABC ha defendido siempre la Monarquía española y a la persona del Rey sin recibir ninguna sugestión. Y durante estos últimos meses, en que la campaña ha sido más intensa, con intención de evitar lo que a la postre ha sido inevitable, ni siquiera he visto al Rey. Sé que en algunas contadas ocasiones mi opinión no le ha gustado. Recuerdo ahora que cierta vez alguien me dijo, comentando un artículo de ABC: «Usted, por lo visto, ignora que el Rey piensa de otro modo». Yo le contesté: «Y usted que ABC es monárquico con mi criterio, no con el criterio del Rey». Lo cual no quiere decir que en aquella ocasión fuese mi criterio el acertado; pero viene a cuento de las habladurías de muchos necios que creían o fingían creer poco menos que yo iba diariamente a Palacio para recibir órdenes. Ahora, pasadas las primeras semanas de la República, cuando mi ausencia de Madrid no puede interpretarse torcidamente, me he apresurado, sin tapujos, a salir de España para cumplimentar al Rey.

Aún estamos en pie, cerca de la puerta que acaba de cerrarse, cuando por otra aparece la silueta fina, juvenil y vigorosa del Infante Don Juan. El Rey, con un dejo de ternura en la voz y la expresión de su madrileñismo castizo, me lo señala diciendo:

-Ahí tienes al crío… Mañana me lo llevo al colegio naval de Dartmouth a que continúe sus estudios. Para él representa un gran sacrificio, pues la carrera de marino inglés es durísima. Pero el muchacho va con un gran espíritu. Te agradeceré que lo digas si tienes ocasión.

El Infante me ha saludado y vuelve a marcharse. Quedo solo con el Rey, y mi expectación aumenta ante la incertidumbre y la trascendencia indudable de cuanto puede decirme.

-Siéntate, ¿quieres? El primer español que llega aquí para verme eres tú. Te lo agradezco mucho.

Y a continuación, las preguntas, numerosas y rápidas, que, por el tono en que son enunciadas, suenan a nostalgia de la Patria lejana: «¿Qué día saliste de Madrid?» «¿Cómo está aquello?» «Tranquilidad absoluta, ¿verdad?» «¿Crees que arreglarán lo de Cataluña?» «¿Cómo se desenvuelve el Gobierno?»

Y cuando, con entera lealtad, he contestado a estas preguntas, el Rey adopta un gesto más grave, sacude con el índice de su mano izquierda la ceniza del cigarrillo y me dice, consciente de la importancia de sus palabras:

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Alfonso XIII, en París, tres días después de salir de Madrid

–Estoy decidido, absolutamente decidido, a no poner la menor dificultad a la actuación del Gobierno republicano, que para mí, y por encima de todo, es en estos momentos el Gobierno de España. Quiero que lo digas, quiero que lo sepan todos, los monárquicos y los republicanos, cualesquiera que sean las interpretaciones torcidas que la pasión pueda dar a mis palabras. Soy sincero, y mi actuación futura demostrará la lealtad con que voy a cumplir este propósito. Los monárquicos que quieran seguir mis indicaciones deben no sólo abstenerse de obstaculizar al Gobierno, sino apoyarse en cuanto sea patriótico. En Zamora dije en un discurso que por encima de las ideas formales de República o Monarquía está España, y ahora no tengo sino que repetir aquellas palabras. Te extrañará oírme hablar así, ¿verdad?

–No me extraña, Señor, porque estoy seguro de conocer a Vuestra Majestad y sé de su patriotismo como no lo saben muchos españoles de buena fe que aún están influidos por una campaña inicua de difamación personal.

–Pues yo quiero diferenciarme de los que así han procedido. Durante el último año de mi reinado se ha puesto a mis Gobiernos toda serie de dificultades. Al contrario de lo que otros hicieron, yo no aprobaré jamás que se excite al pueblo contra las autoridades y sus agentes ni que se especule con desdichas de la Patria para desprestigiar al nuevo régimen. No quiero que los monárquicos exciten en mi nombre a la rebelión militar. Hasta mí han llegado noticias de que muchos militares se negaban a prestar la adhesión a la República que les exigían. A cuantos he podido les he rogado que la presten. La Monarquía acabó en España por el sufragio, y si alguna vez vuelve ha de ser, asimismo, por la voluntad de los ciudadanos.

–Algunos periódicos, Señor, han dicho, comentando el documento con que Vuestra Majestad se despedía de España, que pretendía encender con él la guerra civil.

El Rey tarda en contestar:

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Alfonso XIII, en 1922

–¡Es triste! -dice al fin-. Yo he salido de España después de redactar ese documento, pensando precisamente en evitar una guerra civil. Las elecciones municipales, jurídicamente consideradas, tienen un simple alcance administrativo; pero yo me di cuenta de que, tanto los republicanos como los monárquicos, le habían concedido importancia plebiscitaria, y por eso tomé la resolución de irme, en prueba de mi respeto a la voluntad nacional, inclinándome ante ella y rechazando los ofrecimientos que se hacían para constituir un Gobierno de fuerza que mantuviese el orden público hasta que se celebrasen las elecciones a Cortes. Considero que contra el sufragio del pueblo no podía defender a tiros la Monarquía, como se reprime un foco de rebelión militar. Salí de España respetando su voluntad, pero por la mía, ya que nadie tenía derecho a exigirme descender de mi trono mientras las Cortes no proclamen la República. Las elecciones municipales podrían haber expresado la voluntad de la nación, pero su soberanía corresponde al Parlamento. Ya sabes por qué me marché: para evitar la sangre en las calles. Y ya sabes, también, por qué no abdiqué: mis derechos a la Corona de España pertenecen a mis antepasados y a mis descendientes; no son únicamente míos, y sólo ante la soberanía nacional representada en las Cortes pueden resignarse. Pero ahora, ya lo has oído, quiero que los monárquicos sepan que mi deseo es no crear dificultades a este Gobierno provisional, que es el Gobierno de España.

–Pero hay, Señor -me atrevo a decir-, una corriente de opinión monárquica difusa que no se puede abandonar, que es preciso encauzar con dirección y con propaganda eficaces. Es necesario de todo punto organizar esa opinión.

–Yo no puedo oponerme a ello. Pero si en Madrid se organiza un Comité central, una Junta, o como quiera llamársele, con fines electorales, yo les ruego que actúen públicamente y que, sin perjuicio de propagar con el mayor entusiasmo, pero legalmente, sus convicciones monárquicas, manifiesten su propósito de no crear dificultades al Gobierno español e incluso.., apunta esto para que repitas mis propias palabras -y me dicta despacio-: E incluso estar con él para todo lo que sea defensa del orden y de la integridad de la Patria.

–Procuraré, Señor, que las cosas se hagan conforme a la voluntad de Vuestra Majestad. Al menos, transmitiré sus deseos.

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Alfonso XIII, en su despacho (1931)

Aún sigo escuchando al Rey mucho tiempo. Habla siempre de España, de sus amarguras sufridas. Y en toda la charla, ni un solo reproche para nadie, ni una frase reveladora de odio o animadversión. Elogia la orientación de uno de los actuales ministros que con más saña le han agraviado en mítines y conferencias. Para algunos republicanos recientes, que hace un mes todavía le adulaban, tiene frases de disculpa. Y unas palabras de emocionada efusión para el político íntegro que, si hace poco más de un año le combatió con dureza, sin prever seguramente la trascendencia e influencia en su opinión de sus imprudentes frases, ahora, al proclamarse la República, no ha sabido correr, como tantos otros, «en socorro de los vencedores».

Le hablo al Rey de unos cuantos hombres que visten un glorioso uniforme y están dispuestos a servir al régimen constituido recientemente con la misma lealtad que sirvieron a la Monarquía, de quienes sé que al quitarle las coronas del cuello se las han hecho coser dentro de la guerrera, sobre el corazón. Y al oírlo el Rey, se llenan de lágrimas sus ojos.

–No me choca -dice simplemente.

Después, en el transcurso de la conversación, me hace elogio cumplido del nuevo embajador de España en Londres, D. Ramón Pérez de Ayala, de quien ha leído varios libros y numerosos artículos.

Y al final de nuestra charla:

«Podré haberme equivocado, pero en mis errores sólo he pensado en España»

-Podré haberme equivocado alguna vez; pero en mis posibles errores sólo he pensado en el bien de España. Acepté el hecho consumado de la Dictadura porque creí que ésa era la voluntad de la mayoría del país, cuando la pedían a gritos y la recibieron con alborozo los mismos que años después me han acusado injustamente de haberla traído. La sustituí por un Gobierno constitucional, dispuesto a que el país se manifestase en los comicios, cuando comprendí que lo reclamaba la opinión pública. Y no me he resistido a abandonar España, haciendo por ella el mayor sacrificio de mi vida, al comprobar que España ya no me quería. Sería muy triste no esperar ahora que la Historia alguna vez me hará justicia.

Han pasado más de dos horas. Hemos consumido durante ellas el contenido de la pitillera real. Su Majestad se pone en pie, señal protocolaria de que la audiencia ha terminado.

–Dame a un abrazo. ¡Y adiós!

Con una emoción que no podrán comprender los que sean incapaces de sentirla, y que podrá ser calificada mañana en algunos periódicos de fina sensibilidad con la consabida frase, tan original como delicada, de «lágrimas de cocodrilo», salgo del sencillo saloncito donde fui recibido. Allí queda el hombre que, por voluntad de España, puede dejar de ser Rey, pero que hasta su muerte, porque contra las condiciones humanas no pueden nada las campañas de difamación, ni siquiera el sufragio universal, seguirá siendo un caballero.

«Tú has perdido a tu padre, y España a un patriota dispuesto siempre a defenderla»

Y mientras atravieso nuevamente el largo pasillo, blanco y estrecho, con puertas numeradas, acuden a mi memoria las palabras de un autógrafo regio que recibí en fecha aciaga de mi vida, el 15 de abril de 1929: «Tú has perdido a tu padre, y España a un patriota dispuesto siempre a defenderla, aun a costa de su vida e intereses. El afecto que sentía por él, a ti lo transmito, seguro de que seguirás su camino».

Señor: Yo sería indigno hijo suyo si no lo siguiera. El 15 de abril de 1931, día memorable en la historia de España, fecha de su segundo aniversario, pasé una hora junto a su tumba y estoy seguro de que su espíritu me dictó nuevamente el camino. ABC permanece donde estuvo siempre: con la libertad, con el orden, con la integridad de la Patria, con la Religión y con el Derecho, que es todavía decir, en España, con la Monarquía Constitucional y Parlamentaria.»

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