DESPERTA FERRO.
POR D. ANTONIO VILLEGAS GONZÁLEZ.
En el año mil doscientos cuarenta y dos la Corona de Aragón alcanza el río Segura en su avance reconquistador y pone sus ojos en el Mediterráneo. A la cabeza de las tropas aragonesas van las temidas y admiradas tribus de indomables Almogávares.
Son tropas ligeras de infantería que actúan agrupados en bandas o compañías acaudilladas por un capitán, que suele ser el guerrero más valeroso y que mantiene una férrea disciplina entre sus hombres. Son gentes provenientes de las serranías ibéricas y de los valles pirenaicos, dónde se habían ganado el derecho a subsistir luchando contra los moros.
Las tropas almogávares vivían de lo que saqueaban en los campamentos enemigos tomados al asalto y arrasados, por eso jamás hacían prisioneros. Vencían o morían.
Sus armas eran una lanza corta, los dardos o azcones que lanzaban con tal fuerza que atravesaban los escudos del enemigo y el famoso y terrible chuzo. Con el mismo y cara al enemigo golpeaban las rocas del suelo y levantaban chispas candentes de las piedras al tiempo que gritaban todos a una: ¡Desperta ferro!
Vistos así al amanecer sobre una colina y corriendo luego como posesos hacia el enemigo debían causar un tremendo pánico entre las tropas sarracenas. De hecho, de los musulmanes es de donde les viene el nombre, al-mugavir, que viene a significar algo así como: “Los que organizan algaradas…”, o sea los que «montan el cirio» al mínimo desplante.
En el año mil doscientos ochenta y dos, los Güelfos ponen en el trono de Sicilia al pedante Carlos de Anjou, y entonces el partido contrario a éste, pide ayuda al poderoso Rey de Aragón, Pedro III, que sin dudar y agarrándose a los derechos de su esposa sobre la isla, la invade, derrota al francés y se proclama soberano. Son las llamadas “Vísperas Sicilianas” y son el primer capítulo del dilatadísimo libro de la presencia española en Italia.
La victoria del rey aragonés se logra casi por completo gracias a las invencibles compañías de almogávares, que con sus chuzos han destrozado a los franceses.
Acabada la campaña siciliana y alcanzada la paz, al heredero de Pedro, Federico, se le plantea el problema de qué hacer con los miles de almogávares que pululan por la isla aburridos y de brazos cruzados, buscando como locos algún francés al que degollar.
La solución se la da Andrónico II, que es el Emperador de los bizantinos y que tiene a un poderosísimo ejército turco a pocas jornadas de Constantinopla y le pide ayuda al cabecilla almogávar, Roger de Flor, que es extemplario, excruzado y expirata, podríamos definirlo como el arquetipo de aventurero medieval.
De Flor acepta el reto y acude con siete u ocho mil almogávares a Constantinopla, allí es recibido como un salvador y nombrado Mega-Duque, además de desposar a una sobrina del Emperador.
Las tropas almogávares pese a estar en inferioridad numérica se lanzan entre las chispas de sus chuzos contra el enemigo sarraceno al que destrozan en cada ocasión, y liberan los asedios a los que estaban sometidas las ciudades de Filadelfia y Thira, luego siguen persiguiendo y matando turcos por las cuatro esquinas de la Península de Anatolia. En menos de un año los aguerridos almogávares que siguen con sus viejas costumbres de no hacer prisioneros, han causado pavor y han estremecido al poderoso Imperio Otomano. Los almogávares se enseñorean por la Península saqueando sin compasión.
Los turcos les salen entonces al encuentro con un ejército de cuarenta mil hombres muy cerca del monte Tauro. Vienen dispuestos a aniquilar a los aragoneses, a no dejar ni uno, a borrarlos de la faz de la tierra. Pero de nuevo el valor extremo y el desprecio a la muerte llevan a nuestros antiguos compatriotas a derrotar de forma aplastante a los turcos, los pocos que sobreviven huyen espantados de la terrible carnicería. Se cuenta que a la sombra del Monte Tauro los chuzos almogávares pasaban más tiempo dentro de las tripas del enemigo que bajo el sol otomano.
Es el año mil trescientos cuatro, cuando Roger de Flor y sus tropas regresan. Son recibidos como héroes y aclamados, a Roger le nombran ya hasta César.
Pero también el poder y la fama que ostenta le granjean peligrosos enemigos, y uno de ellos es el hijo del Emperador. Una noche invita a los principales caudillos almogávares a una opípara cena en la ciudad de Adrianópolis, y allí los adula y los emborracha con mujeres y vino, hasta que casi sin poder defenderse son asesinados como perros. La respuesta de los almogávares, lejos de llorar como plañideras o quedarse desorientados faltos de líderes y perdidos, hará temblar al mundo. La llamada “Venganza Catalana” tiñe de sangre Bizancio.
Ramón Muntaner que por allí anduvo a espadazos, explica así la terrible degollina y justifica el saqueo indiscriminado:
“Fue hecha tan gran venganza, pues valía más morir peleando con honor que vivir en deshonra”
Una españolísima reacción ésta. La honra antes que la vida.
Andrónico II espantado por el cariz que están tomando los acontecimientos, forma a su ejército y sale al encuentro de los salvajes almogávares que le están dejando el reino hecho cenizas. De nuevo los chuzos quedan ensangrentados y el flamante ejército bizantino destrozado.Los almogávares entonces entran en Grecia a sangre y fuego. Pese a que van muy mermados de caudillos y de guerreros, pareciera que cuanto más decrece su número más aumenta su peligro. De la razzia por Grecia se escapan tan solo los monasterios.
Los supervivientes almogávares forman entonces el llamado «Consell de Doze» y deciden que lo mejor es ponerse al servicio de los barones francos que controlan el sur de Grecia desde los remotos tiempos de Las Cruzadas. Uno de aquellos Barones, Gualterio de Brienne, traiciona a los almogávares y dejar de pagarles su soldada. ¡Grave error mesié! Los chuzos otra vez levantan chispas sobre las piedras de Grecia, y en una rápida campaña los almogávares aniquilan a los Barones Francos, estableciéndose en la zona y fundando los Ducados de Atenas y Neopatria. Allí seguirán durante ochenta años más, estos apéndices de la Corona de Aragón, estos apéndices de España, hasta que en el siglo XV caiga Constantinopla y toda Grecia en manos turcas.
Estoy seguro de que los últimos almogávares estaban allí cuando llegaron, de pie sobre las rocas de los acantilados y golpeándolas con el chuzo, levantando chispas, mirando arrogantes la marea de sarracenos que tenían enfrente, sonrientes. Y luego se persignan y se ponen a bien con Dios para correr hacia el enemigo soltando por sus gargantas embravecidas el viejo grito, el mismo que habían dado sus antepasados en los Mallos de Riglos:
¡¡¡Desperta Ferro!!!
En el año mil doscientos cuarenta y dos la Corona de Aragón alcanza el río Segura en su avance reconquistador y pone sus ojos en el Mediterráneo. A la cabeza de las tropas aragonesas van las temidas y admiradas tribus de indomables Almogávares.
Son tropas ligeras de infantería que actúan agrupados en bandas o compañías acaudilladas por un capitán, que suele ser el guerrero más valeroso y que mantiene una férrea disciplina entre sus hombres. Son gentes provenientes de las serranías ibéricas y de los valles pirenaicos, dónde se habían ganado el derecho a subsistir luchando contra los moros.
Las tropas almogávares vivían de lo que saqueaban en los campamentos enemigos tomados al asalto y arrasados, por eso jamás hacían prisioneros. Vencían o morían.
Sus armas eran una lanza corta, los dardos o azcones que lanzaban con tal fuerza que atravesaban los escudos del enemigo y el famoso y terrible chuzo. Con el mismo y cara al enemigo golpeaban las rocas del suelo y levantaban chispas candentes de las piedras al tiempo que gritaban todos a una: ¡Desperta ferro!
Vistos así al amanecer sobre una colina y corriendo luego como posesos hacia el enemigo debían causar un tremendo pánico entre las tropas sarracenas. De hecho, de los musulmanes es de donde les viene el nombre, al-mugavir, que viene a significar algo así como: “Los que organizan algaradas…”, o sea los que «montan el cirio» al mínimo desplante.
En el año mil doscientos ochenta y dos, los Güelfos ponen en el trono de Sicilia al pedante Carlos de Anjou, y entonces el partido contrario a éste, pide ayuda al poderoso Rey de Aragón, Pedro III, que sin dudar y agarrándose a los derechos de su esposa sobre la isla, la invade, derrota al francés y se proclama soberano. Son las llamadas “Vísperas Sicilianas” y son el primer capítulo del dilatadísimo libro de la presencia española en Italia.
La victoria del rey aragonés se logra casi por completo gracias a las invencibles compañías de almogávares, que con sus chuzos han destrozado a los franceses.
Acabada la campaña siciliana y alcanzada la paz, al heredero de Pedro, Federico, se le plantea el problema de qué hacer con los miles de almogávares que pululan por la isla aburridos y de brazos cruzados, buscando como locos algún francés al que degollar.
La solución se la da Andrónico II, que es el Emperador de los bizantinos y que tiene a un poderosísimo ejército turco a pocas jornadas de Constantinopla y le pide ayuda al cabecilla almogávar, Roger de Flor, que es extemplario, excruzado y expirata, podríamos definirlo como el arquetipo de aventurero medieval.
De Flor acepta el reto y acude con siete u ocho mil almogávares a Constantinopla, allí es recibido como un salvador y nombrado Mega-Duque, además de desposar a una sobrina del Emperador.
Las tropas almogávares pese a estar en inferioridad numérica se lanzan entre las chispas de sus chuzos contra el enemigo sarraceno al que destrozan en cada ocasión, y liberan los asedios a los que estaban sometidas las ciudades de Filadelfia y Thira, luego siguen persiguiendo y matando turcos por las cuatro esquinas de la Península de Anatolia. En menos de un año los aguerridos almogávares que siguen con sus viejas costumbres de no hacer prisioneros, han causado pavor y han estremecido al poderoso Imperio Otomano. Los almogávares se enseñorean por la Península saqueando sin compasión.
Los turcos les salen entonces al encuentro con un ejército de cuarenta mil hombres muy cerca del monte Tauro. Vienen dispuestos a aniquilar a los aragoneses, a no dejar ni uno, a borrarlos de la faz de la tierra. Pero de nuevo el valor extremo y el desprecio a la muerte llevan a nuestros antiguos compatriotas a derrotar de forma aplastante a los turcos, los pocos que sobreviven huyen espantados de la terrible carnicería. Se cuenta que a la sombra del Monte Tauro los chuzos almogávares pasaban más tiempo dentro de las tripas del enemigo que bajo el sol otomano.
Es el año mil trescientos cuatro, cuando Roger de Flor y sus tropas regresan. Son recibidos como héroes y aclamados, a Roger le nombran ya hasta César.
Pero también el poder y la fama que ostenta le granjean peligrosos enemigos, y uno de ellos es el hijo del Emperador. Una noche invita a los principales caudillos almogávares a una opípara cena en la ciudad de Adrianópolis, y allí los adula y los emborracha con mujeres y vino, hasta que casi sin poder defenderse son asesinados como perros. La respuesta de los almogávares, lejos de llorar como plañideras o quedarse desorientados faltos de líderes y perdidos, hará temblar al mundo. La llamada “Venganza Catalana” tiñe de sangre Bizancio.
Ramón Muntaner que por allí anduvo a espadazos, explica así la terrible degollina y justifica el saqueo indiscriminado:
“Fue hecha tan gran venganza, pues valía más morir peleando con honor que vivir en deshonra”
Una españolísima reacción ésta. La honra antes que la vida.
Andrónico II espantado por el cariz que están tomando los acontecimientos, forma a su ejército y sale al encuentro de los salvajes almogávares que le están dejando el reino hecho cenizas. De nuevo los chuzos quedan ensangrentados y el flamante ejército bizantino destrozado.Los almogávares entonces entran en Grecia a sangre y fuego. Pese a que van muy mermados de caudillos y de guerreros, pareciera que cuanto más decrece su número más aumenta su peligro. De la razzia por Grecia se escapan tan solo los monasterios.
Los supervivientes almogávares forman entonces el llamado «Consell de Doze» y deciden que lo mejor es ponerse al servicio de los barones francos que controlan el sur de Grecia desde los remotos tiempos de Las Cruzadas. Uno de aquellos Barones, Gualterio de Brienne, traiciona a los almogávares y dejar de pagarles su soldada. ¡Grave error mesié! Los chuzos otra vez levantan chispas sobre las piedras de Grecia, y en una rápida campaña los almogávares aniquilan a los Barones Francos, estableciéndose en la zona y fundando los Ducados de Atenas y Neopatria. Allí seguirán durante ochenta años más, estos apéndices de la Corona de Aragón, estos apéndices de España, hasta que en el siglo XV caiga Constantinopla y toda Grecia en manos turcas.
Estoy seguro de que los últimos almogávares estaban allí cuando llegaron, de pie sobre las rocas de los acantilados y golpeándolas con el chuzo, levantando chispas, mirando arrogantes la marea de sarracenos que tenían enfrente, sonrientes. Y luego se persignan y se ponen a bien con Dios para correr hacia el enemigo soltando por sus gargantas embravecidas el viejo grito, el mismo que habían dado sus antepasados en los Mallos de Riglos:
¡¡¡Desperta Ferro!!!
Durante siglos los españoles hemos derramado nuestra sangre defendiendo a la bandera. Casi siempre estos hombres recibieron a cambio oprobio y olvido.
Bajo monarcas inútiles, validos ambiciosos, sacerdotes fanáticos, gobiernos en quiebra y repúblicas débiles y cainítas, los anónimos soldados españoles voluntarios o de levas forzosas salvaron nuestra honra y nuestro honor. Sin importar la ideología ni el color de su pensamiento, cuando el enemigo llegaba bajo las murallas nunca faltaban espadas. Y nuestros enemigos, vencidos o victoriosos, pocas veces nos vieron la suela del zapato. Para cualquier enemigo el grito viejo y terrible de Cierra España siempre fue presagio de combate duro y sin tregua.
© A. Villegas Glez.
Bajo monarcas inútiles, validos ambiciosos, sacerdotes fanáticos, gobiernos en quiebra y repúblicas débiles y cainítas, los anónimos soldados españoles voluntarios o de levas forzosas salvaron nuestra honra y nuestro honor. Sin importar la ideología ni el color de su pensamiento, cuando el enemigo llegaba bajo las murallas nunca faltaban espadas. Y nuestros enemigos, vencidos o victoriosos, pocas veces nos vieron la suela del zapato. Para cualquier enemigo el grito viejo y terrible de Cierra España siempre fue presagio de combate duro y sin tregua.
© A. Villegas Glez.