POR EL DR. JOSÉ MARÍA DE MONTELLS Y GALÁN.
Ante la gravísima ofensiva de un separatismo voraz e insaciable, rescato un texto mío de 2006, que sirvió de introducción al libro Registro de ordenes de Caballería del Reino de España que escribimos junto a mi dilecto Alfredo Escudero. No he cambiado ni una coma, lamentablemente los últimos acontecimientos lo han puesto de actualidad.
De todos es sabido, aunque sea silenciado en nuestro tiempo, que el triunfo de la Revolución Francesa trajo aparejado, entre otros males, la negación absoluta del espíritu estamental, al propugnar, como paradigmática, la superioridad del principio político del individualismo sobre el corporativismo. Como desastrosa consecuencia, el hombre moderno quedó aislado frente a los poderosos, mientras se encendía la llama romántica de los nacionalismos y se cortaban los vínculos con el mundo aristocrático y cristiano. Sin Dios ni tradición, una nueva era de barbarie y fanatismo se adueñó de Europa. Así, la antigua caballería apareció ante los ojos de todos como una cáscara vacía e inútil. Sin embargo, precisamente la grosera y aplastante victoria de conceptos tan abstractos e indefinidos como el de libertad e igualdad, propició una vuelta a las antiguas tradiciones medievales y renacentistas. El hombre nuevo, creado por la diosa Razón buscó, como lo hicieran antes sus predecesores, su integración en corporaciones que mantenían casi clandestinamente el culto a un pasado más glorioso y más humano. Las órdenes de caballería se constituyen entonces en el medio más apropiado para que la persona realice en su proporción, determinados valores absolutos.
El siglo XX asiste también a una formidable lucha de la Tradición contra la Revolución triunfante. Y si bien hay un combate denodado por el restablecimiento del orden natural de las cosas y por la defensa de la Fe, el ateísmo materialista impone finalmente su visión nihilista de la Historia. La resistencia popular a estos desmanes (con ejemplos heroicos en nuestra Patria) se ve ahora ensombrecida por la tergiversación interesada de la verdad que nos presenta el inmediato pasado como una época terrible y oscura, sin que nadie, salvo honrosas excepciones, denuncie los excesos revolucionarios particularmente crueles en nuestro suelo y la grave responsabilidad por lo acontecido después, de una mezquina e innoble clase política subyugada por los totalitarismos europeos de una u otra condición.
La posguerra trajo consigo, tras el atroz paréntesis de terror y persecución religiosa de la guerra misma, un legítimo interés por aquellas instituciones que aseguraban la devoción por la fe, la patria, la dama ideal y la familia. Durante estos breves períodos de reencuentro con los orígenes, apenas una luz entre las mendaces sombras, las ordenes de caballería hallaron su acomodo en la realización de metas caritativas y hospitalarias que estaban en sus objetivos religiosos y asistenciales desde los primeros tiempos. También se propició, una vuelta a arquetipos humanos como el españolísimo Don Quijote que, maltrecho y combatido, no ceja en su idealismo y pureza caballeresca. Me malicio que Cervantes quiso ridiculizar en él, un mundo aristocrático que ya había entrado en crisis y a pesar de todo, el de la Triste Figura, logró salir airoso de la prueba y triunfar plenamente sobre la burla, con su generoso desvarío. Una locura contagiosa que hace a los hombres mejores. Hasta Sancho, se impregnó de ese espíritu de servicio a los desvalidos que animaba el exaltado corazón del hidalgo. Lo que se pretendió sátira, quedó en apología.
Hoy, como ayer, se cuestiona igualmente la vigencia de las órdenes de caballería, en una sociedad enferma que no comprende ni su significado ni se interesa por su historia, desprovista como está, de asideros religiosos donde acogerse y entregada a la vulgar admiración del triunfo fácil en lo económico y en lo social. Los espesos modelos televisivos han impuesto una visión superficial, simplista y zafia de todo lo que nos rodea. Los jóvenes carecen de cualquier referencia ética o moral. Se procura borrar de las mentes cualquier noción de amor por el prójimo, de renuncia o sacrificio. Hay una negación filosófica del Mal, que es ya el Mal mismo. Una suerte de inversión de los valores y de las costumbres invita a los individuos a toda clase de barbaridades y dislates, con la cómplice aquiescencia de los poderes públicos, en aras de una pureza democrática mal entendida y peor interpretada. Asistimos atónitos al intento de reinventar España desde ideologías contrarias a su mera existencia, creadoras de una historia legendaria e inexistente de confrontación y sometimiento, mientras se trata de adormecer el cuerpo sano de las Españas que se mantiene vivo pese a todo, frente a esa vaga definición tan repetida ahora de que España constituye una nación de naciones, un estado plurinacional.
España, creo yo, es más que eso, mucho más que una nación de naciones, es una Patria. Una Patria es un sistema de complicidades históricas y de certezas íntimas, un conjunto de secretos conocidos colectivamente, una tupida red de emociones vividas en común. España posee unos rasgos propios, únicos, insustituibles que conforman su singularidad en la historia y en el mundo. España no es solamente el territorio donde hemos nacido. España es también una religión, una cultura, un idioma y una historia propias. España es una forma de ser cristiano, de ser católico, de ser religioso. No hay otra igual. Hay también una forma propia de expresar las ideas, de comunicar los sentimientos, de describir los hechos.
Hay asimismo una manera de ser histórica, permanente, casi, casi inmutable. Según nuestra recta doctrina tradicional, nuestra Patria es un conjunto de pueblos, de dentro y de más allá de la Península Ibérica, que rezan a un mismo Dios, hablan un mismo idioma y acatan a un mismo Rey.
La defensa de la Patria está en los orígenes de todas las ordenes e instituciones caballerescas españolas como uno de sus primeros y más trascendentes ideales. Un pudor incomprensible, que solo puede atribuirse al alejamiento prudente y paulatino de todas las corporaciones del espacio de lo político, ha relegado este principio a su mero y genérico enunciado. Confiados en un futuro prometedor, integrados en una Europa aún por rescribir, nadie podía pensar que a comienzos del siglo XXI, la Patria (la misma del siglo XIII) estuviera en peligro.
No es hora de defender a la Patria con las armas en la mano, como antaño, pero conviene ir recuperando para las instituciones de la caballería el discurso de lo patriótico. En esto también, el Papa Juan Pablo II nos ha señalado el camino. Su amor a la historia de nuestra Patria, su defensa del papel histórico de España en el mundo, ha sido tan evidente que constituye toda una lección para los españoles olvidadizos de nuestro tiempo. La beatificación de los mártires de la Guerra Civil, perseguidos por el marxismo, es una contribución de primera magnitud para restablecer la Verdad de nuestro acontecer reciente.
Fracasada la creación artificial del hombre nuevo, sin raíces y sin compromisos con el pasado, debemos insistir en que somos parte de una herencia a defender y transmitir intacta a las generaciones que nos sucederán. Las Patrias desaparecen. En la crónica de la humanidad, grandes patrias han sucumbido a la destrucción de su destino. España, como un todo, más que un recuerdo, es una meta, un destino, en palabras de Julián Marías.
Las instituciones caballerescas, que han encontrado, en el ejercicio de la caridad, en la atención al desvalido y al enfermo, una razón de ser en el mundo de hoy, no deben olvidar tampoco que sus raíces primigenias están en la defensa de la Patria y que su contribución debe hacerse hoy con las ideas, ya que con ideas (viciadas, inventadas, falaces) se la ataca. Estamos ante una crisis sin precedentes, piénsese que se discuten todos los conceptos, los principios, los valores y las normas por las que nos hemos regido. Por ello, se hace necesario que las instituciones sociales (todas y las corporaciones caballerescas, con más razón) retomen los sueños, las esperanzas y los milagros que hicieron a España. Esa vibración del alma colectiva que hace a los pueblos grandes. Esa mística que no se ve de la que está hecha nuestra propia identidad como españoles.
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