POR D. JUAN VAN-HALEN.
Para no andarme con rodeos: el lector que espere encontrar en este libro un compendio de oscuridades, un desbordamiento del reino de las tinieblas, la apoteosis de todos los nombres del diablo que, al fin, son sólo un nombre, no debe leer las páginas que siguen. Le defraudarán. Esta obra no es nada demoniaca ni en ella encuentra culto la brujería, de modo que no serviría de guía para identificar aquelarres ni de manual para descubrir en el subsuelo la entrada de los infiernos. En tal caso recomiendo al lector descender a una estación de Metro y utilizar el servicio en hora punta. “El Diccionario del Diablo” es una obra literaria y, como tal, una fábula. Una fábula apuntalada en lo que conocemos del Diablo, mucho o poco, pero aderezada y enriquecida desde la potente imaginación del autor. Sus aportaciones son magníficas, ingeniosas, irónicas y por ello inteligentes y a menudo sorprendentes. Si lo que el lector busca es esto que le digo, debe seguir leyendo. Se lo recomiendo con fervor.
José María de Montells es un historiador riguroso, un investigador minucioso, un escritor brillante, un poeta revolucionario y un ciudadano conservador y respetuoso con el entorno, y no me refiero a los parques y jardines ni a la tranquilidad de las focas o de los elefantes sino a ese entorno racional, al menos la mayoría de las veces, que es el prójimo. Además es un ser humano que atesora condiciones poco comunes. No soporta la mediocridad, ni la adulación, ni el chalaneo, ni las personalidades de ida y vuelta. El lector menos avisado llegará a la conclusión de que con estos aderezos tendría poco porvenir en la política al uso y al abuso, y debo confesar sin pizca de arrepentimiento que una de mis maldades, no sé si inspiradas por algún diablillo menor, fue convencerle hace años para que aceptase una dirección general en cierta Institución en la que vivimos juntos experiencias interesantes, vaya por Dios. Por fortuna para él y acaso para el mundo sus caminos desde entonces fueron otros y gracias a ello nos ofrece hoy, como nos había ofrecido otros, este libro singular por más de un concepto.
Este “Diccionario del Diablo” es un cómputo de erudición, una sucesión de ocurrencias muy bien trabadas, una muestra de ironías sucesivas conducidas por una prosa directa, nada opulenta, sencilla y pulcra, enjoyada por la sabiduría en el manejo del idioma, que no es tan común como debería serlo en nuestro panorama literario, conocido a menudo, como el lago Ness, no por sus bellezas sino por sus monstruos. Somos víctimas del canon, de modo que quienes se salen de la moda no cuentan. Pero Pierre Cardin me dijo hace muchos años en París que “moda es lo que pasa de moda”, así es que debemos esperar sentados a la orilla de las vanidades a que los dictados del canon pasen de moda y vuelvan las aguas adonde solían. Esta obra es un aldabonazo en esa dirección.
Nadie piense que está ante un libro de humor; no se puede tomar a broma lo que no se conoce pero se teme. El miedo a lo desconocido figura entre los primeros mimbres del ser humano; enfrentarse con lo incógnito. Sería imperdonable error confundir la ironía con la broma o el humor. La ironía es hermana de la inteligencia y el humor es cosa bien distinta. Puede haber humor con roma inteligencia, pero es impensable la ironía sin el hilo conductor de la aguda inteligencia. Seguro que nos vamos entendiendo.
He leído mucho y muy minuciosamente la obra publicada hasta ahora por José María de Montells como poeta, como narrador y como historiador. Todos sus libros me han dejado poso, y ello a la altura de mi vida no es fácil. Cuando se forma parte de una docena de jurados de premios literarios cada año, la opinión sobre la creación de nuestros escritores adquiere cierta dimensión escéptica. Vuelvo de vez en cuando a releer las obras de Montells porque “me dicen algo”, porque lo necesito, porque me enriquecen, que es lo que debe esperarse de la complicidad entre autor y lector. Una excepción muy reparadora y beneficiosa para el empedernido lector que uno es.
Acaso no pocos afrontarán la lectura de este libro desde el descreimiento. La mayor trampa del Diablo es hacernos creer que no existe. Para muchos lo que no puede demostrarse es inexistente. Un error. Y en esta desviación nuestro tiempo ha contado con la complicidad de cierta progresía ilustrada (la progresía intelectualmente indigente da igual para el caso que nos ocupa) que a la par que el descreimiento en Dios ha apuntalado la negación del Maligno. Al final el ángel rebelde se empareja con Aquél que su soberbia envidiaba. Escribe Montells que “la ironía es un arma formidable contra Satán” y este libro es como la prueba del algodón en tal aserto. Porque debemos tomarnos en serio al “señor de las Moscas”; contra su poder cualquier arma es buena, y acaso la ironía sea la que más le duela. Uno de los escasos errores del “Refranero”, la sabiduría popular, es el dicho: «cuando el Diablo nada tiene que hacer, mata moscas con el rabo». No, por Dios. El Diablo no mata moscas; las moscas son lo suyo. Y siempre tiene que hacer. Está alerta 24 horas sobre 24 como un cajero automático.
Una de las enseñanzas que me ha aportado este “Diccionario del Diablo”, pues soy monaguillo en el menester en que el autor es cardenal, consiste en su vena borgeana que no sé siquiera si el propio Montells reconoce. A lo largo de sus páginas aparece una zoología fantástica, un bestiario rico en atributos. Raro es el diablo que no adquiere permanente u ocasionalmente, en una parte de su cuerpo o en toda su encarnadura, figura de bestia, ya sea débil e inocente en apariencia como la langosta, el saltamontes o el gallo, o fiera y peligrosa como la cobra, el león o el leopardo. Además de presentarnos el autor un dúo de diablos que tienen dos sexos; uno de los diablos en cada pierna y el otro en cada axila, lo que obviamente les da mucho juego.
Descubrir la existencia de un diablo cocinero, un diablo sastre, un diablo mayordomo, un diario chupatintas, un diablo boticario, una diablesa puta, un diablo revolucionario capaz nada menos que de hacer caer la monarquía en Madagascar y un diablo envenenador, no ha sido menos sorprendente que conocer que existe un diablo responsable de las erratas de los libros, un diablo que hace discursos, un diablo que tutela, para mal, a los negros literarios, un diablo que forma parte de una banda de jazz en Nueva Orleans, un diablo al que suspendió Unamuno en Salamanca, un diablo barcelonista que induce a los árbitros a pitar faltas inexistentes contra el Real Madrid, un diablo que padece aerofagia, un diablo que hace de modelo de pasarela en París para famosas firmas de alta costura, o un diablo que quiso ser torero en Granada y acabó de escribiente en Valencia. Por no hablar del diablo que toma apariencia de mujer y procura la amistad de los poderosos, que no tiene porqué recordarme a una princesa guapa, apócrifa y foránea, o del diablo que ejerce de jefe de los comediantes satánicos, que no tiene porqué recordarme a una actriz fea, multisalsera, y bronquista.
El Montells que cultiva con conocimiento y mimo la vexilología y la heráldica aparece también en esta obra en las descripciones de banderas y blasones de diablos de más o menos alcurnia heredada o de nuevo cuño. La imaginación de Montells es desbordante, aunque me malicio que lo que nos cuenta es verdad y lo impregna todo con el néctar de la ironía para no producirnos miedo y que podamos conciliar el sueño. Así es si así os parece, como hace tiempo nos enseñó Pirandello.
Umberto Eco sostiene que “el Diablo no es el príncipe de la materia, el Diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda”. Pero la verdad jamás tocada por la duda no es otra cosa que la mentira, pues sólo existe para los mentirosos, y el Diablo es sobre todo el monarca ditirámbico de la mentira sin mezcla de duda -de verdad- alguna.
El “Diccionario del Diablo” se completa con unos jugosos y bien escritos Anexos. Encontraremos, no sin explicable sorpresa, el discurso de Astaroth en la Asamblea del Averno, entregado amablemente al autor por el conde de Cagliostro, en el que se emperejila el elogio de la gula, pecado en el que he de confesar caí a veces, a falta de otros de mayor tronío. “La playa de Rodeira”, “Baraka”, “Misterios de la sal de Vichy”, “Retrato de una dama” y “Extraños acontecimientos” son cinco relatos con el Diablo al fondo. La línea conductora de estas prosas magistrales es, además del Diablo, el señor vizconde de Portadei, heterónimo del autor, si es que no fuese él mismo, que nos da pelos y señales de situaciones demoniacas cuya lectura es una delicia.
El “Diccionario del Diablo” se completa con unos jugosos y bien escritos Anexos. Encontraremos, no sin explicable sorpresa, el discurso de Astaroth en la Asamblea del Averno, entregado amablemente al autor por el conde de Cagliostro, en el que se emperejila el elogio de la gula, pecado en el que he de confesar caí a veces, a falta de otros de mayor tronío. “La playa de Rodeira”, “Baraka”, “Misterios de la sal de Vichy”, “Retrato de una dama” y “Extraños acontecimientos” son cinco relatos con el Diablo al fondo. La línea conductora de estas prosas magistrales es, además del Diablo, el señor vizconde de Portadei, heterónimo del autor, si es que no fuese él mismo, que nos da pelos y señales de situaciones demoniacas cuya lectura es una delicia.
Mi relato preferido es “Baraka” por motivos varios. El clima de las recepciones de La Granja de San Ildefonso, conmemoración de fecha marcada por sones de chirimías y toques de corneta, está descrito con perfección, a la manera de guion cinematográfico. La prueba de esa “baraka”, asumida por su beneficiado, que no siendo inmortal pasaba por “inmorible”, es la cabriola final, como el último endecasílabo de un soneto, cierre que según es fama otorga Dios, y que convierte este relato en una pieza notable.
Deseo a este “Diccionario del Diablo” de José María Montells el don de la inmortalidad, la protección de San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia Celestial, y de San Jorge, vencedor del Dragón, y que don Alonso de Montells y Román, a quien el autor lo dedica, goce un día de estas páginas como he gozado yo, que me nombro por estas cartas patentes tío abuelo adoptivo del mozo.
Así sea.
Juan VAN-HALEN.
Juan VAN-HALEN.