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MI REENCUENTRO CON EL SARGO

Como uno es tripero, pese a la dieta con la que me torturan, voy a un restaurante recién inaugurado en Madrid, en compañía de mi dama doña Rosalina de mis días y de mis noches y unos amigos del alma por degustar el sargo.

Hacía tiempo que no lo comía y no recordaba el gustillo. Lo comí por vez primera en Galicia, en los lejanos veranos de mi mocedad y siempre le he sido fiel, aunque he tenido pocas oportunidades de saborearlo porque es propio de la costa e infrecuente en el interior. 

Con la alegría de recuperar a un viejo amigo pido sargo a la brasa que en este nuevo local sirven con patatas cocidas con su piel, algo así como las “arrugás” canarias, muy ricas, aún sin el mojo.

Para quien no lo sepa, el sargo es un pescado azul con librea de mayordomo, lejano pariente del besugo o la dorada, de carne blanca y delicada como la de una doncella sin desflorar que come percebes como un descosido. Un pescado que se alimenta de percebes tiene, a la fuerza, que estar delicioso.

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Lamentablemente, éste que digo no estaba muy allá. No sé por qué razón, quizá porque estuvo demasiado tiempo cocinándose. El sargo debe estar siete u ocho minutos braseándose y nada más.  Para mí que el que me trajiné estuvo mucho más y quedó algo seco e insípido. Lo sentí muchérrimo. Las verduras que le acompañaban estaban, sin embargo, buenísimas. Un consuelo. 

Para mojar el sargo, me arriesgué con un vino del Rin, un riesling, el vino que bebía el señor Emperador Carlomagno.

Y digo me arriesgué, porque lo que le va verdaderamente al sargo, es un buen albariño o todo lo más, un vino de las Rías Bajas, pero es menester añadir que este riesling que no sé si era alsaciano o alemán, escoltó muy bien al pescado.  Lo descubrí cuando viví en Bruselas y creo recordar que lo bebí a orillas del Mosela, en Tréveris, la moderna Trier, cortejando un pescadito frito del río.

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Me deslumbró, era y es un vino con una muy elevada acidez, que permite una buena conservación a través de los años tanto de los vinos dulces como de los secos. Son vinos estos riesling de cuerpo medio hasta muy glicéricos, generalmente secos y muy frescos debido a su punzante acidez y no muy alto grado alcohólico. Destacan sus aromas de cítricos, florales (violeta, pétalo de rosa), frutas de pepita (manzana verde, pera), frutas de hueso (melocotón y albaricoque), de especias y también de minerales o sea que Carlomagno no se equivocaba, cuando lo eligiera para beber con la carne.

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Me cuentan que, estando el Emperador de campaña contra los sajones, le invitaron a almorzar un ciervo recién cazado en los bosques de Eresburg y exigió comerlo con un buen vino del Rin, un riesling, desdeñando el tinto de Borgoña que le ofrecían. Después de catar el ciervo y eructar con manifiesta delectación, don Carlomagno le declaró vino nobilísimo, a la cabeza de los vinos señoriales y titulados. Yo le tengo figurado como un joven saludador y reverencioso, alegre y presto a la juerga y el alboroto.

Tal como el que me regalé para acompañar el sargo que, luego de beberlo, se nos alborozó la mirada y hubo mucha sonrisa. He de decir que el riesling no tiene, de por sí, muchos grados, pero cuando le da por subirse, se sube sin contemplaciones. Es, como se puede colegir, algo caprichoso, pero ideal para darle regocijo a un sargo tristón. 

No he dicho nada de unas anchoas de Santoña que nos dieron de entrante, realmente espléndidas, ni de las fresas que cerraron el almuerzo, también exquisitas.

Pese a la decepción del pescado, le di gracias a Dios por permitirme rememorar el sargo que sigo teniendo en mi más alta estima. Barrunto que el pescado que me engullí no tuvo culpa alguna de su sosería.

Hoy, por resarcirme, comeré pescado, a ver si hay suerte,