A aquella feliz idea nos sumamos el coronel don Eduardo Rodríguez Augustin, un modelo de hombre cabal, don Guillermo Torres-Muñoz y Osácar, un caballero por excelencia y, el que esto escribe. Luego se incorporaría don José Luis Abad Ruiz, auténtico motor de aquellos primeros años. Ya algo más tarde, don Manuel Tourón y Yebra, factótum del éxito de las investiduras que año tras año se han venido celebrando en Segovia, desde aquella, en el imponente marco de El Alcázar y ahora, también en Granada, en el no menos majestuoso Monasterio de San Jerónimo. Las monjas que lo custodian saben bien del aspecto religioso y asistencial de la Corporación.
No sé si fue la evocación del emperador o nuestro descaro, lo que motivó la contra del mundo caballeresco nacional que vio con muy malos ojos, la irrupción de la Orden en un panorama por aquel entonces muy cerril, cerrado a cal y canto por prejuicios y reticencias absurdas. Pienso ahora, que en aquellas calendas, éramos demasiado jóvenes, animosos e ingenuos. No faltaron falsarios y gentes de mal vivir que quisieron aprovecharse de la situación. Que don Enrique de Borbón y García-Lóbez, hijo tercerogénito de Don Francisco de Borbón y de Borbón, Jefe de la Casa de Borbón-Sevilla, accediese a encabezar la Orden, no acalló las crueles críticas que se nos hicieron. Tampoco que SAR don Juan de Borbón, conde de Barcelona figurase y figure todavía en el Escalafón como Regidor Perpetuo, inclinó la balanza a nuestro favor.
Nunca pretendimos ser una orden nobiliaria ni ocupar el puesto de venerables instituciones que sí lo son, pero la verdad es que desde el principio se nos atribuyeron oscuros intereses, muy lejanos a nuestros objetivos y que solo el transcurrir del tiempo se ha encargado de silenciar. La Orden es hoy una institución consolidada, con cerca de dos mil integrantes, que lleva el patriotismo por bandera y predica la sana afirmación histórica de lo que fuimos en el pasado y de lo que podemos ser en el futuro.
Las críticas iniciales se han acallado y ya nadie discute la seriedad y rigor de los objetivos iniciales que no eran otros que españolear el mundo hispánico, tan necesitado de una vuelta a las raíces comunes. El ciego indigenismo y su antiespañolismo añadido, que se enseñorea de América no es enemigo banal. Un huracán de odio y rencor parece sacudir a nuestros pueblos hermanos, azuzado, sin duda, por un marxismo revolucionario equivocado e inútil.
Sin embargo, no lo vivimos así en las investiduras de la Orden celebradas hace algunos, pocos años, en San Juan de Puerto Rico y en Santo Domingo. En ambas ciudades se vivieron jornadas de alto contenido patriótico y de exaltación de un pasado común que todavía permanece en el sentimiento de muchos hispanoamericanos y españoles.
Ya sabemos que el objetivo es muy difícil, cuando son muchos los compatriotas actuales que no creen en la misión evangelizadora y colonizadora de España, cuando son muchos los que discuten el papel civilizador de España en la historia, cuando son muchos los que, con olvido culpable, predican una alianza con mundos que son ajenos, cuando no contrarios, a lo que España ha representado.
Todo esto puede interpretarse como nostálgico. La nostalgia no es sentimiento que nos deba avergonzar. Ahora, parece que se hayan puesto de acuerdo para denostar a la nostalgia. Contrariamente a lo que se diga tener nostalgia de los tiempos idos es sentimiento que engrandece al hombre y le hace próximo a los demás. Sin embargo, la nostalgia no debe cegar nuestro entendimiento.
A España se le discute ahora su condición de nación. Se dice que es una nación de naciones. España, creo yo, es más que eso, mucho más que una nación de naciones, es una Patria. Una Patria es un sistema de complicidades históricas y de certezas íntimas, un conjunto de secretos conocidos colectivamente, una tupida red de emociones vividas en común. España posee unos rasgos propios, únicos, insustituibles que conforman su singularidad en la historia y en el mundo. España no es solamente el territorio donde hemos nacido. España es también una religión, una cultura y una historia propia. España es una forma de ser. No hay otra igual.
Hay también una forma propia de expresar las ideas, de comunicar los sentimientos, de describir los hechos. Para ello contamos con el tesoro de la lengua castellana, la que hiciera universal, nuestro primer soldado, don Miguel de Cervantes. Un idioma que nos permite entendernos con cuatrocientos millones de personas en todo el mundo desde el corazón, que no es cosa baladí. El español es la lengua en la que rezaba Carlos I y V de Alemania. Es la lengua que el Emperador reservaba para hablar con Dios. Se dice que hoy el idioma español está alejado de los centros del poder mundial. Su verdadero territorio sería el arte, el pensamiento y la afectividad. Cabe preguntarse, entonces, si existe una Cultura española. Nosotros afirmamos que sí. En cualquier caso, nadie que haya reivindicado la lengua o la cultura española ha dicho nunca que el español sea algo exclusivo de los españoles. Es más, precisamente la grandeza del idioma y su universalidad provienen de la gran cantidad de escritores que en más de veinte naciones de todo el mundo utilizan «la lengua de Cervantes». Conservar ese tesoro es tarea de todos. Y se me antoja que es tarea grandiosa, digna de una Patria generosa que acoge en su seno a la historia y la proyecta hacia el futuro sin complejos ni vacilaciones mojigatas.
Esto es a grandes rasgos lo que se propuso y se propone la Imperial Orden Hispánica de Carlos V. Una acción cultural vigorosa de reivindicación permanente de la España grande.
Gracias a Dios, la Institución no predica en el desierto. Innumerables personalidades de la cultura, la milicia, la política y la Iglesia, de uno y otro lado del Atlántico, han ingresado en ella atraídos por el significado de nuestros símbolos.