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EL ASESINO EN SERIE

Era la mujer más hermosa que jamás hubiera visto. Al entrar, su figura iluminó el salón literario de la duquesa de Guermantes. Nada más ver a aquella dama supe que un halo de tristeza velaba su mirada. Enseguida pensé que se merecía una vida mejor. Según se decía, la pobre estaba a cargo de una dama muy anciana, una pariente lejana, aquejada de una grave dolencia y la bella no disfrutaba de un momento de ocio o de descanso.

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Nadie de los presentes se explicaba cómo había logrado venir a escuchar los poemas de Oscar Wilde, dejando a la enferma, pero nos alegramos todos de que gozara del inocente esparcimiento.  Wilde, gordo y gigantesco, semejaba una viuda maquillada y tristona. Los labios de rojo carmín y un pelucón por disimular la calva. Proust, a su lado, no hacía otra cosa que suspirar. La reunión tenía un algo de decadente y grotesca. Efebos y damiselas, entre sedas y damascos, escuchando los versos del inglés.

Me di cuenta, entonces, de que Antonin Artaud la miraba fijamente. El hecho me inquietó un tanto. Tenía yo, por aquel entonces, la convicción de que Artaud era un desequilibrado peligroso y pensé que la bella estaba a su merced. En ese instante, llegué a la conclusión de que debía liberarla. Uno, ya se sabe, es un caballero. 

Así que, al día siguiente, compré un cuchillo de considerables dimensiones, luego estuve espiando su casa y en el momento que tuve una oportunidad, aprovechando las sombras del jardín romántico que la rodeaba, le corté limpiamente la garganta. Clavé el arma con la precisión de un cirujano y luego seccioné la yugular. Son muchas las veces que lo he hecho. Matar se me da muy bien. He perdido la cuenta ya de cuántas damas me he cargado. Nunca feas, a las horrorosas que las mate otro. Yo me he especializado en jóvenes doncellas. Esta que digo, murió en un santiamén, sin decir ni pío. Se oyó, eso sí, el borbotón de sangre. Tenía los grandes ojos glaucos clavados en el grisáceo cielo. Inmóvil, pálida y ensangrentada, resultaba particularmente atractiva. Al menos, tuvo una muerte rápida, sin sufrimiento.

Fue todo por su bien. A saber, lo que le hubiera hecho el desalmado de Artaud. Me fui de allí con la íntima satisfacción del deber cumplido. Recuerdo aquel instante porque llovía a cántaros.

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