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UNA SEMANA DE SORPRESAS

Acudo a misa a la Iglesia de Santa Elena en la calle Orfila, muy cerca de mi casa que uno no está para muchos trotes. Al finalizar, el párroco nos invita a un concierto de música barroca que se ofrece a continuación.

Mi mujer y yo nos quedamos un rato, ya que se trata de un concierto de órgano y trompeta. El órgano ha sido donado por un feligrés y suena muy bien, me gusta una barbaridad. Es un instrumento que aporta matices sonoros increíbles. Los intérpretes son Luis Mazorra, un maestro organista de lo mejor y José Padilla, excelente trompetista. Esto de los conciertos en las iglesias son muy cotidianos en Europa y no tanto en nuestro país.

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Cuando vivíamos en Bruselas, solíamos ir a la Catedral de San Miguel y Santa Gúdula, donde eran usuales los conciertos de música sacra o los recitales de magníficos coros, tanto en misa como después de la celebración de la Eucaristía. De que la música nos acerca a Dios no tengo dudas. Tampoco del carácter satánico de algunos otros géneros menos armoniosos.

Tengo curiosidad por escuchar la sonata “detta del Nero” de Girolamo Fantini, trompetista aúlico en la corte del Gran Duque de Toscana que, por lo visto, nada tiene que ver con mi querido Fanto Fantini della Gherardesca, de cuyas famosas fugas escribió mi maestro Alvaro Cunqueiro.

De este don Girolamo, no tengo muchas noticias, salvo que escribió el Modo per imparar a sonare di trompa, de Fantino (Método para aprender a tocar la trompeta), aunque en el transcurso del concierto, figuré que era un tipo enamoradizo, dado al parloteo y a la cuchipanda. Se me antoja que le tiró los tejos a doña Victoria della Rovere, la gran duquesa, mientras le escribía obras a su marido, el bueno de Fernando II de Medici. La cosa llegó a oidos del Medici, muy airado ante la posibilidad de coronarse y el trompetista, agallinado por el escarceo, temeroso de una violenta reacción del Gran Duque, se exilió en Frankfurt, donde conociese a una blonda teutona, muy grandota, de la que enamorase locamente. La doña se llamaba Segismunda, tenía el genio vivo y la sonrisa pronta. No correspondió a don Giroalamo. Segismunda no gustaba de las cursilerías del italiano, tal arrobamiento en la mirada del trompetista exasperaba su ánimo. Prefería, con mucho, la brusquedad germana.

Como el de la trompeta estaba en la inopia, no comprendió que la susodicha casase con un panadero mal encarado. Amargado por este amor contrariado, me pega que muriese de melancolía, abandonado y solo. Que conste que no hay constancia de todo esto, lo que no quiere decir que no ocurriese. Hay veces que lo soñado coincide milimétricamente con la realidad.

La sonata de Fantini no me defraudó, es una pieza bellísima con tonalidades muy conseguidas. O sea, un inesperado obsequio que corona una semana de sorpresas. Primero fue el envío de un libro colectivo sobre mi querido y añorado AF Molina, el gran Antonio Fernández Molina. “Hablando de A. F. Molina”, se llama, primorosamente editado por el genial poeta Raúl Herrero en los Libros del Innombrable y compilado por la hija de Molina, Ester Fernández Echeverría, es un tomo dedicado a la memoria del literato que reúne trabajos de muchos de sus amigos sobre su obra y vida.

Molina fue un gigante necesitado urgentemente de una pormenorizada revisión crítica. Siendo un creador excepcional no es suficientemente conocido y valorado.

Yo le publiqué muchas cosas en Los Libros de doña Berta, pero en las tiradas exiguas que nuestra economía, nunca boyante, nos permitía. Molina abarcó todos los géneros, escribió novela, teatro, poesía, guiones de cine, etc y, fue, además, un pintor excepcional ingenuo e ingenuista, con un algo de Miró y otro poco de García Lorca. AF Molina merece un reconocimiento nacional para reparar una injusticia enorme.

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El libro, del que ya me hice eco hace algunos días, no tiene desperdicio. En otro orden de cosas, la nutricionista, una guapa moza por cierto, me felicita porque he perdido diez kilos, siguiendo el ayuno que me ha impuesto inmisericorde. Se lo agradezco, porque contrariamente a lo que es normal, después de mi episodio cancerígeno, había engordado muchérrimo y semejaba un anuncio de los neumáticos “Michelín”, bamboleándome como don Manuel Fraga, que en paz descanse.

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Ahora, apoyado en el bastón de bambú, que he añadido a mi aspecto de decrépito vejestorio, disimulo el balanceo y aseguro el equilibrio. Más tarde, comiendo opíparamente, aunque sin salirme de la dieta, con mis amigos Rafael Portell y Alfonso Ceballos-Escalera (Alfonso Ayala para sus más íntimos) recibo, recibimos Rafael y yo, de manos del propio vizconde de Ayala, el feliz autor junto con su hermano Luis, un voluminoso trabajo sobre La Orden del Mérito Naval.

Una obra magna, bien escrita, con datos curiosísimos y una cuidada selección gráfica que no puede ser más de mi agrado.

Como no podía ser de otra manera, me he quitado el sombrero ante tanta erudición. Algunos regalos que me han llegado al corazón y todavía milagrosamente no se han acabado.

Ahora espero impaciente la llegada para ya, vía correo urgente, de un libro que adivino clarificador para la historia de la literatura experimental española, la correspondencia de mi admirado Felipe Boso entre 1969 a 1983.

Yo fui corresponsal de Boso (él vivía en Bonn) por los 70 y tengo una enorme curiosidad por leer mis cartas. Seguro que son toda una sarta de memeces.

A los veinte o veinticinco años, uno es un pipiolo que se cree que lo sabe todo y mucho me temo que, por aquellos remotos tiempos, yo no fui una excepción.

Lo tengo dicho: una semana repleta de sorpresas.