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¿A VUELTAS CON MI PADRE?

He llegado a Comarza esta mañana. Lucía, el ama de llaves, me ha saludado con dos húmedos besos en las mejillas. Casi me vio nacer. Está muy mayor y no ve bien, pero mantiene el tipo. Es una mujer seca, enjuta, antipática, con el pelo recogido en un moño mínimo. Por mantener las formas delante de los colonos, ha musitado un Sr. Vizconde, bienvenido, mientras sonreía, dejando ver una dentadura postiza demasiado blanca. Luego, con voz muy queda me ha dicho eso de ¡Ay, Paquito, qué viejo estás!, que me dice siempre que avizora mis grises barbas. De permanente luto por un novio que tuvo, recuerda vagamente un cuervo enigmático. Su piel es de una palidez casi transparente. Una arpía. Le he besado la mano. Aunque nunca fue santo de mi devoción, me produce un repenterre de ternura.

Un mozo me ha llevado las maletas al dormitorio de mi abuelo, el tercer Vizconde. Es una sala atestada de libros, con las paredes pintadas de rojo inglés. La cama, de estilo imperio, tiene clase. Es inmensa y hubo que hacerle las sábanas a medida, cuando me casé. En alguna ocasión he estado tentado de venderla. Un anticuario de Barcelona, amigo de Beatriz, me daba un dineral. Cuando mi mujer me abandonó por el francés mal encarado, decidí conservarla. No sé si fue por obligarme a recordar cuánto la quise.

Siempre que vengo a Comarza, me refugio en la habitación de mi abuelo. Mi abuelo, don Nicolás Sueyras y Servetto-Montenegro, tercer Vizconde de Portadei, quinto Barón del Prado Galán, fue quien hizo de esta casa, un palacio. Antes de la reforma, fue una casa de campo con algo de cortijo. Nada del otro mundo. Hay fotos de principios de siglo. Después de que mi abuelo trajese de Barcelona, un arquitecto discípulo de Gaudí, adquirió una apariencia de castillo de cuento, con sus torres almenadas, sus cúpulas doradas y sus agujas neogóticas. Mucho alarde de gárgolas y quimeras, mucha escayola modernista.

De todos modos, una casa difícil, enmarañada de recovecos absurdos, pasillos estrechos y habitaciones imposibles. La verdad es que está hecha una ruina. En la guerra, los milicianos del pueblo incendiaron la capilla con mi abuelo dentro. Le tenían ganas porque era muy católico y carcunda y se paseaba, desafiante, con la boina roja. Luego, lo que quedó en pie, sirvió de granero. Para restaurar el ala este tendría que venderlo todo (lo que queda en Madrid y el pazo de Gudiñán) y aún me faltaría dinero. Pero me siento a gusto aquí. Será porque aquí, recupero mis sueños.

Desde que me dejó Beatriz, padezco de insomnio. En Madrid, me paso las noches en vela. Solo en Comarza, duermo como un bendito y sueño. Gracias a los sueños, tengo alguna relación con mi madre. Nada afectivo, claro está. Mi madre fue una mujer extravagante para su tiempo, muy moderna, muy británica, muy absorbente y yo, la verdad sea dicha, la conocí muy poco. Vino a la guerra de España, como una jovencísima enfermera, de voluntaria con los nacionales y ya no se marchó. A mi padre le hirieron en el frente y ella le curó. Se casaron nada más salir del hospital. Nunca me quiso. Creo que por no verme, ideó un plan de enseñanza que me condenó de internado en internado. Hasta que no terminé la carrera en Oxford, no paré. De ahí, que odie a los ingleses, singularmente a mis tíos. Gente vacía y sin principios.

Para mí, que mi nacimiento la decepcionó un tanto. Ella pensaba no tener hijos, consagrarse a su marido y vivir en un permanente viaje, de aquí para allá. Unos meses en Londres, con su familia inglesa, otros, en París y el resto en Madrid. A Comarza no venía nunca. Por esas cosas del destino, murió en el 89, de resultas de un accidente de automóvil, cerca de aquí, cuando venía de poner flores en la tumba de mi padre.

De él, casi ni me acuerdo. Tengo en la memoria una vaga imagen: Le rememoro alto, moreno, un bigotito falangista, el rictus irónico y la mano tibia. Yo debía ser muy pequeño. Le mataron en el barranco, cuando estaba de caza. Dos tiros de escopeta a quemarropa. Nadie sabe por qué. Mi padre no tenía enemigos. En las fotos, con el uniforme de capitán de regulares, parece Alfredo Mayo.

A quien tengo muy presente es a mi abuelo. En el retrato que le hiciera Julio Romero de Torres y que salvó Lucía, de las iras populares escondiéndolo en un falso techo, aparece, ya muy anciano, con el Toisón al cuello y la mano enguantada, aferrada al bastón de puño marfileño. Lleva un bigote y mosca, algo anacrónicos. El típico prócer elegante con un aire bohemio. La mirada de sus ojos claros, tras unos lentes redondos, se pierde en el horizonte de una ciudad lejana y sola. Ahora, el retrato preside el salón de Comarza. A Beatriz, cuando veníamos en verano, le gustaba mirarlo en silencio. Decía que el tercer Vizconde debió ser todo un carácter. El conde de Melgar, que le trató mucho, dejó escrito que era un vivalavirgen mal hablado, ingenioso y cordial.

Por lo que yo sé, mi abuelo fue un gran admirador de la belleza en la mujer. Un fornicador festivo. Tuvo varios hijos de algunas criadas de Comarza y una amante fija en Madrid. Mi abuela dejo de hablarle por sus excesos. Las malas lenguas, de por aquí, dicen que fue su hijo, el abogado de Murcia que me llevaba algunos asuntos, que creo que murió el año pasado. Yo le encargué un pleito de lindes y me lo ganó. Lo que es la sangre, porque siempre que le veía, me recordaba a mi padre, que en paz descanse.

La última vez que vine, soñé con el abuelo. Fue un sueño raro. Lo recuerdo como una escena muda de una película en blanco y negro. Me recibía de pie, en el comedor de invitados. Se le veía apesadumbrado y circunspecto, como si quisiera decirme un secreto largamente callado. Luego, derramaba amargas lágrimas. Verle en aquel estado, me producía un enorme pesar.

Cuando intentaba hablarme, no articulaba palabra alguna y una expresión de angustia inundaba su rostro. Todo se interrumpía bruscamente, cuando aparecía el ama de llaves.

Soy de los que piensan que por mucho que se diga que Freud nos desveló las claves de la interpretación de los sueños, todavía nos queda mucho camino por recorrer. ¿Qué puede significar que sueñe con mi abuelo, a quien no conocí y se me desvele como un hombre atormentado? Seguramente, los ases del psicoanálisis facilitarían una disquisición intrincada y superferolítica sobre unos complejos infantiles que nunca llegué a tener. Porque, pese a tantos sinsabores y al desapego de mi madre, fui un niño feliz.

En el salón, hay un Rembrandt pequeño, donde se ve a Nuestro Señor dormido mientras un ángel vela su sueño. Lo compró mi abuelo en La Haya, en una subasta de las pertenencias de un Van Halen. No se sabía quién era el autor. Fue mi padre, quien trajo a un catedrático de Historia del Arte, qué después de muchos dimes y diretes, certificó que se trataba del maestro. Hay más cuadros. A los Sueyras nos chifla la buena pintura. Yo le tengo cariño a una Santa Faz de la escuela española.

Una vez instalado en el dormitorio del crápula, he paseado por la rosaleda. Es costumbre a la que me habituó Beatriz. A mi mujer le gustan las flores. Siempre que venía, mandaba poner flores frescas por toda la casa. La comida me la han servido en la salita verde. Es una estancia pequeña, amueblada con una mesa y la sillería a juego, de factura filipina, de palosanto creo, regalo de mi abuelo a su madre, de vuelta de su viaje a Manila.

Lucía, tan achacosa y consumida, ha venido de supervisora. Diego, el mayordomo, ha estado muy solemne, con la sopera de plata en ristre, mirando al frente sin pestañear. Como Lucía me sabe aficionado, me han regalado con una sopa de cebolla a la francesa, magnífica. El vino de la tierra, algo ayuda. La carne, corzo sin duda, me la ha traído la hija del mayordomo. Una garrida moza, sana, colorada, espléndida, que me ha sonreído tímidamente. De postre, higos chumbos recién recogidos. Un festín. Me he acostado la siesta en el porche, cabe el castaño de Indias, justo frente al banco de azulejos de Talavera, donde se sentaba mi abuelo para leer y he caído como un tronco. Que yo recuerde, esta vez no he soñado nada.

A eso de la seis y media, me ha despertado Lucía con un cuenco de café. Me ha dicho que este año la cosecha de almendros viene generosa y dará dinero. Falta hace. Camina encorvada e insegura y tiene un punto de vejestorio airado. Pregunta maliciosa por la señora, qué cómo está, qué si vendrá pronto. Como si no supiese que la señora está en brazos de otro, más joven que yo. Es una pécora, pero me hago el tonto y contesto lugares comunes que no comprometen a nada.

He pensado que me gustaría escribir a Beatriz y decirle que estoy de vuelta en Comarza y que he mandado poner flores frescas por toda la casa, pero no lo haré, nuestro hijo no me lo perdonaría. El que más sufrido con todo esto, ha sido él. Cuando se enteró de que su madre se largaba con el marchante franchute, a punto estuvo de hacer un disparate. Tuve que calmarle yo, que estaba hecho fosfatina. Se ha ido a estudiar a Boston y me llama por el móvil para saber cómo lo llevo. Es un chico estupendo, generoso y bueno. Beatriz le quiere, pero a su manera.

Me doy cuenta que Comarza, sin ella, es otra cosa. A la caída de la tarde, silenciosa y sombría, la casa se vuelve melancólica. En la penumbra de las últimas luces, el gallo dragonado de nuestro escudo parece tomar vida y desde el salón le veo moverse con parsimonia. Sus alas de murciélago se baten inútiles mientras fija un ojo escrutador en mí. No estoy soñando. Percibo que verdaderamente en Comarza, todas las cosas tienden a decirme algo. También el signo familiar. El símbolo de la vieja sangre de los Portadei. Puerta de Dios o quizá la Puerta del Infierno que habita en todos nosotros. Es como si la casa toda, esos frisos y arquivoltas que mi abuelo puso en el salón, los endriagos y crototas que espían desde los artesonados, los quiméricos escudos, los viejos retratos de familia, me dijesen que les hace falta la presencia vagarosa de Beatriz. No sé si volverá, pero al menos me quedan los sueños. Y eso que mis sueños no son siempre agradables.

He de confesar que lo que nunca hablé con mi madre, lo tengo hablado en sueños. Comarza me ha descubierto muchas cosas. También a mi madre. Entre sombras, entre sueños. Recuerdo cuando mi madre, sentada donde estoy ahora, el rostro erguido, las manos cruzadas sobre la rodilla, me desveló que el asesino de quien yo había considerado mi padre toda la vida, había sido mi verdadero padre. Yo no tenía ni una gota de sangre de los Sueyras en mis venas. El cuarto Vizconde de Portadei había sido asesinado por los sicarios de mi padre. Por celos, según ella.

Lo cierto es que confío que todo aquello fuese una pesadilla, un mal sueño, porque uno no está ya para sorpresas. Que conste que no me molesta saber la verdad sobre mi padre. La ensoñación es siempre la misma: Mi madre, más fría e inalcanzable que nunca, habla sin parar, delante del ama de llaves, que semeja una sombra esquiva. Había conocido al Generalísimo nada más llegar a Burgos. Enseguida se sintió atraída por él. Un general victorioso que sonríe, las canciones de guerra, el caliente sol.

Franco no reparó en ella, hasta que un día, mi madre le visitó en su despacho, por llevarle los saludos de Sir Oswald Mosley. Fue un flechazo. Él fue un amante muy tierno y apasionado, todo lo contrario de lo que dicen ahora. De aquel furtivo encuentro nadie se enteró.

No volvieron a verse hasta después de la guerra, en el 48. Mi madre ya se había casado con Portadei. Tuvo que ir al Palacio del Pardo, a pedir a Franco que mediase ante el gobierno inglés a favor de su primo, un Wesley, acusado de traición a la Gran Bretaña. Franco ni pestañeó, nada dijo, pero pasaron juntos toda una noche. Al día siguiente, el Caudillo le prometió, solícito, que tendría noticias suyas. A mi padre, lo mataron poco después.

Aunque vivo para soñar, yo nunca he creído en los sueños que tengo, pero Lucía, la maldita ama de llaves, con frecuencia se me queda mirando y musita en mi oído: Igualito que tu padre y se va renqueando, con una estúpida sonrisa, en su boca de bruja. Es verdad que cada vez que me miro al espejo, el azogue me devuelve un Franco de mediana edad con las barbas grises, pero será ilusión inducida. No me extrañaría nada que mi madre se hubiese inventado la historia, por salvarse de mis sospechas. Nunca me he fiado de ella. De pronto, se ha presentado la noche y una fresca brisa mueve los arrayanes. Me malicio que Beatriz estará mirando las estrellasCuando intentaba hablarme, no articulaba palabra alguna y una expresión de angustia inundaba su rostro. Todo se interrumpía bruscamente, cuando aparecía el ama de llaves. Soy de los que piensan que por mucho que se diga que Freud nos desveló las claves de la interpretación de los sueños, todavía nos queda mucho camino por recorrer. ¿Qué puede significar que sueñe con mi abuelo, a quien no conocí y se me desvele como un hombre atormentado? Seguramente, los ases del psicoanálisis facilitarían una disquisición intrincada y superferolítica sobre unos complejos infantiles que nunca llegué a tener. Porque, pese a tantos sinsabores y al desapego de mi madre, fui un niño feliz. En el salón, hay un Rembrandt pequeño, donde se ve a Nuestro Señor dormido mientras un ángel vela su sueño. Lo compró mi abuelo en La Haya, en una subasta de las pertenencias de un Van Halen. No se sabía quién era el autor. Fue mi padre, quien trajo a un catedrático de Historia del Arte, qué después de muchos dimes y diretes, certificó que se trataba del maestro. Hay más cuadros. A los Sueyras nos chifla la buena pintura. Yo le tengo cariño a una Santa Faz de la escuela española. Una vez instalado en el dormitorio del crápula, he paseado por la rosaleda. Es costumbre a la que me habituó Beatriz. A mi mujer le gustan las flores. Siempre que venía, mandaba poner flores frescas por toda la casa. La comida me la han servido en la salita verde. Es una estancia pequeña, amueblada con una mesa y la sillería a juego, de factura filipina, de palosanto creo, regalo de mi abuelo a su madre, de vuelta de su viaje a Manila. Lucía, tan achacosa y consumida, ha venido de supervisora. Diego, el mayordomo, ha estado muy solemne, con la sopera de plata en ristre, mirando al frente sin pestañear. Como Lucía me sabe aficionado, me han regalado con una sopa de cebolla a la francesa, magnífica. El vino de la tierra, algo ayuda. La carne, corzo sin duda, me la ha traído la hija del mayordomo. Una garrida moza, sana, colorada, espléndida, que me ha sonreído tímidamente. De postre, higos chumbos recién recogidos. Un festín. Me he acostado la siesta en el porche, cabe el castaño de Indias, justo frente al banco de azulejos de Talavera, donde se sentaba mi abuelo para leer y he caído como un tronco. Que yo recuerde, esta vez no he soñado nada. A eso de la seis y media, me ha despertado Lucía con un cuenco de café. Me ha dicho que este año la cosecha de almendros viene generosa y dará dinero. Falta hace. Camina encorvada e insegura y tiene un punto de vejestorio airado. Pregunta maliciosa por la señora, qué cómo está, qué si vendrá pronto. Como si no supiese que la señora está en brazos de otro, más joven que yo. Es una pécora, pero me hago el tonto y contesto lugares comunes que no comprometen a nada. He pensado que me gustaría escribir a Beatriz y decirle que estoy de vuelta en Comarza y que he mandado poner flores frescas por toda la casa, pero no lo haré, nuestro hijo no me lo perdonaría. El que más sufrido con todo esto, ha sido él. Cuando se enteró de que su madre se largaba con el marchante franchute, a punto estuvo de hacer un disparate. Tuve que calmarle yo, que estaba hecho fosfatina. Se ha ido a estudiar a Boston y me llama por el móvil para saber cómo lo llevo. Es un chico estupendo, generoso y bueno. Beatriz le quiere, pero a su manera. Me doy cuenta que Comarza, sin ella, es otra cosa. A la caída de la tarde, silenciosa y sombría, la casa se vuelve melancólica. En la penumbra de las últimas luces, el gallo dragonado de nuestro escudo parece tomar vida y desde el salón le veo moverse con parsimonia. Sus alas de murciélago se baten inútiles mientras fija un ojo escrutador en mí. No estoy soñando. Percibo que verdaderamente en Comarza, todas las cosas tienden a decirme algo. También el signo familiar. El símbolo de la vieja sangre de los Portadei. Puerta de Dios o quizá la Puerta del Infierno que habita en todos nosotros. Es como si la casa toda, esos frisos y arquivoltas que mi abuelo puso en el salón, los endriagos y crototas que espían desde los artesonados, los quiméricos escudos, los viejos retratos de familia, me dijesen que les hace falta la presencia vagarosa de Beatriz. No sé si volverá, pero al menos me quedan los sueños. Y eso que mis sueños no son siempre agradables. He de confesar que lo que nunca hablé con mi madre, lo tengo hablado en sueños. Comarza me ha descubierto muchas cosas. También a mi madre. Entre sombras, entre sueños. Recuerdo cuando mi madre, sentada donde estoy ahora, el rostro erguido, las manos cruzadas sobre la rodilla, me desveló que el asesino de quien yo había considerado mi padre toda la vida, había sido mi verdadero padre. Yo no tenía ni una gota de sangre de los Sueyras en mis venas. El cuarto Vizconde de Portadei había sido asesinado por los sicarios de mi padre. Por celos, según ella. Lo cierto es que confío que todo aquello fuese una pesadilla, un mal sueño, porque uno no está ya para sorpresas. Que conste que no me molesta saber la verdad sobre mi padre. La ensoñación es siempre la misma: Mi madre, más fría e inalcanzable que nunca, habla sin parar, delante del ama de llaves, que semeja una sombra esquiva. Había conocido al Generalísimo nada más llegar a Burgos. Enseguida se sintió atraída por él. Un general victorioso que sonríe, las canciones de guerra, el caliente sol. Franco no reparó en ella, hasta que un día, mi madre le visitó en su despacho, por llevarle los saludos de Sir Oswald Mosley. Fue un flechazo. Él fue un amante muy tierno y apasionado, todo lo contrario de lo que dicen ahora. De aquel furtivo encuentro nadie se enteró. No volvieron a verse hasta después de la guerra, en el 48. Mi madre ya se había casado con Portadei. Tuvo que ir al Palacio del Pardo, a pedir a Franco que mediase ante el gobierno inglés a favor de su primo, un Wesley, acusado de traición a la Gran Bretaña. Franco ni pestañeó, nada dijo, pero pasaron juntos toda una noche. Al día siguiente, el Caudillo le prometió, solícito, que tendría noticias suyas. A mi padre, lo mataron poco después. Aunque vivo para soñar, yo nunca he creído en los sueños que tengo, pero Lucía, la maldita ama de llaves, con frecuencia se me queda mirando y musita en mi oído: Igualito que tu padre y se va renqueando, con una estúpida sonrisa, en su boca de bruja. Es verdad que cada vez que me miro al espejo, el azogue me devuelve un Franco de mediana edad con las barbas grises, pero será ilusión inducida. No me extrañaría nada que mi madre se hubiese inventado la historia, por salvarse de mis sospechas. Nunca me he fiado de ella. De pronto, se ha presentado la noche y una fresca brisa mueve los arrayanes. Me malicio que Beatriz estará mirando las estrellas.

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