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 TEXTO DE LA COMUNICACION PRESENTADA POR MÍ EN EL TERCER CONGRESO DE GENEALOGÍA HERÁLDICA Y NOBILIARIA

LA IMAGINACIÓN ARMERA JOSÉ MARÍA DE MONTELLS

Excmos. Sres., señoras y señores, amigos todos:

Vaya por delante que esta vez mi salud no me ha permitido estar presente el congreso, lo que lamento profundamente. En la próxima ocasión no faltaré. Espero me sepan disculpar.

Cuando me pidieron una comunicación para este congreso, se me ocurrió contarles algunas experiencias veraniegas que algo tienen que ver con nuestra ciencia. Que nadie espere una disertación erudita, que no estoy para muchos trotes, porque lo que deseo es entretenerles un poco, entre tanta seriedad y cientifismo, que también la Heráldica es juego frívolo y pacífica evocación, como me propongo demostrar con estas palabras.

Cumpliendo el rito semanal de poner al día la correspondencia atrasada, leí en los primeros días del pasado mes de mayo la carta que desde la lejana Venezuela me envía un amigo de allá, para comentarme en plan erudito, que el «aspergus belitis » del que hablaba yo en un artículo sobre la blasonería del Marqués de Bradomín, debe denominarse centauro marino o marinado. Decía yo en aquella ocasión que lo había visto en el escudo de un notable albanés de las montañas de Escutari y que viene pintado en un grabado con la mirada fiera y armado de alabarda.

No siempre ha sido así, que los centauros con cola de pez aparecen en muchos cartularios, retozando alegremente con las sirenas y tritones, bajo la faz hinchada de un infante que figura, representándole, el viento silbador.

Me dice en su carta mi amigo venezolano que no le extraña que el dicho centauro sea de origen albanés, que él tiene fichado uno, de soporte en el escudo de una familia arberesha, o sea de una familia italiana, cuyos antepasados huyeron de Albania cuando los turcos y quedaron establecidos en Sicilia.

Esto de los animales fantásticos en la heráldica tiene muy diversas procedencias, aunque los más son nacidos en la pérfida Albión que, para retorcidos y poco cultivados, los ingleses.

En la heraldería española hay pocos, que a nosotros nos basta con bestias conocidas, casi cotidianas, a las que, luego de algún lance, les tomamos cariño y las pintamos como emblemas, más feroces aún, de lo que son en realidad. Si hacemos recuento, algún dragón tenemos, algún endriago, alguna sirena, pero pare usted de contar. Que yo sepa, hay que irse al blasón de don Manuel Godoy, el Príncipe de la Paz, para ver en la cimera una cabeza de Jano, que es la cabeza de un hombre con dos rostros, el uno a la diestra y el otro a la siniestra.

A mi amigo venezolano que me amonesta muy sutilmente por no llamar centauro marino al aspergo, le contesto en una carta que el bicho éste fue emblema de la dinastía Atálida que reinó en Pérgamo y que la forma correcta para nombrarle es ictiocentauro, que lo tengo sabido por mi señor padre, que yendo de excursión hacia las Cíes, saludó a uno de esta especie, pero el animal, altivo, ni le contestó. Y es que, desde hace algún tiempo, colecciono noticias de los seres quiméricos y tengo algunas de cierto interés.

Como no soy avaricioso y me gusta compartir con los amigos lo variado que es el mundo, en mi respuesta al sabio venezolano que me ha reconvenido, le cuento cómo un mantícora enamoró de una harpía en un jardín heráldico. Al mantícora se le pintaba en el siglo XV con un cuerpo leonado de gules, la cabeza de un anciano con la barba y los cabellos al viento, dos cuernos en espiral y la cola en un aguijón, pero a partir del XVII, se le describe como un león monstruoso. Mi hija Berta me ha dibujado uno, que peina sierpes en la cabeza y la barba, que así aparece en la moderna heraldería británica. A la harpía se la conoce más. Ya se sabe que se le representa como un ave con rostro de mujer.

La ciudad de Nuremberg trae en su escudo una, de grandes y redondos pechos. Parecida sería la que prendase con los sus ojos, la fría mirada del señor mantícora. Se conocieron en el jardín de Foringal, que era selva heráldica donde brotaban asilvestradas las lises del Cristianísimo, las rosas del Defensor de la Fe, las granadas de su Católica Majestad y grandes macizos de ginesta del Rey Fidelísimo y aún algunas plantas monstruosas como la mandrágora y la rosa dimidiada de doña Catalina de Aragón. Allí la conoció; cuando felino y artero acechaba una cierva, la harpía cantaba una triste salmodia, que el mantícora creyó haber oído antes. Se miraron un segundo a los ojos y fue visto y no visto, que al instante la bestia le requirió de amores. Horrorizóse la harpía ante la pretensión y no recogió la lis que el monstruo le ofrecía. De la cólera, iró el rostro humano del mantícora y fueron las sierpes de la testa quienes ulularon amenazantes, pero la harpía sonrió burlona y emprendió el vuelo y en Foringal se apagaron las últimas luces encendidas.

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Todo esto lo se porque, entre mis títulos, llevo muy a gala el de farero y estando en las tareas de mi noble arte en el pantano de Valmayor, que es presa artificial cerca de San Lorenzo de El Escorial, vino a posarse submarina, justo la noche de San Juan del año de gracia de 2016, la ciudad encantada de Foringal. Yo la vi bajar de las alturas, que la reconocí por la bandera verde, el dulce canto del trovador y el ciprés que había camino de la catedral. Dos días tañó la campana bajo las aguas.

No se por qué razón vino Foringal a ahogarse en Valmayor, que no tiene el pantano señas más propias que un faro, puesto en un risco, y los pescadores de agua dulce los domingos. Quizá sea porque el Consejo de la ciudad quiso ponerse por nombre Foringal de Valmayor para disimular con las harpías, que desde la historia de amor del señor mantícora, le tenían terrible inquina y deseaban su destrucción, pero lo cierto es que fuera el propio animal quien me lo contase, un día que buscaba en la orilla la flor del geranio, que es flor de Samarkanda y se sirve en tisana para adivinar el porvenir, no se si con la intención de preguntarse por su amor desgraciado. No sólo hay mantícoras en Foringal, que alguna sirena me he encontrado.

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En esto de la ciencia de las sirenas no hay quien me gane que, como me viene de familia, las tengo muy estudiadas. En el medievo, se consideraban una clase de bestia, cuyos cabellos son una especie de plumón que el agua no empapa ni deforma. En la cimera de los La Rochefoucold, aparece una con alas de mariposa. Hay alguna que lleva alas membranosas como de dragón, pero lo usual es que posea un rostro hermoso «con gracioso mohín en labios gordezuelos y leve respingo en la nariz» en palabras del poeta; risueña, como el de las que sostienen el escudo de los Zafra y los Cobos, con blonda cabellera veneciana y una sola cola, en ocasiones, cercenada. (En el escudo de los Marinas de Mugardos que se describe: de plata sirena al natural afrontada, de cabellos tendidos, empuñando con sus manos sendos trozos de la cortada cola, que gotea sangre sobre ondas de plata y azur).

En la cimera de la familia canaria de los Cuen lleva peine y espejo, y alguna vez se la ve con un violín por representar su canto que hacía naufragar al navegante. La de Foringal es sirena moza de alto pecho, de justas proporciones, de cantarína voz y de triste mirada. Una bella señora. Como ella, sólo la tengo vista en las armas de los Alvarado en Secadura (Santander). Y quizás en el escudo de los Sueyras de mis sangres, puesta en palo, los cabellos al viento y el blasón brochante sobre el cuerpo. Sin olvidar tampoco la que puso en su escusón mi señor Marques de Bradomín, que no siendo como esta de mi pantano se le asemeja un poco. Al figurado faro de Valmayor viene la sirena de Foringal, cuando anochece. Se pone lejana y estatuaria, sobre una roca. Y espera a que encienda la luz que rasgue la “niebla, para entonar su nostálgico canto”. No es habladora como el mantícora, pero acompaña mucho.

En la blasonería, la sirena simboliza la lujuria y la inconstancia. Aunque tengo para mí que debiera proclamar un origen preclaro, el comienzo del linaje del tiempo aquel, cuando los dioses engendraban las pasiones en el humano corazón y el mundo inauguraba la furia y la locura. Desde el faro de Valmayor he visto muchas cosas, maniobras náuticas que me callo por mi natural discreto. Soy de los que piensan que hay que dejar hacer a la Naturaleza y que el mundo está bien hecho y lo que hoy no se explica, mañana algún amigo como el mantícora, enamorado, te lo cuenta.

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En la heraldería se ven reflejadas, como si fuera un pantano de agua límpida, las cosas que pasan. Historias de un amor desgraciado, de una traición antigua, de un rencor envidioso. No se si alguna vez he dicho que los escudos sorprenden en ocasiones al heraldista y lo melancolizan. Recuerdo ahora el blasón de don Alexis de Anjou de Borbón-Condé, que muchos dicen que se nombraba con otro nombre y que era falsario y embaucador. Yo no lo supe nunca y bien que se lo pregunté. Alguna vez sacaba de un cajón un grabado antiguo con las armas de Rurik, el fundador de la dinastía de los zares y decía muy seguro de si mismo: «Este es el escudo de los míos «. Y le brillaban mucho los ojos y yo temía que se le saltase una lágrima.

Gente hubo, y hay todavía, que me reprocha aquella amistad e incluso lo ponen en los papeles, eso si, sin decir mi nombre, no vaya a ser que me moleste. No me molesta, aunque haya muy mala intención. Se murió aquel enigma, cuando ya se había roto la relación y ahora lo siento, que pienso en el blasón de Rurik y me sacude un repenterre de tristeza. No recuerdo ahora si en el blasón rurikida figura un dragón o un águila, pero estoy por apostar que hay alguna imagen quimérica por representar las glorias de los lejanos tiempos de la fundación de aquel imperio, porque no se me ocurre nada mejor para definir el lenguaje armero que describirlo como el reino de la imaginación.

Me dejé en el tintero algunos, unos, por desconocimiento, otros por estar mal documentados, que no dejan de constituir curiosamente un catálogo monstruoso que revelaré aquí por vez primera, como si de una primicia se tratase. Vaya por delante que todos estos seres que han cobrado vida en la heráldica, han nacido en la literatura y que de las interrelaciones de ambas disciplinas, tenemos ahora un maravilloso parque zoológico que no tiene correspondencia en la realidad cotidiana con los animales conocidos, pero que demuestra una vez más la virtualidad de un lenguaje portentosamente lúcido para referirnos a lo que no se puede contar con palabras y necesariamente debe ser representado por símbolos. En el Bestiario de Cambridge, en el libro del Príncipe Arturo, en los archivos del Colegio de Armas del Reino Unido y en obras más próxima a nosotros, desde «El Caballero de la Carreta» de Chretien de Troyes al «Unicornio» de Mújica Lainez hay encuentros con lo mágico, como el que acabo yo de relataros con la sirena de mi lago encantado de Foringal de Valmayor, que de vez en vez, nos reconcilian con aquel mundo infantil de la fantasía, que hemos ido perdiendo en los diarios afanes con los que la vida nos va sutilmente esclavizando.

Tengo por tanto ahora que describirles tres quiméricas criaturas de las descubiertas durante la holganza estival, que ejemplarizan un poco una vieja tesis mía que pretende otorgarle al Arte Heráldico tratamiento de poético lenguaje. ¿Qué es sino una metáfora, un ser alado, con rostro y pecho de mujer, garras y alas de águila y cola de serpiente? Esta extraordinaria figura decora antiguos manuscritos y aparece como soporte en algunos escudos británicos. Ciertos autores han creído ver en ella al monstruo en el que se convertía Melusina, el hada fundadora de castillo de los Lusignan, cuando entraba en transformación. Los ingleses llaman a este monstruo “serpent woman», literalmente mujer sierpe pero tal quimera merece, a mi modesto entender, nombre propio, que pudiera ser el ya referido de la mítica bruja , con el que los herejes anglicanos se refieren a la sirena de dos colas. Otro emblema heráldico que transgrede todo lo conocido hasta hoy en el mundo animal, es lo que en esa heraldería se nombra «Gamelyon» y nosotros podríamos traducir muy torpemente por «león de batalla» o más propiamente como «podenco leonado y dragonado», que consiste en un león con cabeza y cuello de perro y alas de dragón y que viene pintado como soporte del blasón de Thomas Gadner del condado de Devon en el año del señor de 1557. Se me antoja que esta bestia, una vez domesticada, será dócil y cariñosa, a la vez que fiero guardián de las posesiones de su dueño y señor. Cuando lo vi por primera vez he de confesar que tuve el pálpito de sentirme a gusto en su compañía en las soledades de mi faro de Valmayor, cuando no goce de la charla del mantícora del principio.

Para finalizar este breve recuento de animales imaginarios, me referiré a un monstruo que nunca había visto en los blasones y que encontré no sin sorpresa en el escudo de don Ricardo Abito, filipino de nación, que registró sus armas en Sudáfrica en 1995, y que podría describirse como un lobo con cabeza y cuernos de antílope, garras delanteras de águila y cola de dragón. No conozco el nombre del heraldista que le pintó al sr. Abito ser tan extraño, pero ya lo tengo en un altarcito, porque me resulta admirable que en genial trazo retrate, siquiera anímicamente, al poseedor de blasón tan poco habitual, que verlo y figurarte al sr. Abito es todo uno, que la bestia en cuestión debe resumir sus virtudes y simbolizarlas.

Y es que la Ciencia Heráldica da para mucho y el conocimiento de sus secretos te ensancha el horizonte. Y cuando se ve, como yo he visto en un blasón albanes un ictiocentauro conviene ser precavido porque siembre hay una historia que se puede contar.

Que se sepa de antemano que estas cosas, sólo se desvelan a la raza de los ensoñadores, que como decía mi amigo Cunqueiro, quien tenga la virtud del sueño está muchas veces cerca del prodigio.

He dicho.