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MUCHAS VIDAS

Cuando uno hace repaso de su vida, hay veces que hubiera gustado de vivir otras vidas.

Dicen que los actores gozan de ese milagro. Sentirse Otelo por unas horas, no debe ser desdeñable. A mí, muy de cuando en cuando, me viene el deseo de ser cardenal de la Santa Iglesia Católica y me veo, purpurado y calmoso, vagando por las estancias del Vaticano, esperando una audiencia con Su Santidad, Ser cardenal debe dar mucho sosiego, mucha armonía en los decires, mucha remota inteligencia. En los jardines de Castelgandolfo, paseo con el Santo Padre y es muy de mi gusto oírle hablar del misterio de la Santísima Trinidad.

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De ser prelado ahora, procuraría el regreso al latín, que es lengua universal con la que hemos rezado a Dios hasta ayer mismo. Me pasa que desconfío de lo evidente y me siento más seguro en el misterio. Yo abandoné a la Diosa Razón desde muy jovencito. La razón, por mucho empeño que se le ponga, no explica los enigmas. Tengo por cierto que el latín ayuda.

El latín es lengua venerable y misteriosa. Lo dice el Catecismo explicado de 1889: Es venerable en cuanto a su origen y antigüedad, es el idioma con el cual las alabanzas a Dios resonaron en las voces de los primeros católicos del primer siglo. Es un pensamiento solemne y sublime el que la Misa sea ofrecida en el mismo idioma, las mismas palabras que resonaban en las catacumbas. También existe un elemento de misterio en el idioma latín, ya que es una lengua muerta. No comprensible por cualquier persona. El uso de un idioma desconocido, crea la impresión en quien la desconoce, de que algo se está llevando a cabo sobre el altar, más allá de su comprensión, es decir que se está realizando un misterio. Nadie parece darse cuenta que estamos inmersos en el misterio. También la vida es un arcano.

El latín, a mi juicio, es una vía de comunicación con el misterio y es en sí mismo, inalterable, inmutable en lo esencial de sus vocablos, porque siendo una lengua muerta, no evoluciona de un día para otro, como las lenguas romances. Volver al latín traería grandes beneficios, pero quizá por ello, por mi empecinamiento en la lengua admirable de Julio César, no he sido ni soy cardenal.

En otras ocasiones, me transmuto en pirata.

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Un pirata con pata de palo, ojo de buitre y cara de malo. En estos tiempos, la liga corsaria se ha instalado en las lejanas costas somalíes. Traen a mal traer a las armadas europeas y secuestran y matan como antaño. Para España, sería más barato extenderles una patente de corso y que hiciesen perrerías a la Marina británica (por devolverles lo que nos hiciera el odioso Francis Drake) y de repartir algo, ir a pachas. Pero me temo que no van por ahí los tiros. En mis ensoñaciones, me parezco más a Errol Flynn que a un innominado filibustero somalí. Y es que uno tiene una visión idealizada del bandidaje. Cuando asalto Portsmouth con mis bucaneros, luego de hundirles la Victoria, un navío de línea muy apañado, le perdono la vida al almirante de la Royal Navy que viene engalanado a darme las llaves de la ciudad. Ceremonioso y solemne, le hago una leve inclinación de cabeza.

Una escena que me recuerda siempre, la Rendición de Breda. A nadie tengo dicho que también gustaría del oficio de pintor. Un maestro del Renacimiento con tratamiento de excelencia como Miguel Angel Buonarroti. Sin embargo, me he quedado en modesto coleccionista y tengo la gran alegría de tener muy cerca una pintora excepcional en mi hija Berta. Es notable retratista y tiene el don de la composición surrealista, teñida de ingenuidad y ocultación, como atestigua la vera efigie de mi nieto Gonzalo, tan inocente y enigmático. Mi hijo mayor, Rafael, heredó de mi padre las dotes de extraordinario copista. Tengo yo una réplica de Juan Gris de su mano y pincel, que pasaría por auténtico.

En mi colección hay un retrato de mi legendario antepasado Jorge Castriota Skanderberg de la escuela veneciana, de mucho mérito. Aunque el retrato de mi padre con uniforme de la Orden de San Lázaro, que le hizo Roberto Soravilla no le va a la zaga. Tampoco el de mi mujer, pintado por José Dávila, es de menor cuantía. Cuadros de poetas como Fernández-Molina, Gradolí o Millán o de pintores como Nelson Zúmel, Feliciano Pérez o Sarquella iluminan mis días. Hay también algunos grabados de Castro-Gil, de Seco o de mi propia hija, que son muestra de un arte sublime digno de las mejores paredes de un palacio real inaccesible, justo cabe el castillo encantado de Camelot.

Algunos días me asalta la querencia de pintar un lienzo con un paisaje yerto, solitario, oscuro, donde se ve un hombre con sombrero y bastón, sentado en un sillón de orejas. Pero no sé si me saldrá una casita con chimenea y desecho la idea al momento. Lamentablemente, no me ha llamado Dios por ese camino que me hubiera gustado recorrer.

De imberbe, quise ser misionero, juglar en la corte del Rey Arturo, detective con lupa, trompetero del Negus, gobernador civil de Guadalajara e incluso, durante un corto tiempo, modisto de alta costura. Es decir: siempre he querido vivir muchas vidas. Pero el tiempo pasa, huye raudo. Y uno vive su vida, sin darse cuenta de que solo tenemos una. No es que esté insatisfecho con la mía, es que me da la impresión que de la vida es tan hermosa y tan rica, tan espléndida en alegrías y sinsabores, que bien merecería la pena vivir otras vidas, muchas vidas. Algo tendrá que ver con todo esto mi desmedida afición por leer.

Releo ahora, que ya lo leí en su momento, un libro admirable (1) de mi amigo Jaime de Salazar. Es un estudio riguroso y serio sobre las instituciones medievales de los reinos de Castilla y León y una fuente inagotable de noticias genealógicas y sociológicas. Son muchos los datos de lejanas vidas los que quedan reflejados en el trabajo de Jaime. Interesantísimo por muchos conceptos, si algún reproche merece es que Salazar no se concede una página a la fabulación. Abro el libro por el folio 429 y me encuentro a don Rodrigo Fernández de Valduerna, el feo, signifer regis o sea, alférez abanderado, que casó con doña Teresa Froilaz. Jaime de Salazar añade algunas referencias más. Escasas y frías. Yo le habría inventado un amante.

Me huelo que un feo como don Rodrigo tendría una aventura con una camarera de la Reina, muy reídora y zalamera, que esperaría impaciente su regreso, por compensarle del mal carácter de su mujer doña Teresa, bella, pero amargada. A doña Teresa Froilaz le pondría unos hermosos y grandes ojos verdes. La doña sería mujer de un solo amor. Habría enamorado de moza y no perdonaría al feo, los desposorios. Enredaría con lances de corte y saldría en la trama, un enano recitador.

Cosas de la vida, que si no tenemos constancia de que han pasado, muy bien podrían haber pasado.

En el libro de Salazar hay muchas vidas dignas de ser vividas o fabuladas.

Para vivir otras vidas que no hemos vivido, tenemos la lectura y la imaginación.

A ambas les debo yo gran parte de mi vida.

(1) La Casa del Rey de Castilla y León en la Edad Media. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid. 2000.