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La elegancia masculina en el vestir

Hace siglos que no escribo sobre indumentaria y aprovechando tan desdichada circunstancia, contesto de paso a quién me acusó de dandy frívolo y sin sustancia, cuando leyó un artículo sobre la elegancia masculina que publiqué antaño y que, ahora vuelve a repetir en carta que me dirige para congratularse, al menos en teoría, con la publicación de mi último libro.

Acontece que casi al mismo tiempo que recibo la misiva, hay entre mi prole, un debate muy vivo a propósito de las zapatillas (Albert slippers) que se han puesto tan de moda con ocasión de la boda de don Flavio Briatore, muy señor mío, del que desconozco casi toda su donosura. Resulta que el susodicho se calzó unas slippers con sus iniciales bordadas en el empeine por completar el impecable chaqué. Hay quien las pone con esmoquin e incluso algún extravagante se ha atrevido a exhibirlas con frac.

Mis hijos se muestran contrarios ante tales licencias y creen que, con estas prendas, deben llevarse con zapatos de cordones y dejarse de absurdas innovaciones, aunque les aviso que el Presidente Kennedy las utilizaba con vaqueros, sin que nadie se escandalizase. Parece que mi mujer tampoco es partidaria de tanta imaginación. No comparto del todo esta opinión tan mayoritaria entre los míos. Las zapatillas de terciopelo con suela de cuero, bordadas con el escudo de armas, las iniciales del propietario u otros motivos heráldicos, fueron inventadas por el Príncipe Alberto, el consorte de la Reina Victoria de la Gran Bretaña, Emperatriz de la India. Suelen ser de color azul, verde, grana o negro y el regio personaje las utilizaba para estar en casa, cuando se retiraba a sus aposentos de Windsor (en cristiano, Vindilisora) y se ceñía el batín, también de azul velludo. Ahora algunos las prefieren para salir a la calle y es que la moda tiene sus caprichos.

El caso es que la práctica nos ha llegado muy tarde. Cantantes como Sinatra o Dean Martin las utilizaron en los sesenta. A Winston Churchill que las ponía en casa, no se le ocurrió salir a la calle con ellas. ¿Quién iba a decir hace unos años que los llamados naúticos se aceptarían como zapatos de sport? Igual pasará con las pantuflas de Alberto, que llegarán a clásicas. Todo es cuestión de percepción. Es la costumbre la que nos hace percibirlas como inadecuadas. A mí no me lo parecen. Si se aceptan los zapatos de charol con lazo negro (tan del XVIII) como propios del esmoquin, no veo porqué se rechazan estas zapatillas más cómodas, pero con la misma forma y diseño general. Vamos, yo me las pondría sin rubor alguno. Será mi lado frívolo (que no dandy) y es que me temo que quién me llamó dandy frívolo y sin sustancia quería decir, por despreciarme, snob o petimetre. Dandy es otra cosa.

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El dandy nada tiene que ver con el snob o el petimetre, aunque, por veces puedan identificarse como semejantes. No lo son. Me barrunto que todo viene de mi obra poética. Los hay que reconvienen mi decidido tradicionalismo, mi nula preocupación social y mi interés por conciliar ambas cosas con la poesía de vanguardia y la transgresión literaria. Sin sustancia será referencia maliciosa a que no saca a mis escritos enjundia o provecho. Cosa que acepto de mil amores. Estos devotos del lugar común quieren etiquetarlo todo con el marchamo de mi supuesto snobismo y de mi frivolidad burguesa. El que me tildó de dandy, es un poeta airado y reivindicativo que presume de anarquista. Un coñazo. Un tipo muy aburrido y previsible, cuyos libros, siempre en ediciones baratas y de muy mal gusto, son todos iguales.

Jamás vestiría de esmoquin, ni para recoger un premio de provincias. Lo suyo es sal gorda, comodidad y calzado de footing. Me ha escrito con ocasión de la publicación de mi libro si escribiese tu nombre (1) por dirigirme una diatriba con muy mala baba, por donde asoma el resentimiento. No concibe que le dedique un poema a la Virgen de los Dolores, pudiéndolo hacer al Ché Guevara. Tampoco que no haya denunciado la supuesta injusticia de la invasión norteamericana a Irak. Y se duele. Creo que se equivoca. Claro que me importa todo lo que es humano. Por eso he escrito un poema sobre la Virgen de los Dolores. ¿Hay algo menos frívolo que el dolor de una madre? Sin embargo, ya dije en otro sitio que soy de los que desconfía del mundo real como materia literaria.

Estoy imbuido de la idea de que la literatura no debe ser forjada como una traducción del mundo. No se trata de describir el mundo, tal cual es, si no de recrearlo con la imaginación. Recrear este mundo para comprender el otro, el verdadero, en ese que vivimos y no se ve. El mundo que es también a pesar de tanto majadero, fantasía, magia, irrealidad. A esto, mi malévolo izquierdoso le debe llamar frivolidad.

Nada de mis temas favoritos gusta a mi excelso crítico, al que no nombro por no hacerle publicidad y se descuelga, supongo que, por zaherirme, con lo de dandy o snob.

El snob (del francés, sans noblesse, sin nobleza) suele ser un arribista que desea integrarse en un grupo social que le seduce y para ello, exagera los modos y las maneras, con el fin de ser aceptado como uno más. Tiene un aire afectado y artificial. Según él, su exageración le salva del mal tono y le uniformiza con el grupo en el que quiere ser admitido.

El dandy, sin embargo, es un rebelde y un ser único. Tiene un halo romántico y su atuendo es antes sorprendente que exagerado. Por decirlo de alguna forma, el dandy es un insurrecto por convencimiento intelectual, que termina por distinguirse de los demás casi sin quererlo. Al dandy le hacen sus actitudes irreductibles, su personalísima indumentaria, sus maniáticos gustos. Un dandy jamás sacrifica su opinión por seguir la moda o por interés. Un dandy es el que hace la moda y la impone. Nunca se pondría unas slippers con un esmoquin convencional, todo lo más, las llevaría con uno de terciopelo, para sorprendernos con un lazo de un color o una seda impactante. Seguramente, nadie diría en los tiempos que corren, que el general Millán Astray (el Fundador de la Legión) fue entre nosotros, un modelo de dandy desgarrado y castizo. Precisamente de él nos ha llegado la imagen distorsionada y propagandística de un militar de limitada preparación, bravucón e irreflexivo.

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Nada más lejos de la realidad. Millán Astray era un bohemio del patriotismo y del heroísmo, a quien le venían de familia su agudeza, su fantasía creadora y sus profundas dotes de psicólogo, favorecidas por la profesión del padre -jefe de prisiones de Madrid, poeta, articulista y autor de libretos de zarzuela- y la de su hermana Pilar, ilustre novelista y comediógrafa. Fue Millán Astray conferenciante pródigo y admirado en España, Francia, Italia y América, donde su palabra encendía los ánimos con figuras hirientes, llenas de crudeza, vida y poesía. Sobre una idea suya de 1897, al volver de Filipinas, había creado una legión llena de paradojas y contradicción en su misma esencia, como Unamuno; de descarnado realismo celtibérico, como Baroja; de sobriedad de frase, como Azorín; de desenfado y aventura, como Valle-Inclán; de poesía solanesca más que machadina; pero sobre todo, de altísima idealidad senequista, de amor a la Patria y a la muerte en perfecta superación espiritual, siendo un ruidoso intelectual, pese a que intentará disimularlo con simplistas imágenes románticas, muy apropiadas para desertores del hampa que convertiría en «caballeros». Su admiración por el Japón medieval le llevó a traducir el código del honor samurái, el Bushido, que inspiró su Credo Legionario, modelo de una prosa escueta donde aparecen la precisión militar y la concisión literaria.

Caballero lazarista, fue fiel a la Orden, tan denostada en nuestro país, hasta el último aliento. Le tengo por un epicúreo transmutado en asceta. La vida del general es un ejemplo constante de esta contradicción tan refinada. Su enfrentamiento con Unamuno, manoseado y manipulado hasta la naúsea, es paradójicamente, lo más unamuniano que darse puede. El grito de ¡Viva la muerte! parece sacado de las páginas del Sentimiento trágico de la vida del vasco. Todo en Millán Astray es exceso y pasión. Extremadamente querido por las clases populares, para su atuendo civil se inspiró en ellas, adoptando en ocasiones la parpusa o gorra de chulapo, el pañuelo al cuello y la zamarra con cuello de piel, a las que le dio un aire mundano inconfundible. Siempre impecablemente vestido, era frecuente verle pasear con canotier y bastón, el monóculo ahumado que disimulaba el tiro en el ojo y el guante de manopla sabiamente arrugado en la bocamanga de su único brazo. La capa adquiría en él, aires de otros tiempos.

También el Tercio en su peculiar uniformidad se vio influido por su fuerte personalidad, pues fue el propio Millán Astray quien redactase los primeros reglamentos siguiendo los dictados de un dandismo sublimado al paroxismo de lo místico.

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Un dandy, en mi opinión, es un artista de sí mismo. A menudo se confunde dandy con elegante. El simple elegante nunca es agresivo. La elegancia no es un sentimiento ni una manera de ser, ni menos una disidencia. El dandismo en general, sería una búsqueda de la excelencia, una autodisciplina exigente y extremadamente rigurosa con respecto a la apariencia. Tiene algo que ver con la elegancia y con la cortesía, pero vulnera ambos conceptos. Los dandis conocen perfectamente las normas de urbanidad, el código inflexible del buen vestir y el saber estar. Pero las quebrantan por coherencia con su sentido de la vida y la belleza. Gustan de la provocación contra las convenciones burguesas porque les repugnan.

Así que creo que el que me calificó de dandy, no sabía lo que decía. No me tengo por dandy. Soy incapaz de disciplinarme. Uno, lo tengo escrito aquí y allá, es de natura indolente. O sea que soy demasiado gandul para ser dandy.

(1) si escribiese tu nombre. Cantos de sirena, colección de poesía. Ed. Palafox&Pezuela. Madrid, 2008