Artículo original que nos remite para su publicación en el Blog de la Casa Troncal, de D. Rafael Portell Pasamonte, Vicerrector de la Academia Alfonso XIII.
MUERTE Y ENTIERRO DE S. M. EL REY DON ALFONSO XII
Rafael Portell Pasamonte
Julio de 2016
A principios del verano de 1885, hacia tiempo que S. M. Alfonso XII se encontraba enfermo; su enfermedad era la misma que azotaba a cruelmente a la humanidad en el siglo XIX: La tuberculosis.
Se ha especulado mucho como pudo contraer el monarca el terrible mal; unos, abogan que fue su primera esposa, María de las Mercedes, fallecida de tisis galopante, con tan solo dieciocho años, quien pudo habérsela contagiado; otros, son partidarios de que su ritmo de vida y las “amistades” que frecuentaba nocturnamente, desde que se quedó viudo fueron la causa; los menos, dicen que ya estaba contagiado, pero en estado latente, cuando fue proclamado Rey de España y fue el quien se la contagio a la hija del duque de Montpensier.
Sea cual sea la causa desencadenante, la verdad, es que el rey ya se encontraba en la ultima fase de un largo proceso tuberculoso miliar con graves accesos de disnea. En las audiencias, en las recepciones, en las inauguraciones y en cualquier acto que requería su presencia en público, llevaba, discretamente, un pañuelo de seda rojo guardado en la bota de montar para enjuagar, sin que se notase, los esputos sanguinolentos que manaban de su regia boca.
Su medico particular, el doctor Sánchez Ocaña, aconsejó al rey reposo y para ello le recomendó que pasara algún tiempo en El Pardo, cercano a la Corte, donde el entorno podría aliviarle de su enfermedad, pero solo recibió una contestación negativa del monarca.
El 28 de Septiembre, el doctor Don Laureano García Camisón, Médico Primero de la Real Cámara, informó al Presidente del Gobierno don Antonio Cánovas del Castillo, que al rey solo le quedaban algunas pocas semanas de vida, por lo cual se pensó en trasladarle a Sanlúcar de Barrameda, buscando un mejor clima, pero su salud se había agravado tanto, que prefirieron llevarle al, ya recomendado anteriormente, palacio del Pardo, donde se quedó, a desgana, descansando del 10 al 14 de Octubre.
Alfonso XII harto de la soledad y quietud en encontraba, más propia de un monasterio que de un palacio real, regresó a Madrid, donde asistió a las carreras del hipódromo y el 17 de Octubre a la Virgen de Atocha.
Ante su aspecto y su cansancio los médicos recomendaron nuevamente su marcha al Pardo, lo que se realizó el 31 de Octubre. Esta vez le acompañaban el duque de Sesto, los generales Echagüe y Blanco, el conde de Sepúlveda y el doctor García Camisón.
Algo mejorado, el 15 de Noviembre, el rey salió a pasear por los montes de palacio y el 23 por la tarde acompañó en coche hasta el Goloso, al que había sido su suegro el duque de Montpensier que regresaba a Madrid después de visitarle. Cuando volvió a palacio comenzó a sentirse mal, pasando muy mala noche.
El día 24 recibió en audiencia, al conde de Solms-Sonnerwalde, embajador de Alemania, con quien estuvo despachando asuntos de Estado, en concreto sobre el reciente conflicto de las islas Carolinas, sin que nadie pensase en el inmediato desenlace que se iba a producir horas después. Por la noche mientras asistía su madre, la reina Isabel II, a una representación de ópera en el Teatro Real, fue informada de que su hijo estaba agonizante, por lo que partió de inmediato hacia El Pardo. Al llegar al dormitorio, una espaciosa habitación con dos balcones que daban a la fachada principal del Palacio, junto al lecho del moribundo se encontraban los doctores García Camisón, Santero, Alonso y Riedel, el conde de Morphy, secretario particular de Alfonso XII y el cardenal Benavides que procedió a administrarle al rey la extremaunción.
Alfonso XII después de darle unos consejos de índole política, no del todo reseñables, a la reina María Cristina, le murmuró «Majestad, todo ha acabado». Dicho esto el rey expiró. Eran las nueve menos cuarto de la mañana del día 25.
Desde el momento de su muerte, los cronistas de la época describieron con todo detalle cada uno de los acontecimientos que acompañaron al rey difunto hasta que, a las cuatro de la tarde del 30 de noviembre, su cuerpo descansó definitivamente en el Panteón de los Reyes del Monasterio de El Escorial.
La reina, sin más ayuda, que la del doctor García Camisón, quiso encargarse ella misma de lavar y preparar el cadáver de su difunto esposo, que de nuevo fue colocado en la cama de hierro dorado en la que falleció. Don Alfonso, entre sus manos, sostenía un crucifijo, el mismo que le regaló el cardenal Bueno cuando, durante su exilio en Roma, le administró la Primera Comunión, a los diez años. Costó mucho aquella noche separar a la reina de su marido para obligarla a descansar.
A las siete de la mañana del día 26 comenzaron a celebrarse las primeras misas en la estancia mortuoria, dichas por los capellanes de honor y sacerdotes del Real Sitio de El Pardo. Hacia las diez, después de una ligera autopsia, el cadáver comenzó a ser embalsamado, pero antes, y por encargo de la reina, el doctor García Camisón cortó un mechón de los cabellos de Alfonso XII. El embalsamamiento se realizó en una estancia contigua al dormitorio y llevó largo tiempo por el mal estado en que se encontraba el cuerpo. Le fueron administradas 25 inyecciones de liquido de un litro cada una.
A las cuatro de la tarde de aquel mismo día, llegó el féretro que habría de acoger al rey: estaba forrado de tisú de oro, con una caja interior de zinc forrada a su vez con seda blanca. Los encargados de vestir a Alfonso XII fueron el conde de Revillagigedo y el duque de Bailén, ayudados por el marqués de Mancera, cuyos padres amortajaron, en 1833, a Fernando VII. Le pusieron el uniforme de gala de Capitán General, traje que había estrenado aquel mismo año el día de la Pascua Militar. Sobre el uniforme, se colocaron el Toisón de Oro, la Banda de San Fernando, la Medalla Austríaca y las veneras e insignias de las cuatro Órdenes Militares.
La capilla ardiente se instaló en la misma alcoba. El féretro se colocó sobre una mesa cubierta de ricos paños y flores naturales, y allí, a sus pies, continuaron orando durante todo aquel día y la madrugada del siguiente, la Reina viuda y la Real Familia. Los sirvientes del Rey velaron su cadáver y el cardenal Benavides, el obispo de Madrid-Alcalá y los capellanes de Palacio continuaron celebrando misas.
A las once de la mañana del día 27 de noviembre, el ministro de Gracia y Justicia, como Notario Mayor del Reino, cumpliendo con el protocolo fúnebre, preguntó en voz alta al duque de Sesto y marqués de Alcañices, Jefe Superior de Palacio, ante el féretro abierto:
“¿El cadáver que está presente es el de Su Majestad
el Rey Don Alfonso de Borbón y Borbón, que en gracia esté?”
“¡Sí, lo es!”, respondió el marqués de Alcañices.
A continuación fue cerrado con llave el féretro, que de nuevo, fue el Marqués de Alcañices quien recogió las llaves de la caja. Seis Grandes de España (entre ellos el conde de los Llanos y el marqués de Salamanca) levantaron el féretro y lo llevaron sobre sus hombros a través de las distintas cámaras de Palacio y tras bajarlo por la escalera principal, fue introducido en el coche-estufa, que esperaba en la puerta de honor de Palacio.
Aquel coche-estufa tenía forma de urna, con seis ventanas circulares de cristal a los lados. Lo remataba una gran cruz y en la parte anterior había una gran corona sostenida por dos castillos y dos leones. El coche estaba cubierto de terciopelo negro y tenía flecos de oro a sus costados. Su interior era también dorado. Iba tirado por ocho caballos negros de Aranjuez lujosamente enjaezados, con gualdrapas y penachos negros, conducidos por un cochero, un delantero y seis palafreneros, todos vestidos a la Federica, con latiguillos, medias y guantes negros.
Aquella mañana era gélida y desolada con una niebla espesa que cubría el camino hacia Madrid, a donde iban a llevar al difunto rey para que el pueblo pudiera decir su ultimo adiós al rey “Pacificador”.
Integraban el cortejo: Guardas del Real Sitio, carruajes portado a Grandes de España, una gran representación del clero, ayudantes del rey, gentileshombres, mayordomos de semana, servidores de la Casa Real con hachas encendidas, Real Cuerpo de Alabarderos, batidores, escoltas, caballerizos, palafreneros, lacayos, correos, el Regimiento de Lanceros de la Reina.etc.
En Madrid el gentío se extendía en interminables filas más allá de la puerta de La Moncloa. La primera parada de la comitiva se produjo frente a la iglesia de San Antonio de la Florida, donde, tras rezar un responso, se incorporaron al duelo más autoridades del clero, comisiones del Tribunal Supremo, de la Audiencia, Juzgados, Diputación Provincial y Ayuntamiento. En todos los edificios del Estado ondeaba a media asta y con gasas negras la bandera de España. El cortejo fúnebre continuó su marcha, por las calles, los madrileños habían adornado los balcones con colgaduras negras. Mientras, desde el Campo del Moro y los altos de Príncipe Pío tronaban las salvas de los cañones.
La Guardia Civil de a caballo se esforzaba por contener la muchedumbre que llenaba los paseos de La Florida y San Vicente, las calles de Bailén, la Plaza de Oriente y de la Armería. Sobre las ramas de los árboles, sin hojas, se encaramaban hombres y chiquillería, y multitud de personas esperaba la llegada del cortejo subida a las estatuas y las verjas de la Plaza de Oriente. El desfile paraba de vez en cuando para dar descanso a quienes lo acompañaban a pie. Durante todo el camino, las gentes se descubrían al paso del coche-estufa y las mujeres lloraban agitando sus pañuelos.
Cuando el séquito llegó al Palacio Real, se instaló la capilla ardiente en el Salón de Columnas. El féretro fue colocado sobre la grandiosa Cama Imperial, de dos metros de largo por cuatro de alto y recubierta de damasco amarillo y bordados y realces de plata. Abierta la caja, volvió a verse el rostro de don Alfonso. Entre las manos sostenía el crucifijo de plata y, rodeado de un mechón de cabellos, el retrato por él preferido de Doña María Cristina, que la misma reina colocó sobre el cadáver.
En un almohadón, a la derecha del féretro, se colocaron la corona y el cetro, y en otro, a la izquierda, el casco, la espada y el bastón real. Custodiaban el regio cadáver: dos Monteros de Espinosa a la cabecera y otros dos a los pies. Al día siguiente, 28 de noviembre, Alfonso XII habría cumplido 28 años. Por la mañana se celebró una misa solemne y el resto del día continuaron llegando ingentes cantidades de flores y coronas de representantes de toda España y Europa.
Desde primeras horas del día 29 de noviembre, en la Puerta del Príncipe y en los arcos de la Plaza de la Armería, miembros del orden público y soldados de caballería intentaban contener las oleadas de gente que esperaban poder entrar a Palacio y ver su cadáver de cuerpo. El jefe de Seguridad de Palacio intentó evitar desgracias y dio orden de que sólo se permitiera la entrada por grupos de doscientas o trescientas personas. Pero los intentos por ordenar a la multitud no surtieron efecto. A las diez de la mañana se abrieron las verjas y más de 3.000 personas se abalanzaron corriendo hacia la puerta de palacio. A las cinco de la tarde se cerró la entrada, después de que hubieran desfilado miles de personas, en su mayoría mujeres, ante el cadáver de Alfonso XII. A las once de la noche se cerró, soldó y selló en presencia del duque de Sesto el ataúd de zinc con los restos del monarca. La reina continuó aquella noche velando a su marido.
La mañana del día 30 se presentó nublada y fría. De nuevo se formó y se puso en marcha la numerosa comitiva, por la calle Bailen y la Cuesta de San Vicente camino de la Estación del Norte donde desde hacía horas estaban atiborrados de gente deseosos de ver lo que nunca volverían a ver. El tren especial que se había ensamblado esperaba a que el coche-estufa fuese colocado en la plataforma enlutada, dispuesta para tal fin. Cuando el convoy se puso lentamente en marcha, comenzó a sonar la marcha real, mientras sonaban 21 cañonazos y la multitud estalló en aplausos y vivas.
Al llegar a San Lorenzo de El Escorial y, otra vez más, formada la fúnebre comitiva, se dirigió al Monasterio. Ante la puerta principal los frailes de la comunidad agustina, con hábitos negros y hachas encendidas esperaban al difunto monarca. El ataúd llevado a hombros de sus servidores cruzó el umbral para ser depositado sobre una mesa cubierta de un paño de brocado preparada en el zaguán. El cadáver fue entregado al prior de los Agustinos y los religiosos lo llevaron a hombros hasta el crucero del templo, donde se entonó un «Miserere». Acto seguido el ministro de Gracia y Justicia leyó en nombre de la reina, al hacer entrega del cadáver a los agustinos lo siguiente:
«Venerables y devotos Padre Rector y religiosos del Real Monasterio de San Lorenzo. Habiéndose Dios servido de llevarse para sí al Rey mi señor, que en gracia esté, el miércoles 25 del corriente a las ocho y tres cuartos de la mañana, he mandado que el marqués de Alcañices, su mayordomo mayor y jefe superior de Palacio, vaya acompañando su real cuerpo y os lo entregue. Y así os encargo y ordeno le recibáis y le coloquéis en el lugar que le corresponda; y de la entrega se hará por escrito el acta que en semejantes casos se acostumbre. Palacio de Madrid, 28 de noviembre de mil ochocientos ochenta y cinco. Yo, la Reina».
El marqués de Alcañices, siguiendo con el protocolo, abrió la caja superior, mientras el ministro de Gracia y Justicia conminó:
«Monteros de Espinosa, ¿Juráis que el cuerpo que contiene la presente caja es el de Su Majestad el Rey don Alfonso XII de Borbón y Borbón, el mismo que os fue entregado para su custodia en el Real Palacio en la tarde del día 27 último?«,
«¡Juramos!» dijeron los Monteros a una sola voz.
De nuevo a hombros de ocho palafreneros, el ataúd fue transportado al interior del templo, hasta el catafalco erigido en el crucero de la iglesia, donde se celebró la misa una misa de difuntos, oficiada por el obispo de Madrid-Alcalá. Tras finalizar los oficios, Grandes de España y gentileshombres de cámara bajaron el féretro por la escalera hasta el centro del Real Panteón, donde fue descubierto por última vez el perfil de don Alfonso. Allí, y siguiendo el estricto protocolo establecido, el Montero Mayor llamó al monarca en voz alta: «¡Señor!… ¡Señor!».
Otro tanto hizo el jefe de Alabarderos: «¡Señor!… ¡Señor!… ¡Señor!», para luego decir: «Pues que Su Majestad no responde, verdaderamente está muerto».
Acto seguido rompió en dos pedazos su bastón de mando, arrojándolo a los pies de la mesa donde reposaba el Rey.
El ministro de Gracia y Justicia preguntó entonces:
«Reverendo Padre Rector y Padres aquí presentes, ¿reconocen vuestras paternidades el cuerpo de Su Majestad el Rey don Alfonso XII de Borbón, que conforme al estilo y la orden de Su Majestad la Reina, que Dios guarde, Regente del Reino, que os ha sido dada y os voy a entregar para que lo tengáis en vuestra guardia y custodia?», “Lo reconocemos”, contestaron.
A continuación se firmó el acta de entrega sobre una mesa colocada a la derecha del túmulo y el marqués de Alcañices volvió a cerrar el féretro, entregando las llaves al Padre Prior, dándose por terminada la ceremonia. Eran las cuatro de la tarde.
El 12 de Diciembre se celebraron en el templo de San Francisco el Grande las exequias fúnebres de Estado. La orquesta fue dirigida por el maestro Francisco Asenjo Barbieri y el tenor Juan Gayarre entonó el “Libera me Domine”, composición del mismo maestro Barbieri.
El 2 de Diciembre de 1898, se efectuó el traslado de los restos de don Alfonso XII al Panteón de Reyes desde el pudridero. En presencia de la Comunidad de Agustinos, fue derribado el tabique y se abrió la caja. Los restos se mantenían en bastante buen estado, al igual que el uniforme y las condecoraciones. El cadáver fue colocado en la urna que le correspondía en el Panteón de Reyes. El último testigo que vio los restos antes del cierre definitivo de urna fue su más fiel e incondicional servidor: Don José Osorio y de Silva, grande de España, duque de Alburquerque y Sesto y marqués de Alcañices,
NOTA.- Para ampliación de conocimientos y datos, véase la Gaceta de Madrid y las revistas y periódicos de la época.