Armas del Vizconde de Ayala y Marqués de la Floresta

Armas del Vizconde de Ayala y Marqués de la Floresta

Artículo del  Dr. D. Alfonso de Ceballos-Escalera y Gila, Vizconde de Ayala y Marqués de la Floresta

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VIDA Y OBRA DE DON FRANCISCO FERNÁNDEZ DE BETHENCOURT

EN EL CENTENARIO DE SU MUERTE

      Al cumplirse el primer centenario de la muerte de don Francisco Fernández de Bethencourt (1851-1916), numerario de la Real Academia de la Historia, a quien sin exageración calificamos del primero y más ilustre de los genealogistas españoles de los siglos XIX y XX, tal y como, doscientos años antes, lo fue en el suyo don Luis de Salazar y Castro, hemos querido traer a las páginas de los Cuadernos de Ayala las que hace un siglo publicó la Revista de Historia y Genealogía Española, insertando los textos de los académicos don Joaquín Argamasilla de la Cerda -otro excelente nobiliarista-; don Juan Pérez de Guzmán y Gallo; el Conde de Doña Marina; mi tío don Jerónimo López de Ayala Álvarez de Toledo y del Hierro, Conde de Cedillo; el Marqués de Rafal; y don Santiago Otero Enríquez.

   Creemos cumplir así con el obligado deber de gratitud a la grata memoria de quien tanto debemos todos cuantos, después de él, nos hemos dedicado a los estudios sobre la Nobleza española, y sobre la Genealogía en general.

El Dr. Vizconde de Ayala

C. de la Real Academia de la Historia

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FERNÁNDEZ DE BÉTHENCOURT

Don Francisco Fernández de Bethencourt ha terminado su existencia corporal en este mundo, del que todos somos huéspedes fugaces, para comenzar a vivir la verdadera, única y eterna vida. Razones hay para creer firmemente que, por la misericordia de Dios, la fe que en Él puso y las virtudes que practicó, su patria actual será la de los escogidos junto a Cristo Nuestro Señor y Padre.

Nosotros, los que fuimos sus amigos y deudores de tanta gratitud, no podemos sobreponernos, sin embargo, a la debilidad de la Naturaleza, que clama y llora al sentirse herida por el desgarramiento de la muerte que en incesante acarreo nos separa de los seres queridos. Llenos, pues, de dolor escribimos estos renglones, con los que en vano intentaríamos diseñar en las páginas de nuestra revista, tan amada por él, y que en él reconoce a su principal propulsor y maestro, la figura amable y meritísima de tan docto historiógrafo e intachable caballero. Otras plumas con mayor autoridad y menores trabas de cariño que puedan embarazar la acción de una crítica reposada habrán de hacer justicia su trabajo perseverante de tantos años, durante los cuales exploró con raro acierto y minuciosidad la biografía y la genealogía española, frondosas ramas de la Historia, siendo el verdadero restaurador de una escuela que, con fugaces y escasas excepciones, carecía de maestro desde la ya lejana muerte del portentoso don Luis de Salazar y Castro.

Lo que no podemos dejar de ponderar aquí es la admirable correspondencia, la no como una armonía que resplandece o, no sólo en su obra literaria y científica, sino en su vida particular y relaciones sociales. Todo en él fue noble, levantado y español; las materias objeto de sus estudios, sus ideas políticas y religiosas, hasta el estilo peculiar de su pluma, tan pulcra, castiza y señoril, pero no exenta de vehemencias y galas, que envolvía en emocionante fuerza oratoria la serenidad clásica del periodo.

No era menos conforme a este carácter caballeroso y digno de su palabra el trato afable, complaciente y correctísimo que sostenía con cuantos a él se acercaba. Muchos fueron los que, pertenecientes a las altas clases de la sociedad, le buscaron en demanda de luces, conocimientos y consejos en las materias de su mayor competencia; pero con el mismo interés y amabilidad atendió siempre a las personas más humildes y desvalidas, demostrando con ello lo hidalgo de su espíritu.

Fue otra de sus cualidades, confirmatoria de esta misma nobleza de su alma, la independencia y energía con que fustigó los defectos y desviaciones actuales de las clases nobiliarias y la santa libertad con que habló repetidas veces delante de los Príncipes, no el lenguaje cortesano y servil, sino el verídico y justiciero, lleno de patriotismo y de amor hacia las grandes instituciones de nuestra Historia; que no era capaz él, monárquico y aristócrata de corazón, de formular las lisonjas y adulaciones que tantos demócratas prodigan.

Pocos llegaron con más méritos a ocupar los puestos académicos que él ocupó. Ninguno fue mejor amigo de sus amigos. Nadie en mayor grado que el señor Fernández de Bethencourt ajustó su vida a los principios que profesa. ¿Cabe para un escritor y un caballero mayor honra? El poder, los honores y las riquezas, con no ser cosas despreciables, poco significan al lado de este juicio veraz que con nosotros han formulado ya cuantos tuvieron la suerte de conocerle. Su ejemplo no se borrará de nuestra memoria. Que Dios quiera sepamos imitarlo.

Joaquín Argamasilla de la Cerda

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La pérdida del ilustre escritor académico Excmo. Sr. D. Francisco Fernández de Bethencourt afecta dolorosamente a cuantos nos consagramos al ramo de la Historia patria, que constituye la ciencia del Blasón y encierra el archivo de toda nuestra Genealogía Histórica. Cuantos de esta especialidad de la Historia escribimos, cuantos nos hemos formado en su estudio y cultivo, le considerábamos como nuestro maestro; y en realidad, merecía tal nombre el que, limpiando la Genealogía de la Heráldica de las sofisticaciones en que traían tan remota herencia, que parecía casi imposible desterrarlas, elevando la crítica a las más puras cimas de la verdad y de la realidad, proclamando por base regeneradora de tan difíciles estudios la fe y la testificación exclusiva del documento, ha impreso nuestro país un rumbo nuevo estos estudios y hecho más firmes los fundamentos en que se asienta. Por esto su pérdida se hace más sensible y abarca el dolor que produce no sólo a los que con él estábamos en la intimidad de antiguas y amistosas relaciones, sino cuantos se interesan por el útil progreso de lo que en la ciencia histórica la Genealogía y la Heráldica representan.

El Boletín de la Real Academia de la Historia, al dar cuenta, en su número del mes corriente de abril, del fallecimiento de su digno miembro y censor el señor Fernández de Béthencourt, aunque limitándose a reseñar lo que puede llamarse su mera biografía académica, nos suministra datos interesantes de su laboriosa vida. Nacido en Arrecife de Lanzarote (Canarias) el 27 de julio de 1851, en su propio país natal hizo sus primeros estudios y despertó sus primeras inclinaciones hacia la ciencia que había de ser la gloriosa ocupación intelectual de toda su vida. Allí publicó sus primeros ensayos, en que desplegó todas sus facultades de investigador y toda su seguridad en la crítica, al dar a la estampa su Nobiliario blasón de Canarias, que puede decir se completó después con su Diccionario histórico, biográfico, genealógico y heráldico de la misma provincia, en cuyas obras, con el homenaje de amor tributado a la tierra que le dio vida, descolló ya la superioridad que presentía en el género de literatura a que se consagraba. Joven, muy joven era cuando por estas obras daba su nombre a conocer en el mundo de las letras y a recomendarse a la estimación distinguida con que las islas afortunadas le declararon siempre hijo de predilección; pero aún en edad tan juvenil, y sin otros títulos que aquellos dos meritorios ensayos, ya recibió las primera recompensas que más podían halagarle, pues en Madrid, en la capital de la Monarquía, resonando el mérito de aquellas dos obras, ya fueron base para que en abril de 1879 la Real Academia de la historia, a propuesta de los señores don Pedro Sabau, don Vicente de Lafuente y don Juan Facundo Riaño, le propusieran para Correspondiente, siendo elegido, en efecto, el día 12 de dicho mes.

Este título de honor equivalía un verdadero llamamiento, al que Fernández de Bethencourt no tardó en responder con su presencia en Madrid. En el Nobiliario y Blasón de Canarias se había ocupado desde 1878 hasta 1887; pero desde su llegada a esta capital en 1880 comenzó a publicar otro Anuario de la Nobleza de España, del que en diez años, hasta 1890, publicó once tomos, y aunque con esta publicación prestó un gran servicio a las elevadas clases que en la descripción de sus familias comprendía y a la intimidad de las relaciones sociales que este género de publicaciones facilita, la dilatación que ya hubo de practicar en sus estudios para purificar y condensar las noticias que el Anuario demandaba, abriole ampliamente el campo para empresa de otra magnitud que, aunque hubiese estado halagada en su mente de mucho tiempo atrás, era difícil acometerla hasta tomarla bien el pulso en el yunque de sus investigaciones.

El material que los escritores heráldicos nos dejaron acumulado desde los siglos medios, más que en las obras que tenemos impresas en el sin número de repletos archivos que existen en la biblioteca de la Casa Real, en la Nacional, en la Academia de la Historia, en los archivos particulares de los Grandes de España y Títulos de Castilla, en los de los reyes de armas, en los de las Órdenes Militares y en los de todos los Cuerpos e Instituciones de vario carácter, donde toda clase de aspirantes, hasta el segundo tercio del siglo antecedente, tenían necesidad de hacer pruebas documentadas de nobleza; es tan inmenso, que miedo debía infundir el intentar manejarlo sin haber verificado en ellos inteligentes tanteos, y sin haber trazado un método eficaz para la investigación y una suma bien coordinada de reglas para su crítica. inútil era apelar a las enseñanzas que nos dejaran los pocos que, como Salazar de Castro, pudo los trabajos que desempeñó iniciar un sistema que tantos aplausos ha merecido y tanta autoridad ha dado sus obras y a su nombre. El mismo Salazar y Castro no había tenido que difundir su atención a la innumerable multitud de fondos, antes ocultos, que las desamortizaciones del siglo pasado en la Iglesia, en las Casas tituladas, en los institutos militares, en los institutos jurídicos, y en otras mil dependencias, han hecho salir al palenque de la exploración y del estudio. El de la ciencia de la Genealogía y de la Heráldica se abrió a un nuevo mundo, y en el obscuro océano que para llegar a él estos hechos ofrecían, era en el que tenía que dirigir sus naves el que, como Fernández de Béthencourt, se propusiera plantar en su costa arenosa la cruz y la enseña de la regeneración.

Esta cruz y esta enseña Fernández de Béthencourt, en efecto, las enarboló audaz y gloriosamente en 1897 al dar a luz el primer volumen de su Historia genealógica y heráldica de la Monarquía española. Su mera Introducción revela cuán sólidamente había dispuesto su mente para la alta labor a que se lanzaba, y cuán acertadamente, haciendo la crítica profunda de sus antecesores, desde Fernán Pérez de Guzmán, Señor de Batres, en sus Generaciones y Semblanzas, en el siglo XV, hasta los regeneradores del siglo XVI, Pedro Jerónimo de Aponte, fray Prudencio de Sandoval, Pedro Salazar de Mendoza, Gonzalo Argote de Molina, Jerónimo de Zurita y Esteban de Garibay, dilatándose después en la memoria de Alonso López de Haro, don José Pellicer de Osau y el ya citado don Luis de Salazar y Castro; entraba en un orden más compacto de regularización en el conocimiento y en la apreciación de las cosas, de modo que, haciendo pasar su crítica por un más estrecho tamiz que todos los citados, la Historia pareciese más esclarecida, la documentación más selecta, y la individualización de los personajes y la generación de las descendencias, más correctas y más ilustradas, a fin de que ningún título de verdadero honor pasase desapercibido o indenominado.

Como era natural, todo el primer volumen de la Historia genealógica y heráldica lo ocupo nuestra Casa Real en su origen y prerrogativas, en todos los grados de sus agrupaciones y bifurcaciones, y en todos los rangos de sus jerarquías sucesivas, y ya esta parte de la obra quedó bajo su pluma, a pesar de su extraordinaria complejidad en tan definitiva resolución, que en lo sucesivo ningún problema que se plantee en cualquiera de sus infinitos términos, dejará de encontrar en su texto la luz clara, meridiana, que lo aclare y lo resuelva; es decir, el tomo I de la Historia genealógica y heráldica, de Fernández de Bethencourt, se constituye en el archivo abierto pero definitivo, para toda consulta y para toda sentencia en cuanto atañe a la materia de que trata.

El mismo criterio puso en los ocho siguientes, únicos a que la vida y el sano vigor de su salud pudieron dar cima; porque, evidentemente, una obra de este género no da una vida entera fuerza bastante para superar la toda. Bien quisiéramos poder resumir el contenido de cada uno de los ocho tomos publicados; pero se necesitaría de un espacio muchísimo mayor que el que pueden prestar los límites de una revista.

La Época, en su número del día 3 de abril, resumía así, en breves palabras, el acertado concepto de lo que la Historia genealógica y heráldica de Fernández de Bethencourt, representa y es en realidad: Es una obra verdaderamente monumental, de alta importancia histórica, indispensable para la consulta de cuanto se dediquen a estudios de esta naturaleza. A nosotros nos parece más; nos parece, en lo que abarca, una obra definitiva, por la cual el nombre de Fernández de Béthencourt quedará a la posteridad, al menos, con el mismo realce y con la misma autoridad del de Zurita y del de Salazar y Castro, a los que, si no supera, iguala.

Juan Pérez de Guzmán

de la Real Academia de la Historia

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Cristianamente, como había vivido; dando testimonio de su arraigada fe y de su completo abandono a la voluntad divina; dejando en esta vida buenos ejemplos de Honor de buena fama, se ha separado física y temporalmente de nosotros el que fue y seguirá siendo nuestro maestro los estudios de investigación genealógica, el cumplido caballero don Francisco Fernández de Bethencourt.

Dios nuestro señor, que no deja sin premio la más insignificante de las acciones, y aún de los íntimos movimientos del alma, inspirados en su mayor gloria, habrá recompensado aquella laboriosa vida ya que el trabajo incesante por mantener el fuego de la tradición entre las personas que más han menester de ella. Béthencourt confesó a Cristo, y Cristo Nuestro Señor le habrá confesado él. Nunca le faltarán las oraciones de los que le amábamos…

Tuve el gusto de conocerle a poco de venir de su querida Canarias, que justifica de hoy más su título de Afortunadas, pues fortuna, y no pequeña, es ser madre de hijos insignes. Traía recomendaciones para persona tan de mi familia como el Marqués de Heredia (q.D.h.), y pronto la comunidad de nuestras aficiones nos hizo contraer amistad que no ha roto la muerte. Fui de los primeros en llamar la pública atención sobre su labor meritísima, y en la Revista Contemporánea del ya lejano 30 de enero de 1884, y en la Revista de Archivos de veinte años después, consignados están mis modestos juicios. Comparéle con nuestro incomparable don Luis Salazar y Castro y con el Padre Anselmo. no he de regatearle hoy tales elogios. Lo que importa es que los que nos honramos con el título de sus discípulos, los que recibieron de su bondad y de su ciencia consejos y estímulos, no dejemos de cultivar el fértil campo en el que tan rica y abundante cosecha recogió, mucha de ella aún en los trojes, mi bondadoso amigo el doctor académico don Francisco Fernández de Bethencourt (q.s.g.h.).

El Conde de Doña-Marina

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En la primera junta de la Academia de la Historia, habida después del fallecimiento del señor Fernández de Béthencourt, nos lo dijo el respetable padre Fita, director de la Academia, loando en breve y sentido discurso necrológico al ilustre muerto. Y las dos afirmaciones capitales del discurso venían a ser estas:

–  Con la muerte de Bethencourt, la Historia de España y las Letras españolas están de luto.

– Piadosamente pensando, Bethencourt ya goza de Dios, ya ya en la altura no dejará de rogar por el desenvolvimiento de los estudios históricos, para el tan queridos.

De acuerdo yo con ambas proposiciones, hago votos porque, en conformidad con lo que en la segunda se contiene, de entre los que en la nueva orientación dada por Bethencourt a nuestra Historia genealógica se inspiraron, salga el continuador de su gran obra, surja luego el tercer Salazar y Castro español.

El Conde de Cedillo,

de la Real Academia de la Historia

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Los ideales del señor Fernández de Bethencourt

No han faltado nuestra Patria desde los primeros años del siglo XVIII, que vio extinguirse con el gran Salazar y Castro al maestro y restaurador de la ciencia genealógica, varones doctos o de votos, más o menos afortunados de esa interesante rama de la Historia que escudriña los orígenes y vicisitudes de las familias que al través del tiempo han dejado rastro en ella, merced a los hechos de sus más esclarecidos hijos. Ninguno, sin embargo, hasta nuestros días, ha podido creerse con méritos bastantes para ser de justicia tenido como digno continuador de aquel insigne maestro como el señor Bethencourt y así lo ha proclamado a una la crítica docta desde la aparición de los primeros volúmenes de su monumental Historia genealógica y heráldica de la Casa Real y Grandes de España, y así lo reconoció la Academia al abrirle sus puertas precisamente a título de benemérito restaurador de los estudios genealógicos en nuestra Patria.

Inapreciable ha sido, en efecto, el caudal que aportará su obra a la Historia con las múltiples y concienzudos investigaciones sobre las familias que en el transcurso del tiempo han formado el patriciado español; pero con ser tan meritoria esa labor que hoy se ve por desgracia interrumpida, aún debemos lamentar más con su pérdida los que comulgamos en los que fueron sus más caros ideales, la del paladín esforzado y mantenedor perenne de cuanto ha sido la tradición gloriosa y savia fecunda de nuestra incomparable secular Historia.

Los tiempos son de lucha (decía en uno de sus discursos leídos ante la Academia), en que tienen el primer puesto, no los que se divierten, sino los que piensan, los que saben, los que estudian, los que trabajan; no los frívolos ni los inconscientes, sino los cultos y los fuertes, a los cuales está cometida la defensa de las sociedades amenazadas; y en otra ocasión análoga daba testimonio de su acendrado amor patrio al hacer observar a su auditorio que el estudio profundo de nuestra Historia ha avivado, engrandecido y purificado nuestro patriotismo y que mientras más se penetra en las profundidades de nuestro ayer… Mientras más se alcanza el conocimiento de la raza, de una raza que ha sabido tejer la urdimbre maravillosa de nuestro extraordinario pasado, mientras más convivimos con las generaciones que fueron, más españoles somos.

De su amor a la institución monárquica si no fueron pruebas suficientes todos sus libros consagrados a hacer resplandecer las glorias de aquellas familias deudoras por sus heroicos hechos que la Monarquía al otorgar las títulos y honores les diera vida secular, bastarían los varoniles apóstrofes que brotaran de su pluma ya ante el triste espectáculo de un vecino Trono derruido, o ante el melancólico vagar de una realeza desterrada, o cuando hacía resaltar como un legítimo triunfo de su caro ideal los no amortiguados destellos de gloria y prestigio que, pese a la demagogia, que a la sazón imperaba en Francia, aún hacía en ella que la pública atención contemplará con complaciente orgullo y veneración el desfile de los grandes nombres de sus viejas razas al acudir estas a formar el señoril cortejo que había de acompañar a sus proscritos Soberanos en actos solemnes de su vida, cual lo hacía observar ante la esplendorosa ceremonia de la boda del Duque de Orleáns, augusto representante de la Monarquía Cristianísima, verificada en nuestros días con igual pompa, majestad y prestigio don que hubiera podido celebrarse bajo los dorados artesonados de Versalles en pleno apogeo de la Monarquía.

Varón como el señor Béthencourt que a tan alto grado amaba su Patria, a la Monarquía y a cuanto hizo grande nuestra histórica personalidad como nación, no podía por menos de ser un fervoroso creyente que no contento con practicar en el recinto privado de su vida las enseñanzas y mandamientos que la divina ley de Dios impone, y rendir fervoroso culto a las dos grandes y españolísimas devociones de la vieja tierra hispana: la Eucaristía (que me consta visitaba diariamente) y la Santísima Virgen, no dejaba pasar la solemnes ocasiones que le ofreciera su cargo de académico de la Historia y de la Lengua para testimoniar su fe y arraigadas convicciones.

El Dios de los españoles, decía al contestar el discurso de recepción del señor Novo y Colson, todavía no ha sido echado de esta tierra querida, como pretenden otras partes una demagogia estúpida y salvaje, cuando se jacta de querer apagar las luces de lo alto, y si lo echaran de la tierra no le echarían de los cielos, de nuestro cielo azul incomparable, donde parece estar más particularmente reinante.

Y cuando tuvo el señalado honor de recibir el nombre de la Academia de la Historia a nuestro actual y dignísimo Prelado, nombrado académico de la misma, dirigiéndose a él y entre los murmullos de simpática aprobación de la mayoría del selecto público que asistiera, pronunció con la viril entonación quedaba sus discursos, esta hermosísima profesión de fe: en casi todos los miembros de esta Academia encontraréis reunidas con lazos misteriosos y sólidos, la ciencia del sabio y la fe del carbonero. Sólo yo no puedo ostentar más que la última, la fe del campesino bretón que proclamaba ante el París moderno el gran Pasteur, la fe bendita que heredé de mis padres y en la que, gracias a Dios, he de morir.

Tales son los ejemplos de firmeza de convicciones que nos legal señor Fernández de Béthencourt, junto con el caudal de ciencia genealógica que en su benedictina labor de treinta años, aportara como fruto de sus pacientes investigaciones en los archivos en busca siempre de nuevos y desconocidos datos familiares; de esa rama de la Historia que, pese a la envidia y al despecho de la ignorancia, siempre ocupara el digno lugar que merece; pues su prestigio va unido al de aquellos a que se refería el eximio pensador y gran Pontífice León XIII cuando decía que sean las que fueren las vicisitudes de los tiempos un hombre ilustre jamás dejará de tener una grande eficacia para que el que sepa dignamente llevar; palabras, por cierto, citadas con frecuencia por nuestro llorado amigo.

El Marqués de Rafal,

Correspondiente de la Real Academia de la historia

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Su vida y sus obras

El domingo, 2 de abril, falleció en esta corte nuestro querido amigo don Francisco Fernández de Béthencourt, después de sufrir con resignación cristiana un año de terrible enfermedad, sin que su fuerte naturaleza pudiese vencerla. La primera y terrible manifestación de ella fue el fuerte ataque de hemiplejia que sufrió el domingo 21 de febrero del pasado año en la Real Academia de la Historia, al contestar al discurso de recepción del nuevo académico el general don Francisco Martín Arrúe, que también, para desgracia de las armas y las letras españolas, falleció pocos meses después. Tras un año de grandes alternativas y de crueles sufrimientos, un nuevo ataque que le dio a principios de marzo no lo ha podido resistir y le ha conducido al sepulcro en pocos días.

Nació don Francisco Fernández de Béthencourt en el puerto de Arrecife de Lanzarote (Canarias) el 27 de julio de 1851. Pertenecía por su cuna a una de las familias más ilustres de las islas Afortunadas, descendiente de aquel noble Maciot de Béthencourt, que se tituló Rey y Señor de las islas de Canarias, casado con la Princesa Teguisa de Lanzarote, hija del Rey Guardarfía, y él sobrino primo del célebre Juan de Béthencourt, Señor de Béthencourt y de San Vicente de Rouvray, Barón de Saint-Martin-le-Gaillard, chambelán del Rey de Francia Carlos VIII, conquistador, Señor y Rey feudatario de las islas Canarias, de que hizo homenaje al Rey Don Enrique III de Castilla. Dotado de un talento clarísimo, de una inteligencia privilegiada y de una memoria portentosa, desde los primeros años de su niñez sobresalió entre sus condiscípulos, dedicándose por inclinación decidida e irresistible vocación a los estudios históricos, en los que tan alto había de colocar su nombre. Comenzó sus estudios para dedicarse a la Iglesia en el seminario de Las Palmas; más tarde en La Laguna, en esa ciudad histórica, y llena, a través de los siglos, de los recuerdos de la Tenerife legendaria y española. Viviendo allí constantemente en el recuerdo de los que fueron, estudiando en las aulas con profesores como Vargas, Fernández de Brito, Rodríguez de los Ríos, Febles y Álvarez Pinto; compañero inseparable de las obras de Viera y de don Juan Nuño de la Peña, cronista de Castilla, que tuvieron verdadero influjo en los derroteros de su vida, principalmente el segundo, que fue quien lo inició en los estudios histórico-genealógicos, pasó los años de su niñez y los albores de su juventud. En La Laguna hizo Béthencourt sus primeras armas en los combates del espíritu. Muestras de su precoz ingenio fueron multitud de artículos y poesías esparcidos en periódicos canarios. Sus poesías tenían un sabor patriótico, una noble sencillez y una sinceridad, unida a la galanura en el decir y a la fluidez de su rica rima, que si sus decididas irresistibles aficiones a los estudios históricos no le hubieran apartado de ellas, hubiera dado días de gloria al Parnaso español.

Mas pronto sus estudios toman otros derroteros y comienzan esa obra inmensa que ocupa toda su vida y que había de darle imperecedera gloria, llevando su nombre a la altura de los grandes genealogistas de los siglos XVI y XVII. No cumplidos todavía los veinticinco años, publicó el primer tomo de su Nobiliario y Blasón de Canarias, Diccionario histórico biográfico genealógico y heráldico de la misma provincia, que en sus siete tomos comprende toda la historia de su Patria, y es un canto en loor de aquellos héroes que con la espada, con la pluma y en los Concejos de los Ayuntamientos, ponen toda su valía, todo su entusiasmo por el engrandecimiento de su nobilísima tierra, que más tarde, en una solemnidad académica, llamó Béthencourt, publicando su amor y su recuerdo: aquella tierra mía encantada y lejana, mitad rosas, mitad jardines, a ratos desierto, a ratos Paraíso. La publicación de su primera obra, que se terminó el año 1879, le reveló a los ojos de los amantes de nuestro glorioso pasado y de nuestras tradiciones seculares como el digno continuador de aquel coloso de la genealogía del siglo XVII y XVIII, don Luis de Salazar y Castro, superior a los más grandes genealogistas de Europa, D’Hozier, Imhof, Sousa Faria, el Padre Anselmo, cuyas obras no morirán jamás, y que son la historia viviente de un pasado más risueño. La obra de Béthencourt toda se inspira en su glorioso predecesor, y desde sus principios en la depuración más completa de la verdad, despreciando todo lo que no se prueba documentalmente, todo lo que no se encuentra fundamentado en autores de reconocida seriedad; y así sus fuentes principales son Salazar y Castro, el noble Argote de Molina, Garibay, Zurita, Ambrosio de Morales, Salazar de Mendoza; todos los grandes historiadores de nuestras glorias y de nuestro pasado durante los siglos XVI y XVII.

A poco traslado sea Madrid, y empezó a publicar el año 1880 sus Anales de la Nobleza Española, que fueron recibidos con entusiasmo, pues venían a llenar una verdadera necesidad histórica, ya que aquí nuestra Nobleza, de historia tan brillante y antigua, cual ninguna otra de Europa, y cuyos hechos formaban la historia de nuestra grandeza, no tenía, desde los lejanos días que murió Salazar y Castro, un historiador que, con completa imparcialidad, libre de prejuicios y exento de adulación, narrase sus hechos y escribiese sus hazañas, procurando hacer luz en aquel caos informe de mentiras, patrañas y hechos fabulosos, en mescolanza informe, con noticias ciertas y hechos comprobados, producto de genealogistas asalariados, sin cultura científica alguna, aduladores y predicadores de todo género de vanidades que habían conducido los estudios genealógicos a su más completo descrédito. Si se exceptúa la obra de don Augusto de Burgos, Blasón de España, escrita muy a la ligera, con errores de bulto, es cierto, pero hecha con alteza de miras y con seriedad, no había producido todo el siglo XIX obra alguna genealógica que verdaderamente mereciesen el nombre de tal. Cuando Francia contaba con genealogistas como La Chesnaye de Bois, continuador del Padre Anselmo; con Borel d’Auterive, que funda el Anuario de la Nobleza de Francia; Italia, con Crollalanza, que en su Diccionario de las familias italianas, eleva un monumento a la Nobleza de aquella nación; e Inglaterra, Alemania y hasta los Estados Unidos, de formación como nación tan reciente, daban a los estudios genealógicos y heráldicos la importancia que tienen como fuente auxiliar y principalísima de la Historia; España se conforma con su Nobiliario de Piferrer y con el Diccionario de Vilar y Pascual, cuya exactitud histórica todos conocemos, en los que, cualquier familia, que ni siquiera sus antepasados estuvieran contenidos en los padrones de hidalguía de sus lugares, figura emparentada con la Nobleza más alta de España, ¡con ascendientes que se remontan a los primeros años de la Reconquista, siempre descendientes de compañeros de Pelayo, cuando no de algún Cónsul romano o un descendiente de Túbal!.

La aparición de los Anuarios de Bethencourt, en los que en forma compendiada y clara iba historiando las primeras Casas de nuestra Nobleza, en sus tres clases: Grandeza de España, Títulos del Reino y Nobleza no Titulada, dando como cierto lo que estaba positivamente comprobado por documentos fehacientes o fundamentado en autores de toda seriedad y probidad histórica, rechazando aquellas noticias que no tuvieren una fuente verdad de origen, cerrando totalmente sus columnas a la vanidad nobiliaria de los advenedizos, produjo verdadero entusiasmo entre los amantes y aficionados a este género de estudios, y cada año era recibido el Anuario con favor más creciente, viéndose desde el primero de ellos que su autor era el digno continuador de Salazar y Castro, y que se separaba por completo de la turbamulta de genealogistas de oficio que durante tantos años habían enmarañado y desacreditado la Genealogía y la Heráldica española.

Once tomos comprende la primera serie de los Anales de la Nobleza, desde el año 1880 a 1890, y en ellos asombra la labor que representa de estudio, de trabajo y de erudición, fruto casi todo de investigación propia en los archivos públicos y en los riquísimos de nuestras primeras Casas de la Grandeza, y conteniendo infinidad de datos preciosos y de noticias inéditas que hacen sean de continua consulta para todos los que se dedican a este género de estudios. Su valor histórico no desmerece en nada porque algunas personas, deseando toda costa figurar al lado de las familias de rancio abolengo nobiliario y sin tener timbres algunos para ello, abusando de la inexperiencia del autor y de sus pocos años, lograsen sorprender su buena fe y figurar en donde por ninguna causa les correspondía, pero este pequeñísimo defecto está compensado largamente con el valor histórico inapreciable de toda la obra.

Otra labor de más empuje: labor colosal para la que era necesario las condiciones de talento, laboriosidad y erudición y el profundo amor que a los estudios históricos y genealógicos profesaba nuestro llorado amigo, absorbió todo su tiempo y le hizo suspender la publicación de los Anuarios, con harto sentimiento de sus numerosos lectores en España y en el extranjero, donde ya su nombre era conocido y estimado en lo que merecía por sus valiosos trabajos, que tanto habían elevado los estudios genealógicos. La obra que Salazar y Castro no se había atrevido a hacer, una historia general de la Nobleza española, asustado por el trabajo y el esfuerzo que suponía, a pesar de tener a su completa disposición, como cronista general del Reino y de las tres Órdenes Militares, los archivos riquísimos suyos y los de las grandes Casas de nuestra Nobleza, todavía no desperdigados muchos de ellos y dados al viento por la ruina que la bárbara desvinculación había llevado a muchas de ellas, lo que hace mucho más difícil la investigación, la emprendió Béthencourt con toda la energía de su carácter y la fe de sus convicciones, amparado de sus vastísimos conocimientos, y después de concienzuda preparación durante muchos años dedicados todos al estudio profundo de nuestra Historia nobiliaria y a la más depurada investigación documental. La Historia genealógica y heráldica de la Monarquía española, Casa Real y Grandes de España, empezada a publicar el año 1897, es un verdadero monumento histórico y literario levantado en loor de nuestra Aristocracia de Sangre. En sus nueve grandes tomos publicados se encierra completísima la historia genealógica, heráldica y biográfica de las grandes Casas de Acuña, Téllez Girón, Aragón, Cardona, Borja, Pacheco, La Cerda y Fernández de Córdoba, y admira al portentoso trabajo de erudición, de conocimiento de la Historia general, de investigación propia que representa, y es verdaderamente portentoso que un hombre sólo haya podido realizar semejante esfuerzo sin ayudarlo. Desgraciadamente, la muerte ha venido a cortar la continuación de obra tan vasta, que ha de quedar incompleta, pues no hay en España, hoy día, quien tenga condiciones para terminarla. La muerte ha sorprendido a Béthencourt cuando ya tenía terminado y casi impreso el tomo X de su obra, que historiaba la Casa de la Cueva, y muy adelantado el que había de narrarnos los hechos de los Enríquez, Almirantes de Castilla, Condes de Melgar, Duques de Medina de Rioseco.

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La publicación del primer tomo de su magna obra le abrió las puertas de la Real Academia de la Historia como académico de número en la vacante de don Vicente Barrantes, siendo propuesto el 18 de noviembre de 1898 por don Antonio Rodríguez Villa, don José María Asensio y don Joaquín Maldonado Macanaz; pero entonces no obtuvo la plaza, que fue concedida al Marqués de Monsalud. Dos años después, a la muerte del académico don Celestino Pujol y Camps y del electo para sucederle, el Marqués de Hoyos, fue propuesto de nuevo, en 25 de mayo de 1900, por don Antonio Sánchez Moguel, el Marqués de Laurencín, don Antonio Rodríguez Villa y don Juan Catalina García, verificándose su elección el 1 de junio, tomando posesión de su silla el 29 del mismo mes y año, leyendo un hermoso y erudito discurso, La Genealogía y la Heráldica en la Historia, que fue contestado en nombre de la Corporación por el Marqués de Laurencín.

Al mismo tiempo que la Academia de la Historia de abrió sus puertas como académico de número, los Centros y Corporaciones de provincias y extranjeros se honraban poniendo su nombre al frente de ellos, y así era nombrado académico correspondiente de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, de la Academia General de Ciencias, Bellas Letras y nobles artes de Córdoba, miembro honorario de la Academia Imperial y Real Adler de Viena, y de la Real Academia Heráldica de Pisa, presidente de honor del Collegio Araldico de Roma y presidente de honor y delegado general del Consejo Heráldico de Francia.

Era Gentilhombre de Cámara con ejercicio de S.M. el Rey desde el 13 de enero de 1895, y estaba en posesión de las grandes cruces de la Concepción de Villaviciosa de Portugal y de la Orden de San Olaw, de Noruega.

El año 1903 publicó un tomo de poesías, discursos y artículos, titulado Para cuatro amigos, en el que recopiló varios trabajos de los primeros años de su juventud; su primer artículo periodístico en La Lealtad, de Santa Cruz de Tenerife, y su primer discurso, pronunciado en la Sociedad Instructiva de La Laguna, cuando no contaba aun veinte años, y en los que palpita el más puro patriotismo y el más acendrado amor a su Dios, a su Patria y a su Rey. Unidos a estos primeros trabajos literarios de Fernández de Béthencourt, figuran una porción de artículos desperdigados aquí allá en periódicos y revistas, llenos de erudición y de cultura histórica, entre los que descuellan los que publicó en La Época con motivo del casamiento del Infante Don Carlos con la malograda Princesa de Asturias Doña Mercedes, rompiendo curiosas lanzas en defensa de este matrimonio; los que escribió por el matrimonio de Don Carlos de Borbón con Doña Berta de Rohan, y otros muchos más, que hacen del libro una verdadera joya histórica y literaria, a más de su extraordinaria amenidad.

El año de 1908, a ruego de los muchísimos que deseaban la continuación de sus Anuarios y que habían sentido verdaderamente su desaparición, empezó la publicación de la segunda serie, de los que iban ya dados a luz cuatro tomos, que comprendían desde el año 1908 a 1914, dándoles forma distinta los primitivos, depurando con cuidado exquisito todas las noticias que contienen, siendo como una ampliación de su Historia genealógica, dando lugar en ellos a nuevas familias que, perteneciendo la más linajuda Nobleza, no habían de tener cabida en aquellas o habían de tenerla muy tarde.

Su última obra fue el primer tomo de sus obras completas, Príncipes y Caballeros, publicada el año 1913, recopilación de 50 trabajos suyos, muchos inéditos, de asuntos históricos, genealógicos o heráldicos.

Ocho discursos leyó en la Real Academia de la Historia, que están impresos en sus Colecciones; el suyo de recepción, otro que hizo el 9 de mayo de 1905 para conmemorar el tercer centenario del Quijote, y seis de contestación en las recepciones de los académicos señores Novo y Colson, Duque de T’Serclaes, Marqués de Polavieja, Marqués de Villaurrutia, Obispo de Madrid-Alcalá y General Martín Arrúe, en cuya recepción, verificada el día 21 de febrero del año pasado al leer su discurso de contestación, no pudo terminarlo por caer herido por un fuerte ataque de hemiplejia que un año después le ha conducido al sepulcro.

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El año 1903 publicó un folleto, La Corona y la Nobleza de España, en forma de exposición a Su Majestad, abogando por la necesidad de una legislación nobiliaria, acometida seriamente, que desterrase los abusos imperantes y defendiendo los intereses de toda su vida.

Las obras de Béthencourt, además de su mérito intrínseco, encierran el no menor de ser verdaderas obras literarias, escritas en un castellano limpio y correcto, que hace pierdan toda la aridez que suponen las extensas genealogías y que se lean con verdadero deleite. Sus escritos literarios le llevaron a la Real Academia Española de la Lengua, siendo elegido académico de número el 27 de noviembre de 1913, habiendo tomado posesión de su silla el 10 de mayo de 1914 leyendo su hermoso discurso Las Letras y los Grandes, canto en loor de la cultura y del amor a los estudios literarios de los representantes de la primera dignidad nobiliaria de la Nación; discurso que fue contestado por el señor Cotarelo.

El acendrado amor que tenía la Nobleza, no le impidió conocer los defectos que, como todo lo humano, tiene, y fustigar con noble y digna sinceridad todo lo que consideraba digno de censura. No fue un apologista de la Nobleza, sino un historiador, y donde encontró motivos para censurar, lo hizo sin detenerle mal entendidas consideraciones que han sido, en no pequeña parte, mucha causa de lo desacreditados que estaban los estudios genealógicos en España, pues los que en los últimos tiempos se dedicaban a ello, no lo hacían por el noble empeño de depurar la verdad histórica y de relatar los verdaderos orígenes de las Casas nobles, sino más bien por idea de lucro, falseando la Historia, acogiendo todo género de patrañas para halagar la vanidad de los advenedizos.

Una de las cualidades más admirables en Bethencourt era su prodigiosa actividad y su fuerza de voluntad para el trabajo; todos los días invariablemente, trabajaba siete horas: desde las ocho de la mañana a las doce, y de las cinco de la tarde a las ocho de la noche. En su tranquila casa del Paseo de la Castellana, donde ha acabado sus días, pasaba la mayor parte del día, al cuidado de un fiel servidor, rodeado de recuerdos íntimos y de sus amados libros, poseyendo una selectísima biblioteca de obras históricas y genealógicas, la primera que de estas últimas había seguramente en España, ocupado en sus múltiples trabajos históricos, continuando sus obras, escribiendo informes para la Real Academia de la Historia, de cuya docta Corporación ejerció durante varios años el cargo de Censor, contestando amablemente, de palabra o por escrito, a cuantas consultas le dirigían los muchos aficionados que, merced a sus trabajos, existen de los estudios genealógicos, cuyo florecimiento y resurgimiento en España a él se debe, o los informes que le pedían las muchas Corporaciones extranjeras a que pertenecía.

A pesar de ser un trabajador infatigable, todavía le restaba tiempo para frecuentar la sociedad más elevada, a lo que era muy aficionado, disputándose las principales Casas en tenerle como contertulio o sentarle a su mesa, pues unía a un agradabilísimo trato social, su erudición extraordinaria, una memoria prodigiosa, que le hacía recordar con todo género de detalles, hechos, personas, sucedidos, anécdotas que hacían su conversación amenísima y fuente siempre de enseñanza. Fue gran amigo de la Duquesa Ángela de Medinaceli, más tarde Duquesa de Denia, a cuyas reuniones jamás faltaba. Gran amigo también de la Marquesa de Squilache, fue uno de sus contertulios habituales, así como de la Marquesa de Bolaños, que le profesaba gran afecto y cuya muerte, ocurrida pocos días antes de su fallecimiento hubo que ocultarle por temor a la impresión que pudiera producirle.

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Estuvo afiliado al Partido Conservador, y si los primeros años de su juventud tuvo algún entusiasmo por la política, sus aficiones, su carácter estaban en contraposición con las condiciones que se necesitan para hacer carrera en ella. Fue Diputado provincial por Santa Cruz de Tenerife, Diputado a Cortes y Senador, también por sus amadas islas, pero estos cargos se debieron más a requerimientos cariñosos de la amistad que ha verdadero deseo de ostentar la representación parlamentaria por su parte.

Su muerte, sentidísima por todos sus innumerables amigos, ha sido una pérdida irreparable para los que nos considerábamos como sus discípulos por la comunidad de aficiones, y por dedicar también parte de nuestra actividad al cultivo de los estudios genealógicos de los que él era maestro indiscutible. A sus exhortaciones, a sus deseos se debió principalmente la fundación de esta Revista; él nos animó con sus consejos y nos ayudó con sus trabajos, y continuamente elogiaba nuestros modestos artículos, recomendándosela constantemente a sus relaciones y procurando con todos sus esfuerzos que prosperase y tuviese vida. Mientras su salud fue perfecta, colaboró con asiduidad en ella, en su Revista como cariñosamente la llamaba, animándonos con su ejemplo a proseguir una obra que él consideraba utilísima para el cultivo de nuestra Historia nobiliaria.

¡Que Dios haya acogido en su seno a nuestro querido y llorado amigo, cuyo recuerdo no se borrará jamás de los que nos consideramos sus discípulos!

Santiago Otero Enríquez