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UNA ESTAMPA ANTIGUA

Sonreía don Ramón del Valle-Inclán, sonreía don Miguel Strogoff, sonreía el vizconde de Portadei, sonreía el viejo conde de Melgar, sonreían todos los presentes mientras don Jaime condecoraba con la Legitimidad Proscrita al eximio dramaturgo. Don Ramón, alborotada la leonina cabeza, lúgubre la manga vacía de la negra levita, solo acertaba a decir: Graciaz, graciaz. Graciaz a todoz.

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Melgar improvisó unas palabras sobre lo que la Causa debía al genio de las letras. Valle-Inclán se emocionó un tanto y los ojos le brillaron de pronto. El rey le abrazó parsimoniosamente, componiendo sin querer una estampa antigua, que duró un momento. Don Jaime gritó un viva que no se entendió y todos contestaron a voces. Cuando se retiraron, se hizo un corrillo en torno al rey. Allí estaba Strogoff, tiesa la monda cabeza de prócer, escuchando atento. El vizconde de Portadei, en el regio conciliábulo, afianzó los quevedos y algo masculló entre dientes, que nadie entendiera.

El rey acababa de decir que si Dios Nuestro Señor le devolvía la corona de sus antepasados, se edificaría un nuevo monasterio de El Escorial, más grandioso aún que el que mandó construir su antepasado don Felipe. Valle bizqueó de la sorpresa y protestó solemne: -Hay cozaz máz urgentez que hazer, Majeztad.
-Ya lo creo, Valle, ya lo creo. Pero no está de más dar gracias a Dios. Contestó don Jaime mientras atusaba el enorme bigote. Portadei hizo como que asentía, con un rictus ambiguo.

La baronesa de Rotschild ha coqueteado brevemente con el rey. Han sido unas pocas palabras inocentes, pero a don Jaime le han brillado los ojos. Ella se sabe hermosa y deseada. Su generoso escote deja entrever el pecho de una diosa. Entre tanto carcamal, brilla como un diamante. Ha venido a la recepción del melenudo, por lucirse junto al pretendiente. Portadei, cojo de resultas de la última guerra, de cuando rescató a don Carlos, de una multitud de republicanos, lo intuye desde la lejanía. El vizconde es un viejo cojo que ejerce de airado. La bella adivina que le tiene soterrada inquina. No aprueba sus amoríos, pero calla. No se le ocurriría hablar mal de ella, porque sabe que la batalla está perdida de antemano. No es enemigo, pero tendría que hacerle más caso. Portadei puede ser un aliado para cuando el rey esté a punto. El Borbón, rijoso, ha mencionado, entre dientes, el número de la habitación del hotel donde se aloja. Le visitará después de la tediosa cena en casa de Proust. Sabe que el español de los ojos tristes se limitará a proponerle una romántica fuga a Austria. Ella pondrá la excusa de su marido, el pobre y le dirá que no, entre mohines y sollozos. Don Jaime le jurará amor eterno.

Strogoff había conocido al monarca carlista, de cuando don Jaime había sentado plaza de teniente en los húsares del zar. El famoso correo de la novela de Verne había simpatizado con el pretendiente carlista nada más encontrarse en los campos de Crimea. Luego la vida les había separado, hasta esta reunión en París. El rey carlista le había acogido con cariño y Portadei le había ayudado a instalarse en la capital francesa.

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Miguel Strogoff silenció a los carlistas su caída en desgracia. El zar que siempre le había distinguido con su cariño y su cercanía, le había dado la espalda, cuando el húsar se había pronunciado contra el mujik. Rasputín era una lacra para el Imperio, tenía embrujada a la zarina y su influencia en la corte era nefasta. El coronel Strogoff abandonó Moscú resuelto a no volver. La verdad era otra, pero no la decía. Desde que había enviudado siempre había deseado visitar París, para conocer a Julio Verne, que le había hecho tan famoso en Europa.

La casualidad hizo el resto: paseaba por los Campos Elíseos, sin rumbo fijo, haciendo tiempo para acudir a Maxim´s, cuando se encontró de cara con don Jaime. Tardaron en reconocerse, pues los dos habían cambiado. Fue Strogoff el primero que avanzó para abrazar al pretendiente, mientras mandón y castrense, gritaba ¡Cuádrese, teniente Borbón! entre grandes risotadas y aspavientos de alegría. El rey se llevó una agradable sorpresa y presentó al siberiano a sus acompañantes, Portadei y el general Bermúdez, su ayudante, como un héroe de la campaña de Crimea. Strogoff les invitó a comer.

La verdad es que al vizconde no le gustaron las maneras del cosaco. Trataba al rey con una familiaridad algo inconveniente, pero transigió por las muestras de cariño que don Jaime prodigó a aquel ruso gigantesco. Strogoff estaría ya por los sesenta, pero se mantenía en forma. Debía haber sido todo un atleta, porque todavía conservaba una inmejorable facha.

Valle-Inclán descorrió los visillos lentamente, por saborear la vista de París. Al creador de Águila de blasón le gustaba París. Desde la balconada del hotel, miró los bulevares. Recreó la ojeada en la curvas de una señora de mediana edad que discutía con una jovencita. Una fermosura. Con una madama así debía casar el rey, por asegurar la dinastía. Dejarse de devaneos con el putón de la baronesa. Luego pensó en la conversación con el general Bermúdez. Movió la cabeza y se sorprendió diciendo en voz en alta: Zon unoz conzpiradorez de mierda.

Se sobresaltó don Zacarías Fernández de Aguirre, que le miraba embelesado: ¿Qué dice usía?
-Nada, mi querido don Zaca, que loz que rodean al rey, zon una reata de mierdentos. 
-¿No lo dirá en serio?
Valle se encogió de hombros y dejo escapar un suspiro. Estaba cansado y algo melancólico. Guardó su opinión para sí. Cierto es que Bermúdez ya era un señor muy mayor cuando había seguido al exilio a don Carlos, pero que semejante estantigua fuese todavía consejero áulico de don Jaime es como para abandonar la causa y tirarse al monte. La corte, sea la de Madrid o la de Estella, siempre es una rémora y al príncipe le falta el trato con el pueblo. Y los tiralevitas, como el memo del general, no le traerán nada más que disgustos. El único que se salva es Portadei, que es un cínico y sabe por dónde le pueden venir los tiros. Don Zaca, con cara de mochuelo, esperaba una respuesta.
-Algo hiede a podre en Dinamarca, don Zacarías. Dictaminó irónico.

El señor vizconde de Portadei desconfía del ruso. Ahora, el asunto de la baronesa es lo de menos. El rey se cansará de ella. Al correo del zar, le tiene en observación desde que se encontraron en los Campos Elíseos. Don Jaime siente gran admiración y estima por el siberiano y su influencia puede ser de utilidad, si Strogoff se aviene a un entendimiento. No está el carlismo para rasputines de poca monta.

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El rudo cosaco les ha ocultado que el zar no le puede ni ver. Es mal comienzo. Aparenta que se lleva a las mil maravillas con su señor, pero no es verdad. Por un cable, se lo ha dicho Benicarló, que está de agregado en Moscú y sabe los dimes y diretes de palacio. También el anciano infante don Alfonso, desde Roma, le ha prevenido contra el advenedizo. En Strogoff no todo lo que reluce, es oro. Se ha unido a don Jaime inexplicablemente. Portadei no cree en las casualidades. -Este está aquí por algo que no se me alcanza, se dice en voz baja.

Otro cantar es Valle-Inclán. Tampoco se fía del gallego. Demasiado incómodo. Demasiado leal. Demasiado carlista. Es capaz de iniciar otra guerra con tal de escribirla. No le dicho a nadie que Valle le parece un peligro. Sería una temeridad, tal y como andan las cosas, ya que todo el mundo en la corte de don Jaime le admira desde la publicación de su carlistada. A Portadei no le gustan sus estridencias ni su vehemencia. Es un mal educado con una lengua viperina. Está con el rey, por estética. A don Jaime le halaga que un literato como Valle le haga la propaganda y por ahora, es intocable. Pero ya meterá la pata. Tiempo al tiempo.

Don Jaime se toma muy en serio lo de Jefe de la Casa Real de Francia y los legitimistas galos le hacen descaradamente la pelota. Beaufromont le ha escrito un manifiesto a sus leales franceses que a Valle le parece un error. Molestará a republicanos, a los orleanistas, a los indiferentes y lo que es peor, preocupará a los españoles, a los navarros, sobre todo. Valle-Inclán no quiere pensar que tanta estupidez se debe a las pocas luces del Borbón, encoñado ahora con la francesa de marras. Don Jaime ha recibido al decrépito marqués de Cerralbo, el que fuera delegado de su padre en la Patria, de paso por París, que le ha aconsejado prudencia, las cosas en España no marchan bien para la Causa. Solo falta que sus fieles se enteren de sus flaquezas con relación al trono de San Luis. Y lo dice quien fue creado caballero del collar del Santo Espíritu por Carlos VII, aquel gigante. A Valle comienza a no gustarle la cercanía de Su Majestad.

A don Zacarías Fernández de Aguirre, que tiene la lágrima floja, se le humedecieron las pupilas cuando escuchó el ¡Viva España! que gritó el ruso. Un viva atronador, profundo, gutural casi. No cabe duda que el ruso sirve para la corte. Es un tío elegante y rotundo. A don Zaca, el ruso le parece un hombre cabal, no como el escritor de las guedejas, siempre criticando. Además, para esto ha venido desde Málaga hasta la capital francesa, para una cura de patriotismo dinástico; para ver al rey legítimo; para despotricar del liberalote de Alfonso, mal llamado trece; para oír de labios de un armario ruso de tres cuerpos un ¡Viva el Rey! muy bien vocalizado.

Don Zacarías ha dado un donativo para el fondo de los excombatientes y el rey se lo ha agradecido departiendo con él, por breves instantes, aunque a don Zaca le han parecido una eternidad. Don Jaime le ha preguntado por Adelita y los niños. El malagueño se ha pasado un poco contándole lo alto que está el mayor, Carlitos. Hasta Portadei se ha impacientado. Strogoff ha estado al quite, llevándose a Su Majestad a un aparte, no sin antes dejar que el rey le desease buena suerte. -Cuando esto se sepa en Málaga, los pelotas me nombrarán presidente del Círculo Jaimista, como si lo viese. Se dice el andaluz, que está como entre nubes. A Strogoff no se le escapa que Portadei ha recibido un cable de Madrid. Se ha retirado, como una sombra, al gabinete para leerlo a solas. Luego, ha vuelto al fiestorro, con el gesto demudado y la mirada perdida.