Para el Blog de la Casa Troncal de Los Doce Linajes de Soria; D. Rafael Portell Pasamonte, Vicerrector de la Academia de Genealogía, Nobleza y Armas de Alfonso XIII; nos remite en exclusiva este  interesantísimo artículo de su autoría. 

Escudo de armas de D. Rafael Portell

Escudo de armas de D. Rafael Portell

UNA DEMANDA DE PATERNIDAD

Rafael Portell Pasamonte

    Agosto 2015

En el mes de Abril del año 1905 se presentó una demanda en el juzgado del distrito de La Latina, de Madrid, por parte de Alfonso Sanz y Martínez de Arizala, con el fin de obtener el reconocimiento como hijo natural de Alfonso XII. La causa pasó a la Sala Primera del Tribunal Supremo. Entre los demandados se encontraba el mismo Rey Alfonso XIII.

 D. Alfonso XII

D. Alfonso XII

 

Alfonso Sanz y Martínez de Arizala, había nacido en la Avenida de los Campos Elíseos de Paris el 28 de Enero de 1880. Fue bautizado en la parroquia “Lo Honoré” e inscrito como hijo de madre viuda.

En realidad era hijo de Alfonso XII y de la soprano Elena Armanda Nicolasa Sanz Martínez de Arizala, nacida en Castellón el 6 de Diciembre de 1844. Hija de Manuel Sanz, que estaba ligeramente emparentado con Martín Belda, marqués de Cabra y de Josefa Martínez.

Siendo ya una artista consagrada (formaba parte de la compañía de ópera de la celebérrima soprano Adela Patti), conoció al príncipe Alfonso, que estudiaba en el colegio Teresiano de Viena, y donde Elena había ido a saludar al hijo de Isabel II, por indicación de esta.

 (Así se desprende de una carta enviada por Alfonso XII a su madre y fechada el 8 de Abril de 1872 que decía: “Hoy vendrá a verme a las dos Helena Sanz”)

 Desde el mismo año en que se conocieron fueron amantes.   

En 1880, dio a luz a un niño al que le impuso por nombre Alfonso. Más tarde, el 25 de Febrero de 1881, nació el segundo hijo, al que se le impuso por nombre Fernando.

Fallecido el Rey, Elena y la Reina María Cristina se pusieron en contacto, por medio de sus abogados, llegando al acuerdo, que en forma de convenio firmado el 26 de Marzo de 1886, disponía la renuncia de Elena a emprender acciones legales con el fin de que sus hijos fuesen reconocidos como hijos de Alfonso XII. A este respecto hay que señalar que al haber sido concebido Alfonso durante la viudez de su padre, podía aspirar a la condición de hijo natural, no siendo así la situación de su hermano Fernando que no pasaba de ser la de un hijo adulterino.

A cambio de esta renuncia los hijos de Elena recibirían una compensación económica de 500.000 francos, a un interés del 4 por ciento. Este dinero estaría depositado en el Contoir d’Escompte de París y estos no podrían disponer del dinero hasta su mayoría de edad.

 La sentencia de los magistrados del Tribunal Supremo desestimó las reivindicaciones de la demanda de Alfonso aduciendo que:

     «los reyes no están sujetos a las normas del derecho civil, sino que todo lo relacionado con ellos tiene un carácter de derecho público».

 Alfonso Sanz

Alfonso Sanz

Elena Sanz

Elena Sanz

 

 

DEMANDA PRESENTADA CONTRA EL REY ALFONSO XIII

 

“AL JUZGADO

Don Alfredo Correa y Ruiz, Procurador de los Tribunales, en nombre y representación de Don Alfonso Sanz y Martínez de Arizala, según acredito con la primera copia de la escritura de mandato especial otorgada a mi favor y autorizada por el Notario del Ilustre Colegio de Madrid, Don Luis Sierra Bermejo, que debidamente bastanteada acompaño, ante el Juzgado comparezco formalizando querella por el delito de presentación en juicio de documento mercantil falso, contra Don Alfonso de Borbón y Habsburgo Lorena, a tenor de lo preceptuado en el art. 277 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, estableciendo como extremos formales y de hecho los que después se enunciarán debidamente ordenados.

 

I. PREAMBULO


Por ser esta querella un pasaje lamentable de la Historia de la Monarquía española, extravasa el restricto perímetro de los habituales casos forenses. Por ello se permite la dirección letrada romper los sólitos moldes de escritos de esta índole y pide disculpa por dar a estas páginas una forma distinta a la usada en la cotidiana vida judicial. Este exordio no es consuetudinario en piezas semejantes; pero la superlativa trascendencia del asunto merece subrayarse desde las primeras frases de este alegato.

 

De los hechos que más tarde serán narrados, surge perfilada, con todos los requisitos del tipo legal, una figura delictiva concreta, pero también aparece con nitidez meridiana la singular psicología del presunto culpable, que representó durante largos años la más alta magistratura del país. En esta hora en que los progresos de la ciencia penal obligan a la afanosa búsqueda del perfil psicológico de quien vulnera las normas, para que puedan individualizarse los tratamientos penales, no puede considerarse ociosa la pesquisa de la intimidad moral de quien, obligado a ser el más respetuoso guardián de las leyes y paradigma de conductas, no sólo las viola con sus actos, sino que acarrea, con su proceder, el reproche social de una vida que debió ser ejemplarísima.

En este episodio histórico de una Casa de Reyes, no es lo más reprobable el delito perpetrado, sino la negligencia, primero, que permitió al depositario infiel arruinar a unos menores, y la infidelidad, después, a la promesa hecha en trance harto difícil para los despojados. El pueblo acostumbra a expresar la lealtad de un ofrecimiento diciendo que es palabra de Rey, y en este caso, un Monarca auténtico, con artes premeditadas, y el uso punible de documentos falsos, llevó a personas, por cuyas arterias sospechaba que corría sangre fraterna, a un pleito que le sirviera de garantía contra legítimas pretensiones, y violó la palabra de Rey que había dado, de resarcir después a los demandantes, de los perjuicios que les causó un delito, cuya perpetración fue posible por culpa de sus servidores.

De estas hojas forenses, que se escriben sin apasionamiento, pero con emocionada sinceridad, emerge la figura de un Rey que denunciaba en sus actos la potencia de traición que más tarde había de llevarle al perjurio y al más alto crimen contra su patria. Estas deslealtades de intimidad eran anuncio de las que luego había de cometer en la esfera pública. El hijo de Elena Sanz, que ahora demanda justicia en España, supo de las traiciones de Alfonso de Borbón cuando todavía su pueblo no podía sospechar que un Rey infiel regía sus destinos.

Me urge poner en vanguardia el propósito que guía al querellante. Más que perseguir el delito cometido, más que revelar el carácter de su adversario, proclive a todas las hipocresías para el logro de sus objetivos, interesa a D. Alfonso Sanz reivindicar la limpieza de su hacer desde su infancia hasta estos días maduros de su existencia laboriosa. En 1908, la regia deponente, Doña María Cristina, el Abogado de la Real Casa y sus secuaces, hicieron correr por el ámbito español la calumniosa especie de que los hermanos Sanz habían percibido la pequeña fortuna depositada para ellos en 1886 y que con medios astutos deseaban conseguir nuevos ingresos crematísticos. Por eso, aunque no tenga inmediata relevancia con el delito que en esta querella se describe, es preciso narrar en el capítulo de hechos aquellos remotos acaecimientos, harto probatorios de que Alfonso y Fernando Sanz, despojados de su discreto peculio por un banquero fraudulento, sólo pedían lo que era suyo. Con palabras mentidas y con el imponente aparato de una Justicia doblegada ante el prestigio de la realeza, no sólo se les negó lo que les pertenecía, sino que se hizo escarnio de su nombre.

Un lejano episodio, que en el reinado de Alfonso XII produjo sensacionales comentarios, se actualizó luego en los años 1907 y 1908. Todavía en 1912 los hermanos Sanz conmovieron a la opinión pública con el folleto Hacia la Justicia, en que el cotejo de la auténtica realidad con las difamaciones circuladas, arrojaba en su favor el saldo honorable que Alfonso XIII, maliciosamente, no quiso reconocer. Otra vez el olvidado asunto cobra vida y movimiento. Pero ahora se encuadra en el marco elegante del nuevo régimen español.

Esperamos que la justicia, negada por la Monarquía, obtenga triunfo en la joven República española.

 

II. FORMALISMO


Primero. Competencia:

Del hecho fundamental de esta querella corresponde conocer al Juzgado de instrucción del distrito de Buenavista, porque, tanto la manifestación de voluntad, como el resultado, tuvieron lugar en el edificio del Tribunal Supremo de Justicia, donde se presentó el documento falso en el pleito seguido el año 1908.

La índole sui generis de esta querella nos obliga a razonar este extremo, que habitualmente sólo se enuncia en escritos de esta especie. Dice el núm. 2o. del art. 14 de nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal que serán competentes «para la instrucción de las causas, los Jueces instructores del partido en que el delito se haya cometido». La fórmula puede ser controvertida cuando el acto y el resultado tienen asiento en diferentes partidos o distritos, y entonces pueden ser alegadas las doctrinas del acto, del resultado o de la ubicuidad, para decidir el sitio donde se estima cometido el Delito. En este caso no es preciso acudir a la Jurisprudencia, que considera lugar de la infracción el de la consumación -es decir, que se inclina a la teoría del resultado-, pues la presentación en juicio de un documento falso es un delito formal, en que la manifestación de voluntad y el resultado aparecen fundidos. No ofrece, pues, duda alguna el lugar del delito, por lo que respecta al hecho en sí contemplado en su objetividad.

Tampoco ofrece sustancia polémica la competencia del juez de instrucción, aunque se mire desde el lado subjetivo del presunto culpable. Cierto que es el querellado Don Alfonso de Borbón y Habsburgo, Rey de España cuando el delito se perpetra, pero ello no basta para atribuir la competencia del proceso al Tribunal Supremo. En 1907 se entendió así, erróneamente, aunque el dictamen del Fiscal, D. Javier Ugarte, defendió la tesis correcta de atribuir el conocimiento del pleito al juzgado de primera instancia. En esta hora el tema no es dubitable. No sólo Don Alfonso de Borbón ha dejado de ser Rey, sino que la ley de 24 de Noviembre de 1931, en que se condena al ex Monarca por el delito de alta traición, le despoja de todos sus privilegios. La autoridad de cosa juzgada se redobla aquí por ser un fallo que dimana del Poder legislativo de las Cortes Constituyentes, constituidas en Altísimo Tribunal de Responsabilidades. Es, por tamo, incuestionable la competencia del Juez de Buenavista para conocer de esta causa.

Segundo. Querellante:

Es el querellante Don Alfonso Sanz y Martínez de Arizala, mayor de edad, vecino de París, con domicilio en la calle de Leroux, 2 bis.

Tercero. Querellado:

Es el querellado Don Alfonso de Borbón y Habsburgo Lorena, vecino de Fontainebleau, con domicilio en el Hotel Savoy.

 

III. HECHOS

Los hechos que motivan la presente querella tienen su entronque con lejanos episodios de la historia de la Casa Real española, recién restaurada entonces. Por los motivos que se expresan en el Preámbulo, es de imprescindible necesidad que este relato asuma dimensiones insólitas. La narración será circunstanciada, y haremos el debido resalte de aquellos acontecimientos que después han de subsumirse en el tipo legal.

Primero. Elena Sanz y sus hijos.

La gran artista se hallaba en el apogeo de su gloria cuando aceptó, en 1878, un contrato en el Teatro Real de Madrid. Don Alfonso XII había conocido a doña Elena Sanz cuando, casi niño, estudiaba en un colegio de Viena. Su madre, Isabel II, desterrada en París, envió a la gran cantante a saludar a su hijo. El Rey, al ver de nuevo, en Madrid, a la hermosa artista, prendóse de ella. Seis meses más tarde, por orden taxativa de la Corte, se retiraba de la escena, confinándose en un retiro absoluto. Allí nacieron los dos hijos de Alfonso XII: Alfonso y Fernando Sanz.

Tanto el Rey como su madre Doña Isabel II y las personas vinculadas a la realeza por la amistad o el servicio, trataban a Elena Sanz y a sus hijos con máximo afecto. Ello fue causa de que se acumulasen en sus manos cartas y documentos, harto probatorios de la filiación de Alfonso y de Fernando.

La madre reemplazó a la notoria artista, como hemos dicho. Una pensión, puntualmente entregada por los servidores del Rey, pero comparativamente exigua si se coteja con los ingresos que como cantante percibió Elena Sanz en los días de sus triunfos líricos, bastaba para subvenir a las necesidades de la madre y de los hijos, que vivieron resignadamente aquella época de retiro y silencio.

Segundo. Consecuencias de la muerte del Rey.

El 25 de Noviembre de 1885 muere Alfonso XII, sin haber resuelto la situación de sus hijos habidos fuera de matrimonio, deseo reiteradamente manifiesto en la múltiple correspondencia mantenida con Elena Sanz. Las palabras del agonizante revelan la angustia del hombre, a quien la muerte sorprende en divorcio con su conciencia: «¡Mis hijos! ¡Mis hijos! Qué conflicto», exclamaba el Rey moribundo.

Muerto Alfonso XII, la Casa Real, inspirada sin duda por el rencor humano de una esposa, más que por la serena justicia de una Reina, obligada a triunfar de las flaquezas de mujer, decide suprimir la pensión hasta aquella época fielmente abonada. Entonces doña Elena Sanz, en el ineludible trance de defender el porvenir de sus hijos, recurre a D. Rubén Landa, eminente Abogado español, republicano de solera, que se hallaba en París, y le consulta sobre sus posibles derechos. El Sr. Landa examina los documentos que se le ofrecen y selecciona los autógrafos y cartas del Monarca, en que reconocía como hijos a los habidos con doña Elena Sanz, entendiendo que era indiscutible el derecho de la madre para hacer que se reconociera al niño Alfonso como hijo natural del Rey muerto (véase la declaración de D. Rubén Landa en el escrito de conclusiones del Sr. Nougués, pág. 62, Documento núm. 22).

Tercero. Intervención de D. Nicolás Salmerón.

El Abogado D. Rubén Landa, convencido de la justicia de las pretensiones de doña Elena Sanz, la pone en tratos profesionales con D. Nicolás Salmerón.

En el transcurso de estos hechos ha de ser repetida la cita de las cartas y opiniones del glorioso maestro. Su testimonio tiene peso decisivo para el enjuiciamiento moral y forense de este caso; por ello me importa subrayar que su palabra inviolada no puede ser puesta en entredicho. Quien hizo culto de su rectitud de conducta, quien por vivir de acuerdo con sus principios se apartó de la Presidencia de la República, por no aplicar la pena de muerte, no puede ser tildado de mendaz en sus afirmaciones. Cuanto dijo D. Nicolás Salmerón, no puede ser controvertido. Su palabra no era de Rey, de Rey que viola sus promesas cuando están en conflicto con su conveniencia; su palabra era de hombre, de hombre íntegro, capaz de todo, antes de desfigurar la verdad. Este excelso ejemplar de virtudes humanas se encargó de defender los derechos de los hijos de Elena Sanz.

Don Nicolás Salmerón compartía los deseos de la madre, y desde el comienzo de su intervención procuró impedir que los Tribunales mediaran en el asunto. Doña Elena respetaba la memoria de Don Alfonso XII y no quería lanzar el nombre del prócer muerto a los cuatro cuadrantes de la maledicencia. Pero, a la vez, se veía obligada a defender los derechos de sus hijos. Por eso trató de llegar a limpia transacción con la parte adversaria.

El 23 de Diciembre de 1885, D. Nicolás Salmerón escribe a Elena Sanz aceptando su defensa y aplaudiendo los propósitos de ensayar medios dignos de concordia, antes de acudir al estrépito de un litigio. Pero en esta carta ya advierte el insigne republicano que las bases de la futura transacción han de ser esmeradamente establecidas porque como probablemente;

«a juzgar por lo que ya han hecho con Vd. no les inspirarán nobles sentimientos, tendrá Vd. que hacer comprender que no está dispuesta a aceptar una merced mezquina, cuando no pide gracia, sino justicia» (Documento núm. 1).

En ejercicio de su menester de defensa, y con el designio conciliatorio ya enunciado, escribe D. Nicolás Salmerón al Intendente de la Real Casa, D. Fermín Abella, en solicitud de una cita, con el fin de celebrar una conferencia sobre el asunto que le estaba encomendado (carta del 23 de Diciembre de 1886, que figura como documento núm. 1, acompañado al escrito del Sr. Cobián en contestación a in demanda presentada por el Sr. Nougués. Documento núm. 20). El señor Salmerón da cuenta a doña Elena del resultado de esa conferencia, en carta fechada el 2 de Enero de 1886, y la notifica que en principio se convino entre él y D. Fermín Abella que empezase la señora Sanz por concretar sus pretensiones, indicando éste:

«que la fortuna de Don Alfonso XII no era tan considerable como se suponía; que aún no estaba formalizado el inventario y que de arreglar el asunto era conveniente hacerlo pronto y no esperar a ultimar las operaciones del intestado».

Y D. Nicolás Salmerón prosigue:

«Como las razones que aduje y la lectura que di a algunas de las copias, en esa conferencia, impresionaron profundamente al Sr. A. (Abella), quedó éste en transmitir la pretensión de Vd. mostrándose inclinado a aconsejar que se evite una reclamación ante los Tribunales» (Documento número 2).

Puesto de acuerdo el Sr. Salmerón con D. Rubén Landa y con doña Elena Sanz, ya puede concretar a la Casa Real lo que era justa pretensión de la madre de los hijos de Alfonso XII. La carta de D. Nicolás, del 20 de Febrero de 1886, dirigida al Sr. Abella, unida al escrito de contestación a la demanda del Procurador Sr. Gauna, mandatario de los herederos de Don Alfonso XII (Documento núm. 20), será luego transcrita y comentada. Con esta correspondencia de D. Nicolás Salmerón, se demuestra que lo que doña Elena Sanz pretendía, así como sus representantes, los Sres. Salmerón y Landa, era transar sobre los derechos de los menores y nunca estipular una compraventa de documentos, como se alegó, con evidente mala fe, por los representantes de la Casa Real en 1907 y en 1908. Basta para ello que copiemos los siguientes párrafos de dos cartas que D. Nicolás Salmerón dirigió a doña Elena Sanz. Con fecha de 23 de Diciembre decía:

«Según Vd. sabrá y el Sr. Landa le habrá de seguro indicado, habiendo pruebas que no pueden recusar los Tribunales, le corresponde, a su hijo de Vd. la sexta parte de la fortuna, que debe compartir con Vd.; y dada la cuantía de la herencia que a raíz del fallecimiento se fijaba aproximadamente como de notoriedad casi pública, y que debiendo procederse a la formación de la testamentaría judicial no podría fácilmente ocultarse, representaría para Vd. y sus hijos un capital muchas veces mayor que el de la pensión que le fue prometida y que con tanta torpeza como mezquindad pretenden reducirle» (Documento núm. 1).

Y en la de 2 de Enero de 1886 se lee:

«Por lo que pueda servirle, para que Vd. forme su decisión, le diré que me parece podría darse por muy satisfecha si consiguiera que se le diese un capital que asegurara una renta de 100.000 pesetas y cuya mitad se entregaría a Vd. en libre disposición, empleándose la otra mitad en inscripciones nominativas de Renta pública, de que sólo sus hijos a la mayoridad podrían disponer. Mas, como según el Sr. Abella, no alcanzará la sexta parte del caudal, el capital que representa una renta equivalente a la pensión de 12.000 duros, sin que yo crea ni deje de creer ese aserto, entiendo que habrá grandes dificultades, si no imposibilidad, de recabar un capital que sería casi el doble; y como para entrar yo en transacción, si aceptan el principio que he propuesto, necesito saber de un modo preciso hasta dónde puedo ceder, espero se sirva Vd. fijarme el mínimum de rentas que para Vd. y para sus hijos pretende se asegure» (Documento núm. 2).

Cuarto. Dos cartas de máxima trascendencia.

Don Nicolás Salmerón recibe instrucciones de su cliente y ya puede dirigirse a D. Fermín Abella, proponiendo la base de concordia, en carta del 20 de Febrero de 1886. De este documento -antes aludido- se quiso deducir la violación del convenio, en el pleito de 1907-1908. Como el propósito de esta querella no sólo es denunciar un delito, sino conseguir que salga incólume de injurias la conducta de mi patrocinado y de su madre, copiamos los párrafos más importantes para comentarlos, luego de transcrita otra carta de 5 de Marzo de 1886, dirigida por el Sr. Salmerón a doña Elena Sanz.

«En primer lugar -dice al Sr. Abella- entiendo que debe hacerse un documento privado con el carácter de provisional, en el cual se consigne la obligación recíproca de entregar, la una parte, todas las cartas con que pudiera pretender demostrar la filiación natural paterna, y la otra la cantidad convenida. Para que en ningún caso pueda reproducirse reclamación alguna, ni aún por los menores, se declarará que no existen otras cartas que pudieran servir de prueba a las pretensiones; y a mayor abundamiento, se estipulará que las dos terceras partes, por lo menos, de la cantidad convenida, se invertirán en inscripciones de Deuda pública a nombre de los dos menores, a fin de que, asegurada la renta que ha de constituir una, aunque módica, decorosa pensión para alimentos, no haya jamás ni remoto temor a que puedan pedirlos los menores en cuyo nombre, tanto como en el propio, y fundada precisamente en esa concesión, renunciará la madre a toda pretensión de demostrar la paternidad de sus hijos. Al hacerse la entrega recíproca de las cartas y de la cantidad convenida, se otorgará una escritura para dar plena fuerza legal a la asignación de la pensión alimenticia y a la declaración y renuncia expresadas» (Carta que se acompaña como documento núm. 29 al escrito del Sr. Cobián, en contestación a la demanda presentada por el señor Nougués. Documento núm. 20).

La condición impuesta por el Sr. Salmerón de invertir una parte de la suma en inscripciones de Deuda pública a nombre de los dos menores no se aceptó, y así se lo comunica a doña Elena en carta que, copiada textualmente, dice así:

«Madrid, 5 de Marzo de 1886, Montalbán, 5, 2o. Muy Sra. mía y distinguida amiga: Extrañará Vd. mi silencio, pero me dolía escribir a Vd. sin darle noticia del arreglo definitivo y en las condiciones que yo estimaba más al abrigo de todo riesgo e injerencias extrañas.

A pesar de que Vd. se adelanta en su apreciable del 27 pasado a facilitar la solución en el sentido que la otra parte, por una infundada desconfianza exige, he procurado insistir en que el capital que se asigne a los niños y que será por lo menos de 500.000 pesetas, mitad para cada uno, se invierta en inscripciones nominativas; pero llevando el recelo hasta lo irracional, se han negado a constituir el capital en esa forma, a fin de poderlo retirar sin dificultad alguna, en el caso de que durante la minoridad de los niños se formulase alguna reclamación, o provocase escándalo, o de que al llegar a la mayoridad decidiesen resucitar la cuestión. En vano he procurado persuadirlos de que el temor que abrigan es infundado y de que en todo caso podría constituirse la inscripción nominativa, bajo la condición de que perderían el capital los niños si por Vd. o por ellos se suscitase cualquier reclamación; porque ven que, dada la índole de la inscripción nominativa, tendrían que apelar a un pleito para retirar el capital. En esta situación entiendo que no hay más remedio que renunciar a las inscripciones nominativas, procurando buscar las mayores garantías posibles en el depósito de los títulos al portador que han de constituir las rentas de los niños, y consignando, desde luego, que por falta de éstos, han de pasar a Vd. los títulos. No se ha resuelto así ya hoy porque con motivo de la boda de mañana, está el Sr. Abella ocupado. Siento haber tenido que ceder en eso; pero trataré de que el depósito ofrezca las mayores garantías y de que, sin intervención de nadie, se entienda Vd. para cobrar la renta directamente con la Banca en que se depositen los valores.

Para el arreglo definitivo, se muestra decidido el Sr. Abella a ir a ésa a fin de recoger él mismo las cartas y constituir los fondos. Le acompañará nuestro amigo Landa, cuya presencia, para salvar cualquiera dificultad y consignar los valores en la mejor forma dentro de lo convenido, es de todo punto necesaria. Hoy mismo escribo a Landa para que se disponga a venir a fin de acompañar al Sr. Abella, en cuanto pueda éste emprender la marcha, que espero sea en la próxima semana.

He vuelto a insistir, porque me dolía continuara Vd. en angustiosa situación, en que se remitiera a Vd. algunos fondos, y últimamente se me ha prometido que si por cualquiera circunstancia retrasasen el viaje a esa enviarían a Vd. alguna cantidad, para que sin prolongar sus apuros pudiera esperar la solución definitiva.

Aunque no he obtenido todo lo que yo habría deseado, crea Vd. que ha superado con mucho a lo que la otra parte pensaba conceder.

Me parece bien que se reparta el capital en Deuda de diferentes Estados para darle mayor seguridad, aunque sea algo menor la renta que resulte. Sobre esto tendré yo presentes algunas advertencias que comunicaré a Landa, y antes de que salgan de aquí él y Abella, o el que a éste sustituya, quedará todo convenido para que no surjan dificultades.

Deseando vivamente ver terminado este asunto y que Vd. pueda ya estar tranquila por el porvenir de sus hijos, me repito suyo amigo affmo. q. b. s. p. (Rubricado.) «Nicolás Salmerón» (Documento número 3).

Merece especial comentario la forma en que la Real Casa utilizó la carta primeramente transcrita, presentándola como un acuerdo formal y secreto, a virtud del que doña Elena Sanz debía remitir, sin excepción, todos los documentos que tuviese en su poder; acuerdo al que faltaron doña Elena Sanz, D. Nicolás Salmerón y D. Rubén Landa, según creencia de los representantes del Rey en el pleito de 1907-1908.

Basta leer esa carta, para comprobar que fue una proposición hecha por el Sr. Salmerón, con dos condiciones recíprocas: por una parte, entrega de todas las cartas con que se pudiera pretender demostrar la filiación paterna, declarando que no existen otras que pudieran servir de prueba a la pretensión, y de la otra, invertir las dos terceras partes, por lo menos, de la cantidad que la Real Casa habría de entregar, en inscripciones de Deuda pública a nombre de los dos menores. Todo ello se consignaría en un documento privado y provisional de inmediata redacción. Pero la Real Casa se negó terminantemente entonces a aceptar el segundo término de la propuesta, o sea, LA INSCRIPCION DE DEUDA PUBLICA A NOMBRE DE LOS MENORES.

Por ello, doña Elena Sanz no tenía por qué cumplir el primer término de dicha proposición y sólo estaba obligada a la entrega de los documentos que hablan sido escogidos con todo detenimiento por el Letrado D. Rubén Landa y cuyas copias o fotografías se enviaron a D. Nicolás Salmerón, para servir de base a la avenencia o a las reclamaciones ante los Tribunales de justicia. Con todo, doña Elena Sanz entregó cuarenta y dos documentos más de los convenidos en los primeros días (Declaración de D. Rubén Landa en el pleito de 1908 y que se encuentra en las conclusiones de don Julián Nougués. Documento núm. 22).

En suma: por haber rechazado la Casa Real la propuesta hecha por el Sr. Salmerón, quedó sin efecto y totalmente nula la carta en que la hacía. En consecuencia, no se firmó el documento provisional privado que en esa carta del 20 de Febrero se menciona, y por eso se asignó más tarde, en distintas condiciones, el convenio de 1886, en el cual la única obligación que contraía doña Elena Sanz era la de no publicar cartas o documentos, como luego se verá. Queda, pues, incólume su derecho de conservar los papeles y con los que -como se vio en el pleito de 1908- se podía demostrar la filiación de sus hijos, pero no el reconocimiento por parte del padre. Todas las cartas que lo demostraban habían sido entregadas a la Casa Real al firmarse el convenio de 1886.

A pesar, pues, de haber sido anulada esa carta de D. Nicolás Salmerón, por obra exclusiva de la Real Casa, ésta la dio como vigente y sobre ella versaron todos los razonamientos falsos que pueden leerse en las conclusiones del escrito del Sr. Cobián, en las del Fiscal y en el último considerando de la sentencia del Supremo al fallar el notorio pleito en 1908 Huelga insistir sobre la importancia de la propuesta que D. Nicolás Salmerón hacía en dicha carta y de la responsabilidad que contrajo la Real Casa al rechazarla. Si el depósito hecho en beneficio de los hermanos Sanz lo hubiese sido en inscripciones o títulos nominativos, el banquero Ibáñez no hubiera podido nunca disponer de ellos, como lo hizo más tarde.

Quinto. El convenio de 24 de Marzo de 1886 y la escritura de igual fecha.

No sin íntimos recelos pasó D. Nicolás Salmerón porque los títulos de la Deuda pública fuesen al portador, y desaparecida así la condición repudiada por la Real Casa, se llevó a efecto el convenio de 24 de Marzo de 1886, mediante las escrituras de que vamos a hacer mención. En su virtud, de una parte se constituyó un depósito de valores a favor de los hijos de doña Elena Sanz; y de otra, se entregó a la representación de la Casa Real cuantas pruebas se poseían del reconocimiento de sus hijos por Don Alfonso XII, llegando a tanto la magnanimidad de la referida señora, que entregó más cartas y objetos que los que se habían acordado.

Ante el Cónsul de España en París, el 24 de Marzo de 1886, se otorgó la escritura que lleva el Núm. 40 de aquel protocolo, entre D. Fermín Abella y Blave y D. Rubén Landa y Coronado, llevando a efecto el convenio antes mencionado y del que merecen destacarse los siguientes párrafos:

«El Sr. Abella ha recibido el encargo, confiado en toda reserva a su rectitud de conciencia, de invertir un capital efectivo que no baje de quinientos mil francos en valores públicos, que permita asegurar por partes iguales una renta a los menores impúberes don Alfonso y D. Fernando Sanz Martínez de Arizala, hijos naturales de la señora doña Elena Sanz y Martínez de Arizala, cumpliéndole, por tanto, consignar de la manera más solemne que el capital invertido en los valores que más adelante se determinan, no le pertenece, sino que lo ha recibido para destinarlo al objeto que en esta escritura se expresa. -La señora doña Elena Sanz se obliga no reproducir reclamación alguna respecto a la filiación natural paterna de sus dos mencionados hijos y a no publicar carta, ni documento alguno, al intento de revelar dicha filiación-.Y si la expresada señora faltase a la obligación y compromisos consignados, el Sr. Abella podrá desde luego retirar los valores depositados, obligándose los Sres. D. Rubén Landa Coronado y don Nicolás Salmerón y Alonso, a hacer cuanto fuese necesario al efecto» (Cláusula tercera).

«Los valores públicos que habían de constituir el capital eran diez mil francos de Renta Exterior española y ochocientos diez bonos hipotecarios del Tesoro de la Isla de Cuba. Dichos valores fueron comprados al precio de cincuenta y siete francos setenta y cinco céntimos la Renta Exterior española del 4 por 100 y a cuatrocientos cuarenta y un francos veintiún céntimos los billetes hipotecarios de la Isla de Cuba, importando, por lo tanto efectivamente el costo de estos valores, la suma de quinientos mil veintidós francos cuarenta y cinco céntimos. Los títulos de la Deuda y los billetes de Cuba fueron depositados en el Comptoir d’Escompte de París. Según la cláusula segunda del Convenio de 1886, «el resguardo provisional del referido depósito de valores será entregado al banquero Sr. D. Prudencio Ibáñez Vega, domiciliado en París, quien recogerá y conservará en depósito el resguardo definitivo que debe expedir el Comptoir d’Escompte. A dicho D. Prudencio Ibáñez Vega confían los otorgantes el encargo por él aceptado de cobrar del Comptoir d’Escompte los cupones de los susodichos valores y entregar las cantidades, que por tal concepto vaya recibiendo, a la señora doña Llena Sanz Martínez de Arizala o a quien ésta apodere, o en su defecto, a la persona que tenga la guarda de los menores» (Documento núm. 4).

No sólo se constituyó por el Sr. Abella el depósito a que dicha escritura se refiere y a que venia obligado, sino que entonces se cumplieron las mínimas garantías que había podido conseguir D. Nicolás Salmerón, y a que se refiere en carta de 5 de marzo de 1886. Al logro de tales garantías, provee la escritura de la misma fecha que lleva el núm. 39 (Documento núm. 5), otorgada entre los Sres. Abella y don Rubén Landa -y cuya vigencia jamás se canceló-, en la que de una manera expresa y terminante se hace constar de nuevo que aquellos valores no pertenecen al patrimonio del Sr. Abella «y que se obliga a no retirar el susodicho depósito sin el consentimiento de D. Rubén Landa Coronado o, en defecto de éste, del de D. Nicolás Salmerón y Alonso, con sujeción a las condiciones que tienen estipuladas los otorgantes, haciéndose responsables a los mismos, en otro caso, del valor o del importe que los títulos tuvieran el día que retiraran el depósito», lo que está a su vez en perfecta armonía con lo previsto en la cláusula octava de la primera de las escrituras citadas, es decir, de la que lleva el núm. 40, cuando de una manera tan expresa se determina que: «. . .el depósito de los mencionados valores no podrá levantarse ni variarse en ningún caso, mientras haya de substituir al tenor de las precedentes cláusulas, sino de común acuerdo de ambas partes, es decir, del Sr. Abella o de su sustituto el Sr. Moreno Gil de Borja de un lado, y del otro de D. Rubén Landa o del Sr. Salmerón, de acuerdo con la señora doña Elena Sanz o de la persona que en su defecto tenga la guarda de los menores».

Sexto. Cumplimiento del contrato por una parte y negligencia y dolo por la otra.

Que doña Elena Sanz, cumpliendo lo convenido, entregó todas las pruebas que tenía del reconocimiento de sus hijos por parte de Don Alfonso XII, es cosa que no puede ofrecer la menor duda, y la causa determinante de ello fue el compromiso firmado a que antes hemos hecho mención, mejor dicho, la promesa, después no cumplida, de que sus hijos entrarían en posesión del capital cuando fuesen mayores de edad.

Como pruebas más relevantes de la entrega de dichos documentos auténticos de Don Alfonso XII, podemos ofrecer las siguientes: Cartas de D. Nicolás Salmerón a que antes hemos hecho referencia, principalmente aquella de fecha de 5 de Marzo de 1886, donde dice: «para el arreglo definitivo se muestra decidido el Sr. Abella a ir a ésa, a fin de recoger él mismo las cartas y constituir los fondos»; declaración de D. Rubén landa, tantas veces citada, que dice que:

«antes de otorgarse dicha escritura, entregó doña Elena, por mediación del declarante al Sr. Abella, las pruebas que tenía del reconocimiento de sus hijos por parte de Don Alfonso XII, llegando a tanto la magnanimidad de la referida señora, que entregó más cartas y objetos que los que se habían convenido»,

y la declaración de la Reina Doña María Cristina y de sus hijas, las Infantas, en el pleito de 1907-1908.

Ahora anticipemos -para demostrarlo luego- la falta de sincera correspondencia en la conducta, por parte de la familia real. Con actos culposos primero, y con deliberado propósito después, las reales personas y sus servidores, cuando tuvieron desarmada a doña Elena Sanz, de los medios de prueba del derecho de sus hijos, lograron despojar a los menores de la módica fortuna constituida por el contrato de 1886.

La conducta negligente arranca del hecho de constituir los valores al portador, en vez de nominativos, como don Nicolás Salmerón quería. Continúa con el cambio de depósito -totalmente contrario al contrato de 1886-, que pone los títulos en manos del banquero Ibáñez; sigue no exigiendo de éste cuentas de su gestión y culmina en el hecho de no preocuparse de convertir los valores de Deuda Exterior conforme a la ley de 1898. Después la negligencia se hace propósito de dañar, negándose Alfonso XIII y su Intendente a indemnizar el perjuicio causado por el banquero. De aquí se pasa al engaño, en virtud del cual los hermanos Sanz someten a los Tribunales sus pretensiones bajo promesa del Rey de resarcirles luego. Y, por último, aparece el delito, usando Alfonso de Borbón un documento falso en el pleito de 1907-1908.

De cada uno de estos extremos es preciso tratar prolijamente. Ya empiezan los hechos a dibujar el contorno de la responsabilidad de las reales personas y de los que con ellas se vinculan en este asunto.

Séptimo. Prudencio Ibáñez, depositario

En la escritura marcada con el núm. 40, en que se contiene el famoso convenio de 1886, surge una figura cuyo papel no es fácil explicar con lógica: la de D. Prudencio Ibáñez Vega, hombre de la íntima confianza financiera de la Casa Real, banquero de la Reina Isabel II. Con tanta inexactitud como mala fe, se quiso, por los representantes forenses de la Real Casa, hacer creer que Ibáñez estaba relacionado con doña Elena Sanz desde antes del convenio de 1886, siendo lo cierto que para este fin concreto le fue presentado por quienes intervinieron en el contrato, como en seguida diremos.

En la escritura de transacción tantas veces mentada, el oficio de Ibáñez quedaba reducido a conservar en su poder el resguardo del depósito de los títulos, hecho en el Comptoir d’Escompte, y a percibir la renta de los mismos y entregársela a doña Elena Sanz.

Fue días antes de este convenio, cuando doña Elena Sanz conoce al banquero. La prueba se halla en la carta de don Nicolás Salmerón, fechada el 2 de Enero de 1886 (Documento núm. 2), en la que se dice que por la Casa Real había de ser atendida la petición que se le hizo en relación con un anticipo a cuenta de las cantidades, cuya entrega se había de disponer en definitiva. A ello se refiere este párrafo: «y me parece que será atendida mi petición encargando a alguna persona de ahí que la entregue a Vd. algunas sumas mientras procuramos una solución definitiva». Y esa persona fue D. Prudencio Ibáñez. He aquí el modo como llegó el banquero a ser conocido de doña Elena Sanz, que hasta ese instante ignoraba incluso su nombre. No es de extrañar, pues, que cuando el Sr. Abella llegó a París varios días después y presentó a D. Prudencio Ibáñez, como de la absoluta confianza de la familia real, fuera recibido sin prevención alguna.

Es chocante que se haga intervenir a un personaje innecesario para una cosa tan simple como la de depositar en sus manos los resguardos de títulos consignados en el Comptoir d’Escompte y la de cobrar la renta en este Banco, trasladándola a doña Elena Sanz. ¿Es que el susodicho resguardo del depósito no podía haber quedado en poder del Sr. Abella? ¿Es que el Comptoir d’Escompte, puesto que tenía como una de sus misiones bancarias la de pagar los cupones, no podía haber hecho llegar el importe de los mismos a poder de doña Elena Sanz sin intervención de otro? ¿Qué es lo que se pretendía con esta intervención de D. Prudencio Ibáñez? Permítasenos que sobre este extremo, al parecer intrascendente, insistamos ahora.

Don Nicolás Salmerón dice, en su carta de 5 de Marzo de 1886 (Documento núm. 3), en que se hacen constar las bases principales del acuerdo convenido con la Real Casa, que «tratará de que el depósito ofrezca las mayores garantías y de que sin intervención de nadie se entienda Vd. para cobrar la renta directamente con el Banco en que se depositen los valores». Es decir, que parecía como si aquel gran maestro tuviera un presentimiento de lo que después había de acontecer, si la Casa Real hacía intervenir a tercera persona en el cobro de la renta; o mejor, que algo había en aquellas conversaciones de D. Nicolás Salmerón con los representantes de la Real Casa, que a éste le preocupó hondamente, al extremo de producirse como lo hace en sus cartas, procurando buscar siempre las mayores garantías posibles en el depósito de los títulos, para que aquellos menores no pudieran ver burlados sus derechos, como después sucedió.

Según consta en la escritura, tantas veces citada, del año 1886, los títulos depositados eran de dos clases. Unos de Renta Exterior española (diez mil francos); los otros, billetes hipotecarios del Tesoro de la Isla de Cuba (ochocientos diez). Ambas especies de valores debían permanecer bajo la custodia del Comptoir d’Escompte. Esta era la garantía a que pudo llegarse y que tanto preocupaba a D. Nicolás Salmerón. Dichos depósitos no podían ser trasladados de las Cajas de aquel Banco, nada más que con el consentimiento previo de D. Rubén Landa.

¿Cómo se pudo lograr esta autorización para hacer el traslado provisional de aquellos títulos, del Comptoir d’Escompte, a poder de D. Prudencio Ibáñez? Se dio como motivo, que habiendo sido amortizados en sorteo los billetes del Tesoro de Cuba, había que acudir a sustituirlos por otros valores que garantizasen la renta convenida. Y con este pretexto se solicitó de D. Rubén Landa permiso para colocar en manos del Sr. Ibáñez los títulos a que nos venimos refiriendo; pero siempre con la expresa obligación de que se volvieran a depositar en el Comptoir d’Escompte o en el Banco de Francia los nuevos valores adquiridos con el producto de aquella amortización. La Casa Real era la que venía obligada a efectuar dicho depósito, ya que se confiaba en su Intendente, D. Luis Moreno, que hasta entonces no había dado motivos de sospecha. El Sr. Landa no dudaba de que, hecho efectivo el importe de los bonos de la Isla de Cuba y adquiridos los nuevos valores, el Intendente de la Real Casa los volvería a depositar en seguida en el Comptoir d’Escompte, lo cual no exigía ni gastos ni nuevas formalidades, o en el Banco de Francia, con las debidas intervenciones y garantías. No obstante, se aprovechó esta circunstancia para que continuasen definitivamente los valores en poder del hombre de la absoluta confianza de la Casa Real, como ahora documentaremos. Ello fue obra del Marqués de Borja. Había muerto D. Fermín Abella, y en el contrato de 1886 se nombraba su sustituto a D. Luis Moreno, Marqués de Borja, hijo político de Abella, que heredó el cargo de Intendente de Palacio, pero no la pulcritud de conducta de su suegro.

Inquieta doña Elena Sanz por la situación provisional en que se habían colocado los valores y que venía prolongándose de manera injustificada, requirió, por conducto del señor D. Rubén Landa a la Intendencia de la Real Casa para que el Sr. Moreno y Gil de Borja se trasladase, en unión del Sr. Landa, rápidamente a París, para que se constituyese nuevamente el depósito en el Comptoir d’Escompte, en la misma forma que había estado anteriormente. Si de común acuerdo se escogía como depositario otro gran establecimiento de crédito, el depósito sería constituido -estando presentes en París ambos señores- con las intervenciones y formalidades que constituían la garantía de los dos menores.

El Sr. Moreno y Gil de Borja, si bien daba muy buenas palabras, no fue a París para la constitución del depósito en la forma para la que era requerido, permitiendo, con su injustificado proceder, que los valores continuasen en manos de D. Prudencio Ibáñez. Se pretendía que doña Elena Sanz sufragase los gastos que para esa constitución de depósito habían de originarse, gastos muy superiores a las rentas que mensualmente venía percibiendo, ya que, entre aquéllos, estaban incluidos los del viaje a París de los Sres. Landa y Moreno.

El Sr. Marqués de Borja, sin previo consentimiento ni acuerdo de doña Elena Sanz, ni de sus representantes, constituyó, de una manera definitiva, aquellos valores en poder de D. Prudencio Ibáñez el 5 de Septiembre de 1889 (Documento núm. 6), violando, de una manera manifiesta, cuanto sobre el particular se habla convenido. Así se hacía posible que, sin la intervención del Sr. Landa o de personas que le representasen, pudiera la Casa Real disponer de aquellos títulos en el momento en que le conviniera, cosa que jamás hubiese podido hacerse si aquéllos hubieran seguido depositados en el Comptoir d’Escompte o en cualquier otro Banco con las intervenciones y garantías de la escritura de 1886.

Los valores a que nos hemos referido, depositados por el Sr. Moreno y Gil de Borja en poder de D. Prudencio Ibáñez, eran treinta y un mil francos de Renta Exterior española al 4 por 100, cuya numeración conservaba el Intendente en su poder.

Octavo. La Supuesta conversión de 1898 y la negligencia de la Real Casa.

Queda taxativamente probado que al empezar el año 1898 la Real Casa tenía depositados a nombre de su Intendente, y en poder del banquero Ibáñez, de París, los títulos de treinta y un mil francos de Renta Exterior española, 4 por 100, que constituían el patrimonio de Alfonso y Fernando Sanz, conforme al contrato de 1886. En realidad, el depósito estaba a la orden inmediata de la Casa Real, y por eso el Marqués de Borja podía escribir a Ibáñez, en 22 de Julio de 1903, con irrebatible lógica, que «. . . el depósito está hecho por mí en poder de Vd., y según el texto del documento que Vd. me remitió, a mí y no a ninguna otra persona, debe Vd. responder de él» (Documento núm. 7).

A comienzos de este triste año de 1898, Alfonso y Fernando Sanz tenían, respectivamente, dieciocho y diecisiete años de edad. Se encontraban bajo la tutela de su madre doña Elena, abatida ya por la dolencia que diez meses más tarde desenlazaría en la muerte.

El 17 de Mayo y 20 de junio de 1898 se publicaron la ley y el Decreto de Conversión, en los que se ordenaba que los títulos de Renta Exterior, constituidos a nombre de súbditos españoles, deberían ser variados de oficio y convertidos en Renta interior si dentro de los cinco meses no lo eran voluntariamente por los depositantes. La conversión era, en efecto, voluntaria, lo que significaba que los interesados de nacionalidad española podían reemplazar los depósitos de Exterior por otros valores.

Pero el caso de conversión estaba previsto en la escritura de 1886, cuya cláusula octava ya se ha transcrito (Documento núm. 4). En ella se prohibía levantar o variar el depósito, salvo en caso de común acuerdo entre la Intendencia de Palacio, de una parte, y D. Rubén Landa o D. Nicolás Salmerón de otra, y previa la anuencia de doña Elena o de la persona que en su defecto tuviese la guarda de los menores.

Puesto que la Casa Real tenía un depósito de Renta exterior a nombre de su Intendente, súbdito de España, había llegado para ella la obligación de variar dicho depósito en el término de cinco meses; pero también la ligaban deberes con los menores beneficiarios, según la cláusula octava aludida. Por ende, la Casa Real, durante el plazo que la ley concedía, tenía que convocar o requerir a D. Rubén Landa y a doña Elena Sanz para hacer la conversión y, de acuerdo con ellos, escoger los valores con que había de reemplazarse el depósito de Exterior. Es indudable que los representantes de los menores no habrían de aceptar esa conversión en títulos de Interior, a lo que no estaban obligados, puesto que al hacerlo así se reducía la renta de los menores en un 50 por 100, cuando la ley dejaba absoluta libertad para convertir el Exterior en otros valores, que no sólo no les hubiesen producido tan gran quebranto, sino que tal vez en el futuro hubieran aumentado considerablemente sus ingresos.

La Casa Real no se ocupó de la conversión, ni del cumplimiento de la cláusula octava del contrato de 1886, olvidando, con negligencia suma, que tenía hecho a nombre de su Intendente un depósito de Renta Exterior española destinado a dos menores. Doña Elena Sanz estaba lejos de París, en una pequeña estación balnearia del mediodía de Francia. Gravemente enferma, nada sabía de las disposiciones sobre conversión, publicadas en Madrid, pero, aun en el supuesto de que le hubieran sido conocidas, ninguna medida hubiese tomado, puesto que era consciente de que nada podía variarse sin acuerdo suyo. Además, doña Elena Sanz tenía plena confianza en la Real Casa y no pudo sospechar que durante su agonía se preparaba la ruina de sus hijos.

Don Prudencio Ibáñez, que, como después se dirá, ya no tenía en su poder los títulos de la Deuda Exterior, que en concepto de depósito había recibido del Sr. Moreno y Gil de Borja (según se pudo comprobar en la instrucción criminal seguida por el Juez, Sr. Boucard, de París, en 1905, y según consta en sus propias manifestaciones y en el documento suscrito por él el 27 de Julio de 1905), simuló la conversión y la superchería fue factible por la negligencia temeraria de la Real Casa.

Al llegar a este punto, es preciso esclarecer el porqué de tan inexplicable falta de diligencia por parte de la Real Casa y de su Intendente. Ese inconcebible olvido a que antes hicimos alusión parece poco probable. ¿Cómo no recordar el depósito de títulos del Exterior que tenía constituido? ¿Cómo desconocer la ley y el Decreto de Conversión, así como el plazo que se daba para reemplazar los valores? ¿Cómo pudo olvidarse la cláusula octava del contrato de 1886? Es más lógico edificar esta hipótesis: la Casa Real o el Marqués de Borja, en trance de intervenir en el depósito, supieron o sospecharon -comprobándolo luego- que el Sr. Ibáñez había dispuesto criminalmente de los títulos a él confiados y por temor de que podía alcanzarles alguna responsabilidad culposa, o por pensar que más valía ser deudores de Renta Interior, que de la Exterior, que valía el doble, se mantuvieron aparentemente ignorantes de cuanto Ibáñez realizaba. Pero, además, como hemos apuntado, es incuestionable que el banquero Ibáñez no hubiera podido simular la conversión en 1898, de títulos que ya no tenía en su poder, si la Real Casa hubiese cumplido los deberes que le imponían las escrituras signadas en 1886. Nos importa también advertir que el Intendente de Palacio guardaba la numeración de los títulos de Exterior que había depositado, lo que le hubiese permitido descubrir, no en siete años, sino en poquísimos días, la apropiación indebida perpetrada por Ibáñez.

Con esta simulada conversión, conseguía el banquero reducir las rentas que estaba obligado a entregar a los hijos de doña Elena Sanz, cuya diferencia se traducía en un importante beneficio para el Sr. Ibáñez. Cuando el tutor de los hermanos Sanz (doña Elena había fallecido el 25 de Diciembre de 1898) supo, por D. Prudencio Ibáñez, aquella conversión, protestó razonadamente, negándola su conformidad, ya que Alfonso Sanz, por ser súbdito francés, no tenía por qué soportar la conversión, aparte de que, habiendo existido un plazo de cinco meses para haber cambiado aquellos títulos por otros cuyos cupones fuesen pagaderos en francos, de acuerdo con lo que disponía la cláusula octava del contrato del año 1886, entendía que ni la conversión ni la variación en otros títulos, cualesquiera que éstos fuesen, pudo haberse hecho sino de acuerdo con los representantes de los hermanos Sanz.

El Sr. Ibáñez, ante la actitud del tutor y en su vehementísimo deseo de que no se descubriese el delito cometido, se prestó voluntariamente a seguir abonando a dichos hermanos la misma renta que producía la Exterior, condicionándolo a que la diferencia que existía entre el producto del papel Interior, en que dijo se habla convertido el de la Renta Exterior, y el que realmente abonaba, sería un anticipo que él hacia, en espera de que al llegar la mayor edad de Alfonso y de Fernando se dilucidase quién venía obligado a soportar los efectos de aquella conversión.

El fin que perseguía el banquero Ibáñez, con esta conducta aparentemente loable, era impedir que se descubriese el hecho delictivo, puesto que ya no tenía en su poder ninguno de los títulos, ni los de Renta Exterior ni los supuestos convertidos de Renta Interior.

Noveno. La mayoría de edad de Alfonso Sanz se avecina

Han transcurrido desde la escritura de 1886 cerca de diecisiete años, y en esos tres lustros largos, tanto doña Elena Sanz como sus hijos, han cumplido esmeradamente la única obligación que el aludido convenio les había impuesto en su cláusula cuarta: no revelar a nadie su filiación paterna ni reclamar su reconocimiento.

El 7 de Diciembre de 1902, D. Jorge Sanz, hermano y tutor de los menores, llega a Madrid para tratar del cumplimiento de lo estipulado en 1886. Se entrevista con el Marqués de Borja y le requiere para que se traslade a París, con objeto de formalizar lo convenido diecisiete años antes; esto es, poner a disposición de Alfonso Sanz los valores que se reseñan en la susodicha escritura, otorgando éste previamente la de renuncia al reconocimiento de su filiación, con cuyo requisito entraría en el pleno dominio del capital depositado. Pero, como es lógico, D. Jorge Sanz advierte al Marqués de Borja que no está dispuesto a pasar por la conversión que se dice hecha por Ibáñez, ya que -según hemos demostrado prolijamente- era totalmente ilegal, por ser contraria a la escritura de 1886, que era ley entre las dos partes contratantes. El tutor de Alfonso no podía transigir con aquella operación, que producía a sus hermanos enorme quebranto.

La respuesta del Sr. Moreno no pudo ser más desfavorable. El Intendente de Palacio pretendía que los hermanos Sanz aceptaran la conversión, cualquiera que fuese el perjuicio que les causara y que, en consecuencia, se habría de firmar así la escritura definitiva. El Marqués de Borja tampoco quiso poner lo que acontecía en conocimiento de la Reina María Cristina, «por consideraciones personales», ni del Rey Alfonso, «por ser aún demasiado joven».

Entonces D. Jorge Sanz trató de que los hechos llegasen a conocimiento de las reales personas, e hizo cuanto pudo para obtener una audiencia de la Infanta Isabel. Sólo consiguió que le recibiera la Marquesa de Nájera, a la que rogó hiciera presente a la Infanta cuanto ocurría y el deber en que se hallaba Palacio de cumplir lo escriturado y no burlar los derechos de los hijos de Alfonso XII.

También visitó D. Jorge Sanz, cumpliendo el encargo hecho en el testamento por su señora madre, a los Sres. Salmerón y Landa, a fin de pedirles consejo y ponerles al corriente de los hechos, suplicándoles interviniesen cerca del Intendente de la Real Casa, a fin de llevar a cabo la formalización del depósito de los valores, que debía recibir su hermano Alfonso.

En vista de la inutilidad de sus gestiones, el tutor regresó a París, y entonces D. Nicolás Salmerón, de acuerdo con D. Rubén Landa, escribió en forma apremiantísima a don Prudencio Ibáñez una carta, de la que extraemos estos párrafos:

«Como no había resultado alguno ni favorable impresión en la gestión de nuestro estimado amigo don Jorge Sanz, no me he sentido animado a escribir a Vd. Lo hago, al marcharse el Sr. Sanz, para no dejar sin respuesta la apreciable carta que Vd. me escribió sobre el asunto, en el punto que especialmente le concierne.

«Excuso referir a Vd. las múltiples gestiones que, con tanta actividad como inteligencia, ha practicado el Sr. Sanz, puesto que él habrá de darle detallada noticia. Me limito a decir a Vd. que no he creído desde un principio que podía haber otro medio eficaz de llegar hasta el Rey y obtener lo que por derecho de sangre reclaman sus hermanos de padre que el que la Reina Isabel, como abuela que se ha reconocido y declarado con noble y generosa sinceridad de los apreciables jóvenes por quienes tanto nos interesamos, se dirija en la forma más prudente, pero más apremiante, al Rey hablándole al alma para que haga lo que debe por la memoria de su padre y para satisfacción de su conciencia. A la exhortación para el cumplimiento de un deber piadoso puede acompañar el discreto consejo de evitar escándalo. Para decidir a la Reina Isabel, que no creo deje de sentir ese generoso impulso, no ha de ser a Vds. difícil hallar medio oportuno y eficaz. Como ya he hablado repetidas veces de ese particular con el Sr. Sanz, me remito a lo que él comunicará a Vd.

«Y vamos a lo que a Vd. particularmente le afecta por los préstamos que con tan extremada benevolencia ha venido haciendo. Cualquiera que sea la solución que tengan las gestiones para lograr la constitución de un peculio que no sea mezquino, quedaría siempre asegurado el reembolso de cuanto Vd. acredita, porque no cabe suponer que nadie se opusiera al pago. Nuestro amigo Landa, que casualmente ha tenido en estos días, con motivo de la enfermedad de su madre, ha manifestado en varias conferencias que ha tenido con el Sr. Sanz y conmigo, que en la relación que le incumbe, según los términos del convenio, aceptará, creyéndola por anticipado intachable, la liquidación que Vd. presente. Ha hablado también al Sr. Moreno y entrambos han reconocido la conveniencia y aun necesidad (dejando aparte la resolución que el joven D. Alfonso adopte cuando llegue a la mayor edad ya tan próxima) de formalizar el depósito de los valores para que, cualesquiera que sean las complicaciones que puedan sobrevenir, esté, antes de que surjan, bien definida la situación de los interesados y de los que han tenido que intervenir en el asunto» (Documento núm. 8).

Décimo. Mayoría de edad de Alfonso Sanz.

En Enero de 1903 llega D. Alfonso Sanz a su mayoría de edad. Y en esta fecha, dos formalidades inseparables debían tener lugar: entrega de los títulos del depósito a D. Alfonso y otorgamiento por éste, en unión del representante de la Real Casa, de una escritura pública en la que se hiciera constar la renuncia a toda reclamación de paternidad. Pero estas condiciones no pudieron ser cumplidas, por dos importantísimos motivos:

a) Los títulos que el Sr. Ibáñez decía tener en su poder no eran los que se habían depositado en su Banco. Ibáñez afirmaba que cuando la Ley de Conversión, el Ministerio de Hacienda le forzó a transformar aquellos títulos en valores de Renta Interior; pero, como hemos demostrado, los hijos de Elena Sanz no tenían por qué sufrir los efectos de la supuesta conversión, que reducía su capital a la mitad. La cuantiosa pérdida era resultado de la negligencia de la Real Casa, que, por ende, venía obligada a repararla.

b) El Intendente de Palacio, a pesar de haber sido invitado con todo apremio el mes antes de la mayoría de edad, por el tutor de los hermanos Sanz, a trasladarse a París, para que el depósito pasase a manos de D. Alfonso y para comprobar las cuentas y operaciones realizadas por el banquero Ibáñez, no se encontró en Francia, ni se hizo representar por persona alguna en esa fecha. Por lo tanto, el Intendente hizo materialmente imposible la formalización de la escritura que él mismo había de suscribir y la previa formalización del depósito, tan expresamente convenida un mes antes en Madrid, según se acredita por la carta de D. Nicolás Salmerón, de 22 de Diciembre de 1902 (Documento núm. 8).

Queda, pues, en suspenso el contrato de 1886; pero el Marqués de Borja pretende que está roto, alegando que Alfonso Sanz se ha negado a firmar la escritura de renuncia a sus derechos de filiación. La actitud del Sr. Moreno es sobremanera osada, porque achaca al Sr. Sanz una responsabilidad que sólo sobre él recae, ya que no se hallaba en París en la fecha convenida. Aparte de que es perfectamente justo que no quisiera Alfonso Sanz recibir valores distintos, con menguadísima renta, de aquellos que se depositaron en las manos infieles de Ibáñez.

Once. El Sr. Moreno pretende retirar el depósito y negar las rentas.

A la pretensión del Marqués de Borja de que le fuese entregado el depósito -que ya se formulaba en la carta dirigida a Ibáñez el 7 de Julio de 1903 (Documento núm. 9)- se opone judicialmente D. Rubén Landa, y el 9 de Julio de 1903, D. Jorge Sanz vuelve a Madrid para entablar debidamente su reclamación. A requerimientos amistosos de D. Nicolás Salmerón se encarga del asunto D. Melquiades Álvarez, de cuyas gestiones con el Sr. Montero Ríos, Abogado de la Real Casa, se hablará luego.

El Sr. Moreno y Gil de Borja debió entretanto adoptar una pulcra actitud de espera; pero, lejos de ello, insistió en sus injustas reclamaciones, escribiendo al Sr. Ibáñez una carta fechada el 22 de Julio de 1903, de la que destacamos estos párrafos:

«1o. Que el depósito, si no ha podido levantarse, sino por el mutuo acuerdo de ambas partes mientras ha debido subsistir, hoy, que ya no subsiste, puesto que ni sus rentas tienen aplicación, ni el capital pertenece a D. Alfonso, que implícitamente y explícitamente renuncia a él, debe devolverse a quien lo entregó.

«2o. Que en todo caso, el asunto habría de discutirse no con Vd., sino conmigo, y no ante los Tribunales franceses, sino ante los españoles.

«3o. Que el depósito está hecho por mí en poder de Vd., y que según el texto del documento que Vd. me remitió, a mí y no a ninguna otra persona debe Vd. responder de él.

«Ignoro cuál será la terminación de este asunto, puesto ya en manos de distinguidos Letrados; pero cualquiera que ella sea, yo tengo el deber de recabar el depósito, toda vez que D. Alfonso se niega a cumplir lo dispuesto en la escritura de 1886, y a no permitir que a los intereses de los valores depositados se dé aplicación distinta de la que yo disponga. Ruego a Vd., por lo tanto, que me devuelva el depósito y que no entregue sin mi consentimiento los intereses vencidos» (Documento núm. 7).

La gravedad de esta carta es paladina y las inexactitudes que contiene y las injusticias que perpetra son también obvias. El Marqués de Borja escribe que Alfonso Sanz se niega a firmar la escritura de 1886 -y ya hemos visto por qué-, y dice que el Sr. Sanz renuncia implícita y explícitamente a su fortuna, lo que es totalmente mendaz, pues en aquel mismo momento D. Melquiades Álvarez, en nombre de los dos hermanos, está tratando, inútilmente, de que la Familia Real cumpla las condiciones estipuladas en aquella escritura. Como se ve, por la lectura de la carta, cuyos párrafos capitales acaban de transcribirse, D. Luis Moreno no habla de la conversión, causa de todas las discrepancias, ni de lo que vale el depósito en ese momento. No hace constar -como hubiera sido leal- que si D. Alfonso no firma la escritura es porque se pretende que acepte seis mil quinientos francos de renta en lugar de los quince mil quinientos que le corresponden. El Sr. Marqués de Borja trata, además, de retirar el depósito, sin formalidades de especie alguna, olvidando que uno de los hermanos -Fernando- no ha llegado aún a su mayor edad, y a pesar de la oposición judicial de D. Rubén Landa, pretende que los Sres. Sanz sean privados de su renta y queden sin recursos mientras conferencian en Madrid los Abogados D. Melquiades Álvarez y D. Eugenio Montero Ríos, y, en fin, el Sr. Moreno declara explícitamente que sólo a él debe cuentas el banquero de los valores depositados.

Doce. Las cuentas falsas de Ibáñez y los perjuicios a los hermanos Sanz.

El banquero Ibáñez enviaba semestralmente, a la persona que tenía la guarda de los menores, los extractos de las cuentas, desde el 31 de Diciembre de 1887 al 30 de junio de 1904. Los documentos se acompañan a este escrito con el núm. 10, y en la hoja correspondiente al 30 de Junio de 1902, que es la más relevante porque precede a la mayoría de edad, aparecen claramente subrayadas las falsedades cometidas.

Como puede verse, y mediante la supuesta conversión de Exterior en Interior, la renta total de los dos hermanos aparece reducida a poco más de diecisiete mil francos; pero como en caso de liquidación había de deducirse, además, lo que el banquero pretendía que se le adeudaba a consecuencia de esa conversión, así como los gastos ocasionados por las reclamaciones a la Familia Real y que pronto aumentaron, resultaba que los hermanos Sanz hubieran tenido que firmar la escritura, contentándose con unos trece mil francos de renta, en vez de los treinta y un mil que producía el capital depositado por el Intendente. Precisa que hagamos de nuevo constar que, ante la justa protesta de D. Jorge Sanz, tutor de sus hermanos, el Sr. Ibáñez se había avenido, no sin aparente resistencia, a la entrega del importe de la renta de treinta y un mil francos; pero advirtiendo que, como no tenía fondos para ello, le era preciso adelantar esta cantidad de su bolsillo propio.

Destaquemos, finalmente, que con todas estas operaciones se obtenían contra los menores dos resultados: su fortuna quedaba aparentemente reducida a la mitad, según hemos dicho, y por otra parte se les imponía una deuda considerable al banquero para el instante de la liquidación, puesto que aparecían como habiendo recibido ocho o diez mil francos más anualmente, a causa del supuesto adelanto hecho por el banquero, desde la supuesta conversión.

Apresurémonos a consignar que las cuentas de Ibáñez eran falsas desde la guerra de España con los Estados Unidos, pues la conversión de valores no se había hecho. En 1905 -como más tarde se relatará- fue descubierto el delito de Ibáñez. Si en estos años de 1903 y 1904 los hermanos Sanz, hartos de tanta merma en el depósito, hubieran acudido a los Tribunales -como después hicieron-, la apropiación indebida de Ibáñez se hubiera descubierto dos años antes.

Trece. Las negociaciones de D. Melquiades Álvarez.

Ya se ha dicho que cuando el 9 de Julio de 1903 vuelve a Madrid el tutor de los menores, D. Jorge Sanz, encarga del asunto a D. Melquiades Álvarez por sugerencia de don Nicolás Salmerón, y el distinguido jurisconsulto se pone al habla con el Abogado de la Real Casa, Sr. Montero Ríos. Un año duraron las amistosas conversaciones sin éxito satisfactorio. A ellas pone término la carta dirigida por el señor Álvarez a D. Jorge Sanz, en la que le comunica que la Casa Real ofrecía tan sólo nueve mil francos de renta para ambos hermanos, ni un céntimo más, en vez de los nueve mil francos que pedía él para cada uno. En consecuencia, le dejaba en libertad al Abogado de los hermanos Sanz, Mr. Labora, para que procediese como mejor le pareciera, ya que D. Melquiades Álvarez, al hacerse cargo del asunto había advertido que él no entablaría el pleito (Documento número 11.). También D. Antonio Maura intervino oficiosamente, cerca de Palacio, para que los hermanos Sanz percibiesen el capital a que tenían derecho. Interrumpidas las gestiones que realizaba el Sr. Álvarez con el Sr. Montero Ríos, se reanudaron por el vivo deseo del Sr. Maura, que así lo instó del Abogado de la Casa Real.

Mas todo trato amistoso resultó inútil.

Catorce. La liquidación de 1904 entre Ibáñez y Fernando Sanz, documento falso.

Llegamos, tras este minucioso relato de hechos, al instante en que aparece el documento falso que en 1908 utiliza el Rey en el famoso pleito. La narración toma un sesgo más ceñido al punto capital de la querella.

Estamos en los comienzos del año 1904. El 25 de Febrero se cumplirá la mayoría de edad de D. Fernando Sanz. Seis meses hacía que D. Melquiades Álvarez reclamaba el cumplimiento del convenio de 1886 y pedía que se entregase a los dos hermanos, dispuestos a firmar la escritura, el total de lo que se les adeudaba. Pero mientras el Sr. Álvarez gestionaba amistosamente el término del enojoso asunto, el Intendente reiteraba a Ibáñez sus órdenes de suprimir la renta y enviarle el depósito.

El 10 de Febrero de 1904 D. Prudencio Ibáñez notificaba a los dos hermanos, una vez más, las órdenes del Marqués de Borja (que se reiteran en la carta del 29 de Febrero de 1904) (Documento núm. 12) y ante la protesta de D. Jorge Sanz y su amenaza de acudir inmediatamente a los Tribunales, el banquero propone, para que Alfonso y Fernando no queden sin recursos y mientras finalizan los tratos de don Melquiades Álvarez, que firme Fernando, que va a cumplir su mayoría de edad, una liquidación provisional, en la que se descontará lo que dice Ibáñez que le debían ambos hermanos, y del saldo que quede en poder de Ibáñez, les irá éste entregando la renta acostumbrada.

La propuesta es monstruosa, pero el tutor -que va a dejar de serlo dentro de breves días- tiene que inclinarse ante el deseo de Fernando, confiado ciegamente en que cuando la Familia Real conozca lo que acaece por la autorizada palabra de D. Melquiades Álvarez, ha de llegarse a un arreglo definitivo. Ya hemos dicho cómo la vana ilusión fue desvanecida.

El 25 de Febrero de 1904 Fernando Sanz firmó las cuentas siguientes que con carácter provisional exigía Ibáñez para seguir abonando la renta:

París, Febrero 25 de 1904.

SR. D. FERNANDO SANZ MARTINEZ DE ARIZALA.

París.

Su cuenta con P. Ibáñez Vega.

A saber:

Liquidación de sus haberes ajustados a la fecha de hoy, 25 de febrero de 1904, en que entra en su mayor edad, liquidado hoy como sigue:

Valor de pesetas 17.000 (diecisiete mil) de Renta Interior de España 4 por 100, al tipo 72,50 por 100, hacen 307.525,50 pesetas liquidadas, y que al cambio F. 3,59, son francos.


A deducir:
Importe de la cuenta corriente cerrada hoy por préstamos y adelantos
Diferencia a su favor, francos

                  218.802,95
99.798,00
119.004,95”