Artículo publicado en el Blog «Historia de Covaleda» (Soria), que dirige mi buen amigo D. Andrés Cámara Poza.

Publicado el 14 julio, 2015

   Soria, ciudad frontera hacia Aragón y Navarra, a 1010 metros sobre el nivel del mar, puede ser una espléndida estación veraniega cuando mejoren sus comunicaciones.

   Al Sur de la provincia hay fértiles vegas donde se cultivan cereales y remolacha en abundancia. Al Norte, en las estribaciones de sus sierras, se crían ganados de carne sabrosa y finísima.

   Los pinares de Covaleda, Duruelo y los Murieles y el pinar grande de Soria, son de una gran riqueza.

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Del Valle hasta el Urbión

La excursión por el «valle» es para las gentes de Soria, una fiesta del alma. El valle de Valdeavellano de Tera, el «valle», como se dice entre los sorianos, es el más dulce rincón de la provincia, al Norte de la capital.

Todos cuantos sepan en Soria mirar con amor a su tierra, habrán realizado una excursión al valle, en verano, para gozar de sus motivos encantadores.

El valle de Valdeavellano de Tera, no dista más de quince kilómetros de la capital, pasando por Numancia, hacia Tera, hermosa aldea, antesala del paraíso numantino.

Antes de llegar a la villa de Almarza, parte hacia la izquierda de la carretera de Logroño, otra carreterita estrecha, como si fuera de juguete, que hace la ronda del valle hacia el Urbión

En el ángulo que forman ambas carreteras, a la derecha del camino, tierras de páramo alto y frío, quedan los restos de la ciudad romana, llamada Térebris, de la que partía una calzada hacia Numancia.

Al paso del río Tera, que algunos señalan como el río de los arévacos, por tener de afluente el Arévalo, se encuentra un pueblo pintoresco, entre el camino, el puente y el río, rodeado de bellas arboledas, jugosos prados y fresco ambiente. Es la aldea de Tera acogedora, sonriente y atractiva, con el nido de la cigüeña sobre la esbelta torre de la iglesia, augurio venturoso para los viajeros, las calles limpias y bien trazadas y sus casas cuidadas con esmero por manos de mujer.

En este pueblo de gesto cariñoso, tiene su casa señorial el marquesado del Vadillo, Una casa solariega bien entonada, con hermoso patio almenado y un carácter sobrio de ambiente castellano. Esta casa-alquería conserva todavía sus dependencias complementarias del esquileo y los lavaderos de lanas, de aquellas cincuenta y ocho mil cabezas de ganado lanar, que en otros tiempos, formaban el rebaño del señorío.

El palacio tiene en sus alrededores una hermosa huerta y un parque frondoso, con bonitos paseos en las márgenes del río.

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Sigue la carretera por Rebollar y Rollamienta, pequeñas aldeas de vecinos amables y casas humildes, algunas con tejados pintorescos, de lanchas de piedra.

Antes de llegar a Rollamienta, el viajero debe hacer un alto en el camino, para contemplar la vista del valle.

A manera de circo romano, como si fuera un teatro de bosque, se aparece al espectador el valle de Valdeavellano. Sus balconcillos y miradores son las aldeas con sus casitas blancas que se van dibujando alrededor de su contorno.

Su paisaje, es un paisaje simple y juguetón, el paisaje de frescos prados, robledos y retamas. Es un paisaje «au bon marché» que deslumbra y encanta. Todo es transparente en el valle, en su aire limpio, sin polvo, menos las intenciones de sus habitantes siempre desconocidas.

Para las gentes de los campos de Soria, que es fruta en agraz, cansados de mirar en torno a la gravedad de sus sierras, el valle, se nos figura, como una fiesta amena, que hace olvidar las tristezas del alma.

Algo superior a sus encantos plásticos tiene para el autor de estas páginas el valle de las Escuelas. Es el espíritu de los pueblos superior al paisaje.

Las aldeas del valle han sabido armonizar el temple de Castilla con ideales de cultura.

El alma de Castilla en consonancia con su campiña austera, tiene en sus tuétanos mismos, en lo hondo de su corazón, la paz del sosiego y de la armonía de los siglos, que es preciso romper en bien de una superación.

En la soledad de Castilla y la fineza de su sentir, hay que inyectar ideales de progreso que cambien su estructura. Hace falta en Castilla, exaltar su espíritu hondo y comprensivo, hacia un nuevo amanecer. Castilla está enferma de castellanía.

Y, he ahí, a esa media docena de aldeas ¿el valle, con palacios escuelas, con niños cuidados con esmero, con construcciones que en nada deben envidiar a la ciudad.

Al visitar en Suiza, el valle de Dobressón del cantón de Neuchátel, no pude menos de recordar; igual que estas aldeas son las de Valdeavellano de Tera. El mejor local es la Escuela, corre el agua cristalina por las calles, ramales de carreteras, unen a unos pueblos con otros y en sus prados pastan parejas de vacas, para explotar la exquisita manteca y la leche fina de la sierra.

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Faltan en los alrededores del valle de Valdeavellano, las fábricas de relojes y los toboganes para ascender a las montañas; pero sus habitantes tienen por cima de la materialidad de las cosas, su espíritu aventurero de valores imponderables, superior a las razas del Norte.

Hay que mirar al valle de Valdevellano, desde el alto miradero de Villar del Ala, del pueblo, sin ningún analfabeto, sentados sobre un balcón de la casa de don Práxedes Zancada, desde cuyo sitial, aparecen las barranqueras de Palancares y Arazana, pobladas de robledos y encinas, hasta las cumbres cubiertas de sábanas de nieve.

En los fondos de los vallejos pastan las piaras de ganado y el río Razón, el de la piedra del Cárabo, con la huella del caballo de Santiago, corre persuasivo, como río ejemplar, hasta agotar sus aguas en regadíos.

De Valdeavellano de Tera, el pueblo de lujosos chalets y habitantes corteses, la población que todavía conserva privilegios de reyes, por su importancia ganadera de otros tiempos, parte una carretera hasta Sotillo del Rincón. Este camino es un bello paseo con sus hileras de árboles que forman armoniosa perspectiva, su puente internacional llamado el Bidasoa en la linde de ambos términos, de donde parten la distancia en los atardeceres, los veraneantes.

Hacia la sierra Cebollera está Molinos, una aldea con buena fábrica de paños y un palacio-escuela. La sierra de Carcaña sirve de natural barrera en el Sur. A espaldas de esta sierra, se encuentra la «Cueva del Moro» de la que se refiere una leyenda.

Entre los habitantes de la región, se cuenta, que hay un tesoro escondido en la cueva, Y no son, a pocos, a quienes ha excitado la ambición. El tesoro lo figuran como un juego de bolos de oro macizo. Y, en más de una ocasión, excavaron días enteros, aspirantes a ricos, en busca de esta joya codiciada.

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Desde Sotillo del Rincón, donde se conserva la tradición de los danzantes, aldea con tres barrios que son Las Casillas, Sotillo y la Lobera, este pueblo con un olmo milenario venerado por las gentes, bajo cuyas ramas celebraban sus juntas en la antigüedad, puede seguir el viajero hacia El Royo, pequeña gran ciudad con su arrabal de Derroñadas, uno de los pueblos más urbanizados de la provincia, residencia veraniega de ricos americanos.

El camino de Sotillo por El Royo y la Muerda a Vinuesa, es camino feliz.

Se llega a Vinuesa por el rumbo de El Royo, entre las sierras de Urbión y Vallílengua.

La villa se levanta sobre una loma, en un valle hermoso. En su vega se juntan el Duero y Revinuesa. Vinuesa, la antigua Visontíun, contemporánea de Numancia, de la que partía un camino hacia Uxania, es inolvidable para el viajero. La capital de pinares es una villa llena de hidalguía y dignidad. Tiene sus calles limpias con profusas fuentes. Sus casas señoriales que conservan escudos y tradiciones. Los ondulados aleros de los tejados, los balconcillos de madera de viejas construcciones, los bellos artesonados de algunas casas, y, luego, sus amplios zaguanes y sus cocinas espaciosas de redondas chimeneas.

Al pisar las viejas piedras de las calles de la villa, se deja uno sugestionar por los hechizos del pasado.

La vista más bella de los alrededores de Vinuesa, se debe admirar en el valle alargado que se forma desde Santa Inés hasta el pueblo. Corre por medio el Revinuesa atajado, de tanto en tanto, por presas de piedra para pescar las truchas. A los lados, se extienden las laderas tupidas de pinos albares.

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La subida hasta Santa Inés, por Quintanar, caserío de pobrísimo aspecto, presenta cuadros originales de superior belleza, Vinuesa tiene hoy una población de 900 habitantes. Su vida es próspera y rica. Hay que ver a sus bellas muchachas, adornadas con el típico traje de piñorras, en la fiesta que llaman de la pinochada.

Hay también en la villa modernos chaléts, construidos por ricos americanos que hicieron su fortuna, a fuerza de trabajo, allende los mares.

Toda la tierra de Soria da un gran contingente de emigración a las Américas y es mayor el número de emigrantes en la región de los pinares. Los hombres del alto Duero, no se resignan al agrio semblante de su tierra y vuelan como el río que ven nacer, en altas cumbres, hacia otras regiones de España, o a las Indias, que ofrecen promesas halagadoras. De Vinuesa a Molinos y Salduero sigue la carretera al Duero niño, aguas arriba. Hay dos kilómetros de camino entre el Robledo y Vallilengua, que es uno de los más bellos parajes de pinares.

Molinos de Duero es un pueblo de robusto carácter serrano, también con casas señoriales de antiguos ganaderos de la Mesta.

Salduero es una villa sonriente y acogedora con aires de ciudad, Y hay que vivir unos días en Salduero para comprender sus íntimos encantos, sus espléndidos paisajes, las risas del Duero que baña sus alrededores y la majestad de sus pinos.

En los días de estío, cuando todo está agostado y sediento, corre el agua de fuentes cristalinas y reverdecen las praderas.

Desde el «Postal de la Losa» se divisan las cumbres de las sierras de pinares y el panorama más hermoso que pueden contemplar los ojos.

Y no hay sólo paisaje en el ambiente de Pinares, como ocurre en otras regiones de España. El paisaje de pinares es todo espíritu contemplativo y superioridad.

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Bellas son las risas del Duero rumoroso, entre sus sierras rústicas y pasarelas, agradable el trato de urbanidad de este pueblo infantil; pero están por cima de estos encantos, las bellezas de sus mujeres, de las más hermosas de la provincia y las finas bondades de sus habitantes.

Hay que hacer la excursión de Salduero a Covaleda y de Covaleda a las lagunas del Urbión, para sentir la emoción agreste de la selva, la belleza salvaje.

Va la carretera Duero arriba entre túneles de pinos, y a cada paso, en cada vuelta del camino, hay un nuevo peligro de caer al abismo. Al pasar la curva de la muerte el viajero descreído se pone a bien con Dios.

A la Umbría, se contempla la selva virgen, donde se organizan las monterías para cazar venados y jabalíes.

Al llegar a Covaleda, se ensancha el horizonte y el pueblo aparece emplazado en un alto redondo. Hay que mirar a Covaleda desde las faldas de San Cristóbal, para admirar su bella población con calles alineadas y casas recién construidas de piedra y ladrillo. Un doloroso siniestro destruyó aquellas casas increíbles, oscuras como el fondo del pinar y sobre sus cenizas, “se ha levantado un pueblo con todas las sabidurías de estos tiempos. ¿Por qué no quemar todos esos pueblos tristes, única manera de dulcificar el rigor de la vida, con pueblos alegres y sonrientes?

Se cuenta de los habitantes de Covaleda, que deben su origen a una colonia bretona, mas es lo cierto, que su carácter no discrepa de otros pueblos de la serranía. Entre los habitantes de pinares, comarca original, perfectamente definida, se encuentra una raza arquetipo de temple indomable. Lo más característico de esta raza, es su ibera supervivencia. Son montañeses íntegros que avanzan por las sendas saltando como pelotas de goma. Son tipos enjutos y alargados, magnos y fluidos, de ojos castaños y cabellos poblados. Tienen barba cerrada como antiguos celtíberos de rostro agraciado.

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No es difícil desde Covaleda, visitar los picos del Urbión, que son los palacios del viento, la nieve y las tormentas. El viaje a las lagunas sombrías, cubiertas casi siempre por torvas nubes, se puede hacer desde Covaleda por un camino de herradura, que se pierde, a cada paso, en la agreste montaña.

El ánimo se sobrecoge al contemplar los monstruos de la selva, que son aquellos árboles corpulentos arrancados por las tormentas, y, que ya secos, aparecen como dragones y animales inverosímiles, sobre las laderas.

Hay también árboles petrificados, a modo de momias, por la acción del tiempo; formidables torrenteras, rincones de vegetación desconocida, y por todas partes, corre el agua fresca y cristalina, que humaniza aquel paisaje deshumanizado.

Cuatro son las lagunas que brotan de la sierra. Hay una al Noroeste que se llama del pico, la que lame el peñón gigantesco, en el término de la Viniegra.

En la parte meridional de la montaña, se descubre el nacimiento del Duero, que brota de una lanzada dada en el costado del Urbión.

Aquellos paisajes, deshumanizados para quien por primera vez los visita, están matizados de fiereza y turbulencia, a sus 2.300 metros de altura.

Tres son las fuentes regulares del Duero y la principal laguna aparece bajo un túnel de nieve.

Sobre la sierra, están las lagunas Larga y la Helada, y bajo el pico de Zorraquin, se encuentra la laguna negra, de la que ha inventado la fantasía leyendas imaginarias. Se dice, de esta laguna, que se comunica con el mar y que se fraguan sobre ella tormentas terroríficas, que dañan el campo y los ganados.

A la izquierda del pico de Zorraquín que parece un volcán apuntado, hay una mágica cascada que se forma de las aguas de la laguna Helada, para dar nacimiento al río Revinuesa.

Y es necesario pasar unos días en la sierra del Urbión, en pleno mes de agosto, durmiendo en la cueva que hay junto a la laguna Negra, bajo el temor de ser acometidos por insectos y reptiles, para sentir enteramente la vida libre de la Naturaleza, que encierra tantos misterios sugeridores.

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