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Interesantísimo artículo del Ilmo. Sr. D. Antonio José Mérida Ramos, Caballero de Yuste

Publicado en la revista Cultural de la Real Asociación y Fundación «Caballeros de Yuste en su número 29 Año 2014

  SOLDADOS VIEJOS Y ESTROPEADOS: PROTECCIÓN SOCIAL EN LOS SIGLOS XVI y XVII

 

   De esta manera dio en llamar la literatura en estos siglos a los combatientes que en el transcurso de su profesión militar quedaban incapacitados para seguir prestando servicio  de armas.

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   Entre los muchos cambios que nos trae el inicio de la denominada Edad Moderna, debemos señalar la evolución en la composición de los ejércitos, que pasan del concepto de organización medieval de demandas temporales de servicios, que vienen a prestar los municipios, la Iglesia o la alta nobleza, acudiendo en mesnada a la llamada del Rey, por un ejército permanente en el que combaten soldados que entran a servir al monarca en sus ejércitos con carácter de continuidad y permanencia.

   Señalemos en este sentido la promulgación de una importante ordenanza de 1503 suscrita en Barcelona por Fernando de Aragón y en el Paular por Isabel de Castilla. Esta profesionalización de la milicia viene a plantear la necesidad de no dejar totalmente desamparados a los que por sus numerosos años, heridas, amputaciones o achaques, quedaban inutilizados para el servicio activo.

    Así, en su gran obra literaria el Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha del alcalaíno D. Miguel de Cervantes, soldado antes que autor, habiendo sufrido en propia carne los rigores y secuelas de la guerra llegando a perder como todos conocemos un miembro en la batalla naval de Lepanto decía: «si la vejez os coge en este honroso ejercicio, aunque lleno de heridas, y estropeado o  cojo, a lo menos no os podrá coger sin honra, y tal que no os la podrá menoscabar la pobreza, cuando más que ya va dando orden como se entretengan y remedien los soldados viejos y estropeados, porque no es bien que se haga con ellos lo que suelen hacer los que ahorran y dan libertad a sus negros cuando ya son viejos y no pueden servir, que echándolos de casa con títulos de libre, los hacen esclavos de el hambre.»

   Quizás no sean muchos los que se hayan parado a pensar o que conozcan, que fue el oficio militar el que sirvió de estímulo durante siglos en la creación de normas y medidas de protección social.

   Decía el que durante muchos años fue presidente del Instituto Nacional de Previsión, el general Marvá: «que la guerra origina con frecuencia avances espectaculares en materia de previsión social.»

   Fue el general prusiano Van Bismarck, el creador y propulsor del actual seguro social para paliar las consecuencias de la funesta contienda franco-prusiana y el inglés William Beveridge el que en plena segunda guerra mundial llevó a cabo la propuesta de que el Estado asumiera la cobertura universal de determinados seguros sociales que con el tiempo derivarían en la creación de la Seguridad Social que hoy conocemos, y no fue menor el salto que dio nuestro país en protección social con motivo de la guerra civil.

 Pero volviendo al origen de nuestra exposición, decíamos que en el S. XVI con el nacimiento del ejército profesional, el Rey se convierte en el protector y garante de la salud y bienestar de sus tropas.

    Carlos V, como más tarde su hijo Felipe y los que les continuaron, cubrieron en parte los riesgos del oficio en sus ejércitos, varios siglos antes de que los demás asalariados disfrutasen de cualquier tipo de seguro laboral.

   Pero los antecedentes de la protección e indemnización del soldado muerto o herido en  combate lo podemos ver como dice el coronel Puell en su libro Historia de la protección social militar, algunos siglos antes.

  Dejando atrás arcaicos precedentes de protección mutua como los que se ejercían ya a  finales del S. XI por entidades y cofradías religioso-benéficas como la de los Mareantes  del Cantábrico, origen mas tarde de las hermandades de socorros mutuos con que los componentes de los Tercios se aseguraban entierro y funeral o las medidas de amparo a  viudas y huérfanos de combatientes caídos en batalla recogidas en el Fuero de Pampliega de 1209, es entrado ya el S. XIII, año 1265 cuando el monarca castellano-leonés Alfonso X mediante la denominada ley de Partidas, obliga a la Corona a atender las» enmiendas que los
hombres han de recibir por los daños que reciben en las guerras».
(enchas).

    Así, en el título XXV de la 11 partida se dice » … y de estas enchas vienen muchos bienes, que hacen a hombres a ver mayor sabor de codiciar los hechos de la guerra no entendiendo que caerían en la pobreza por los daños que en ella recibieron y otrosí de cometerlos de grado y herirlos más esforzadamente.»

   Es interesante observar, como se pretende en estas embrionarias disposiciones de amparo alentar también la moral del combatiente al paliar el miedo a la pobreza sobrevenida por la enfermedad o invalidez, así como al desamparo de los suyos. Pero unido a la reparación al inválido o el consuelo a los deudos, estaba también la asistencia para la sanación y recuperación del soldado herido. Así se tienen las primeras noticias de Hospitales para cofrades de las Ordenes Militares, tales como el de Toledo, fundado en 1175 por la Orden de Santiago o el del Castillo de Guadalherza de 1184 de los Caballeros Calatravos.

   La conocida Hospedería de peregrinos abierta en Sevilla por Alfonso X, pasó a ser Hospital Real en sustitución del fundado en Santa Fe por los Reyes Católicos, para recoger a los veteranos de las guerras de Granada, «para sustento y reparo de gente de guerra, ya impertinente por lesión o pobre vejez».

   Pero fue ya en los siglos XVI y XVII cuando se promulgaron disposiciones y ordenanzas  con el claro objetivo de velar y cuidar la salud de los soldados que combatían por los intereses de la Casa de Austria, protegiendo su vejez e invalidez, así como solventando y paliando la extrema pobreza en que irremediablemente quedaban sus huérfanos y viudas.

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   No obstante no pretendamos ver en estas primeras medidas de protección social una auténtica conciencia de justicia social.

   Cualquier ayuda que se prestaba por parte de los monarcas era fruto no tanto de una auténtica obligación moral de reparación, como de un simple ejercicio de caridad cristiana, unido al interés de fomentar la moral del combatiente.

   En definitiva todavía en esta época la actitud hacia el beneficiado es de paternal benevolencia, y no de un autentico y reconocido derecho.  Se comenzó protegiendo a las tropas que tenían un contacto más directo con el monarca.

   Así por cédula de 27 de junio de 1553 Felipe II,  en funciones interinas de gobierno por encontrarse su padre en Flandes, concedió el retiro pensionado a seis soldados de la guardia personal de su padre el Emperador Carlos V.

El último tercio

    Un factor que influyó de manera poderosa en el rápido avance y reconocimiento de las necesidades del colectivo militar, fue sin lugar a dudas el agrio debate de clérigos como el dominico Domingo de Soto y el benedictino Juan de Medina en torno a la pobreza extrema ya la proliferación de mendigos, muchos de ellos antiguos combatientes, ya viejos y estropeados. 

   Tal era el número de soldados tullidos, pobres y desamparados que frecuentaban las iglesias, conventos y establecimientos de caridad, que suponían una autentica vergüenza colectiva y una afrenta a la dignidad del monarca.

Carlos V

   Es en la cédula promulgada en 1540 donde se endurecen las medidas represivas contra la mendicidad pública, una disposición fundamental de la cual según el coronel Puell arranca  nuestro moderno sistema de pensiones de jubilación.

   Se empezó en estos años a comprender, que el Estado, la Corona, debía de intervenir en la  organización del precepto evangélico de la limosna, y así Felipe II en nombre de su padre todavía Emperador, por disposición de 30 de noviembre de 1555 institucionaliza las pensiones de retiro por importe de la tercera parte del último sueldo devengado de cuantos Guardas de Castilla «debían envejecer y contraer enfermedades e inutilizarse por su edad y dolencias, resultando inhábiles», ello siempre que hubiesen prestado un mínimo de diez años de servicio y sus bienes particulares no rentasen más de cuatrocientos ducados al año.

   Se empezaron también a reconocer prestaciones por incapacidad permanente para el servicio, y así tenemos la concedida en 1564 a D. Vasco de Acuña, sargento Mayor de los Tercios por haber quedado ciego de los dos ojos a resulta de heridas recibidas en combate.

   Con todo ello, no debemos ver en casos como el mencionado la norma, sino por el contrario la excepción. Se libraron importantes cantidades como la que ordeno el tercero de los Felipes para la Casa de Amparo de la Milicia, 24.000 ducados de oro, pero el reconocimiento generalizado del derecho al retiro pensionado, tendría todavía que esperar algunos años más.

 Pronto la guerra de los treinta años (1618- 1648) necesitó la movilización de un importante número de combatientes, que junto a las hambrunas y las pandemias periódicas de peste, hicieron muy difícil el alistamiento de tropas.

   Esta dificultad motivó que se ampliasen las medidas de incentivo y cobertura, y así en 1632 fue’ promulgada por Felipe IV la primera ordenanza en reconocer con carácter general el derecho adquirido por cualquier militar «impedido por vejez, enfermedad o heridas» a retirarse pensionado de por vida, siempre que hubiese prestado 16 años de servicio activo o 10 combatiendo ininterrumpidamente.

   Como dice Puell, si bien no se llegó con los Austrias a crear instituciones dedicadas en exclusiva a la protección del soldado viejo y estropeado, si que se crearon algunos otros establecimientos que coadyuvaron a remediar indirectamente las necesidades de los huérfanos de padre militar.

   Así en 1585 se fundó en Madrid el Colegio de Nuestra Señora del Loreto para albergar a huérfanos de militares, y también consta documentalmente la existencia en Milán de una llamada Casa de las Vírgenes Hijas de Soldados Españoles, fundada en 1612.

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   Finalicemos diciendo que tal era el abultado importe del pago de pensiones que se intentó restringir en lo posible que la protección abarcase como regla general a las familias, de ahí las restricciones que se siguieron sobre el matrimonio de los militares, – vigentes hasta hace pocos años-, exigiéndoseles la obtención de licencia por sus superiores para contraer matrimonio, pretendiendo con ello no solo la unión del militar con personas socialmente iguales, sino que se intentó asegurarse que el contrayente contase con suficientes recursos económicos propios o de la esposa para formar una familia, aliviando de esta forma el posible amparo futuro de la viudez y la orfandad .