El 18 de marzo de 1812, el General José Joaquín Durán, al mando de su división, asalta y reconquista la ciudad de Soria. Posteriormente daría la orden de destruir el castillo y la muralla de Soria ante el temor de que los franceses la recuperasen.

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17/04/1812.- Provincia de Soria. Extracto del parte dirigido por el mariscal de campo D. José Durán y Barazábal, comandante general, con los pormenores de la toma de Soria, y ataque a su castillo a fines de marzo próximo pasado.

   Cuartel general de San Pedro Manrique:

   Excmo. Sr. La ciudad de Soria, cercada de un muro antiguo de 18 pies de altura y 6 de espesor, con unos cubos salientes a manera de baluartes, y almenas en sus cortinas, un arrabal fortificado y un castillo, cuya situación le hace inexpugnable sin artillería; era un punto sumamente interesante, desde el cual dominaba el enemigo una porción considerable de terreno, sirviéndole de apoyo en sus expediciones y retiradas, y de almacén o depósito de granos que aseguraba sus existencias.
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   La continua exacción de enormes contribuciones, los saqueos en su defecto, y los insultos y dura esclavitud que sufrían los pueblos de esta provincia, llenaban mi corazón de amargura, y clamaban por el remedio. No había otro que asaltar y tomar la plaza de Soria.

   Aunque la empresa era en sumo grado difícil, y se suponía generalmente imposible, resolví acometerla, auxiliado feliz y oportunamente de las noticias que me dio el arquitecto D. Dionisio Badiola , honradísimo español, que saltándose la plaza me presentó el plano de ella y comunicó otras nociones muy importantes.

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   Habiéndome acercado a Soria con este designio, supe que se interceptaron del comandante enemigo de Logroño, que de esta ciudad salían refuerzos para socorrer a aquélla, y que marchaban para lo mismo otras dos columnas procedentes de Aranda y de Peñaranda; pero logré imponerles con mis movimientos y mantenerles en inacción. Uno de aquellos días tuve un encuentro con la caballería que salió de la plaza al pasar por delante de ella, en el que la de mi mando hizo dos prisioneros con sus caballos y armas, se les mataron tres hombres e hirieron dos, teniendo tres nosotros de estos últimos, entre ellos el teniente D. Juan Martínez.

   Desembarazado de estorbos, señalé la madrugada del dieciocho del próximo pasado para el asalto, y reunidas todas las tropas que se hallaban acantonadas a las márgenes del Duero en el pueblo de Garray, se emprendió la marcha. Las columnas que debían asaltar estaban mandadas, la primera por el teniente coronel, comandante interino del batallón de Rioja, D. Juan Antonio Tabuenca; la segunda por el capitán de Numantinos D. Gregorio de Vera; y la tercera por el teniente coronel, comandante de la compañía de zapadores y artillería, D. Domingo de Murcia.

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  La noche tempestuosísima de viento y nieve, en que se caminaba sobre un piso de media vara de ésta, helada, y la necesidad de hacerlo por una senda tortuosa a fin de huir de la carretera, y ocultar a los enemigos la marcha, hacían poco menos que impracticable el empeño. Pero todo se vence: al amanecer se fijan las escalas en los puntos señalados; dan el «quién vive» las centinelas, se desprecian sus tiros, y los intrépidos oficiales y soldados suben a los muros, asaltan el arrabal, y rompen las puertas y paredes, sostenidos por los que les seguían. Los enemigos acuden por todas partes, y su resistencia tenaz hizo un momento dudosa la victoria; pero mi presencia y exhortaciones, juntas con las de los jefes y oficiales, reanimaron el valor de los soldados y decidieron la facción, abandonando el arrabal los enemigos y retirándose a la cuidad.

   Nada se había hecho mas que ganar lo nuevamente construido: la plaza, que por sí sola ofreció siempre grandes inconvenientes, necesitaba nuevo empeño. Pero la inteligencia con que se dirigió el fuego de la artillería y el valor de las tropas, vencieron las dificultades y facilitaron la entrada de Soria. Los enemigos, abandonando la población, se retiraron al castillo, dejando en nuestro poder quince prisioneros, y abiertas las puertas de la ciudad, se realizó en el mejor orden nuestra entrada: todo se hizo en menos de cuatro horas.

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   Desde luego dispuse que un batallón cubriese las avenidas del castillo, abriendo zanjas y fortificando las casas inmediatas por la parte de su frente, encargo al mismo tiempo se empezasen las obras de aproximación para poner en ejecución el plan de minarle y atacarle. La demolición de las murallas y el incendio de los conventos de San Francisco, San Benito, la Concepción, San Agustín y el Hospital se principiaron en el momento, como objeto el más urgente. No se perdió instante en poner en libertad al cabildo de la Santa Iglesia de Osma y a los afligidos españoles que se hallaban encarcelados por serlo buenos. La saca de granos y galleta, de que había cantidad considerable, era de suma importancia, pero no pudo verificarse tan prontamente por las dificultades que oponían la falta de carros y caballerías, el temporal y la mala disposición de los caminos; mas las activas providencias del gobernador del cuartel general, el teniente coronel D. Antonio Camporredondo, proporcionaron estos auxilios, y se empezó la extracción en la mejor forma posible.

   La ciudad de Soria, rica por su comercio y caudales de arraigo, no había contribuido aún a la provincia ni a las tropas de ella con un real ni una ración. Era justo imponerle una contribución, y lo hice. Los papeles de las oficinas se extrajeron también todos, y no se olvidaron los ramos de sal, tabaco y bienes nacionales; en fin, nada se omitió de cuanto interesaba, ayudándome en estas ocupaciones con particular celo el coronel marqués de Barriolucio, que se me presentó al día siguiente de la entrada. El hospital, en el que había noventa y seis franceses enfermos y heridos fue para mí un respetable santuario que hice custodiar por una guardia, después de haber recogido ciento setenta fusiles, cinco cajas de guerra y otros muchos despojos.

   Las obras de demolición de las murallas se adelantaban, haciendo prodigioso efecto unos arietes construidos al intento: y las dirigidas a minar el castillo lo hubieran sin duda conseguido en pocos días, si un refuerzo de dos mil quinientos infantes con seiscientos caballos y dos piezas de artillería no hubiese venido de Aranda al socorro de los sitiados. Fue menester desistir de la empresa, y reservar a continuación para otro tiempo. Después de mandar que todos los pudientes y personas de utilidad saliesen de la plaza con el fin de quitar a los enemigos estos recursos, y hecho el alistamiento de toda la gente útil para el servicio, me retiré a tomar posición capaz de imponerles y sostener la provincia.
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   Séame lícito hacer justicia al mérito de los comandantes Tabuenca y Murcia que se comportaron en el asalto con aquel valor y entusiasmo que les es característico. El valiente Amor solicitó ser de los del número de asalto, y se me presentó con el sargento mayor de su regimiento D. Juan de Lima y el capitán D. Vicente Lima con una compañía del mismo cuerpo desmontada de valientes voluntarios, para hacer el servicio de infantería más arriesgado: satisfecho yo de deseos tan honrosos, les di las debidas gracias, mas no les concedía lo que pedían, porque en el servicio de armas no eran menos útiles. Se distinguió el coronel D. Ramón Antentas, comandante del batallón de Numantinos; el barón de Velasco, comandante del ligero de Soria, ya sobre el muro, ya al frente de su cuerpo, no desmintió ser descendiente del defensor del Morro de la Habana; el sargento mayor de Numantinos D. Elías López de Quintana, jefe interino del Estado Mayor y todos los demás oficiales de la división en sus respectivos cuerpos se esmeraron a porfía en el cumplimiento de sus deberes. Acompaño lista de los oficiales y soldados que se señalaron; y recomiendo muy particularmente a S. A. la Regencia del reino, por medio de V. E., al arquitecto D. Dionisio Badiola, y a los sargentos graduados de caballería, empleados siempre con partidas de la misma arma en observación de los enemigos, D. Manuel Beltrán y D. José del Valle, para que S. A. se digne promoverlos, al primero en la clase de subteniente de la compañía de zapadores, en la que será muy útil, y a los otros dos en la misma, en el regimiento de dragones de esta división.

   Los enemigos muertos pasaron de treinta y los heridos por lo menos fueron ochenta, porque después de nuestra retirada bajaron más de sesenta al hospital desde el castillo, en el que enterraron a un capitán y al monstruo de los traidores, el infame D. Juan Manuel Díez de Arcaya, que como juez de policía impío y sanguinario ha sido el azote de la provincia: éste murió de enfermedad, o por mejor decir, de remordimiento y temor: ¡infeliz!, murió como vivió, siendo ejemplo horroroso a los que le imitan. De nuestra parte murieron en el asalto cinco, y quedaron heridos veintinueve; en los días siguientes tuvimos otros seis muertos y dieciséis heridos.

   El día de San José estaba señalado para celebrar solemnemente con baile y cena el del intruso rey, y por mofa el del brigante Durán; pero los preparativos sirvieron más dignamente para el obsequio de mis oficiales.

 

De Nicolás Rabal

«El general Durán, desde Zaragoza, recordó á la ciudad de Soria la orden que al partir había dado para que se demolieran el castillo y la muralla, porque su sistema era dejar desmantela- das y abiertas todas las plazas fuertes para que no pudieran servir de apoyo á las tropas francesas. Al efecto se obligó á los pueblos de la tierra á que mandaran los braceros necesarios que con los de la ciudad en pocos días las hicieron venir al suelo, dejando únicamente en pie unos cuantos lienzos que aún quedan hoy como recuerdo. Con la demolición de las murallas y el Alcázar terminó para siempre la importancia militar que aún conservaba Soria».

Enlaces relacionados:
Guerra de la Independencia en la provincia de Soria (Nicolás Rabal)