POR EL DR.JOSÉ MARÍA DE MONTELLS Y GALÁN.
Llegó la semana de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor. En esta España en que lamentablemente, se confunde el laicismo con el anticatolicismo, me parece a mí, que está bien recordar el sacrificio del Salvador. Padeció bajó el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado. A los tres días resucitó de entre los muertos, subió al cielo y está sentado a la derecha de Dios Padre. He leído en la prensa un informe pericial de un médico español sobre las lesiones en el cuerpo de Cristo, que excede con mucho lo que vimos en la película de Mel Gibson, aquella que los progres de turno no querían ver, pretextando su extrema violencia. Las heridas, el sufrimiento inferido fue determinante para que, una vez crucificado, expirase en dos horas. La ejecución por crucifixión estaba pensada para que la agonía del reo durase unas veinticuatro horas. Es el terrible padecimiento de Cristo que nos redime.
Santísimo Cristo de los Alabarderos.
Estos de la Semana Santa, son días para la reflexión y para el milagro. Alguien, en alguna procesión habrá oído el temblor invisible de una fina seda que es como se manifiesta el aletear de los ángeles que van al Paraíso por presenciar la Resurrección de Jesús de Nazareth, el día de la Pascua Florida, que marca el final de la semana de pasión. De todas estas santas jornadas me quedo, como buen lazarista, con la esperanza en la vida eterna. Es un milagro formidable, pero no el único: La vida, tal como la conocemos, ya es un regalo de Dios que no agradecemos lo suficiente. 
Este año, como tantos otros, me he quedado en Madrid y mientras algunos compatriotas, tan faltos de memoria como ridículos, pretenden ceder la Catedral de Córdoba al culto islámico, a mí me gusta contemplar la procesión del Cristo de los Alabarderos o más propiamente de la Congregación del Santísimo Cristo de la Fe, Cristo de los Alabarderos y María Inmaculada Reina de los Ángeles que discurre por las calles del Centro, saliendo del Palacio Real.
El Altar y el Trono, pese a quien pese. 
Pocos saben que las armerías de la dicha Cofradía, fueron aprobadas por don Vicente de Cadenas, el  9 de Mayo de 2002. Éstas traen en campo de azur, la cruz latina de plata acompañada a ambos lados del símbolo de la Esclavitud. Acoladas, dos alabardas cruzadas y al timbre, corona real cerrada. Se me dirá arrimo el ascua a mi sardina, pero lo hago por demostrar que la heráldica, siempre la heráldica, lejos de ser cosa pasada, antigua, obsoleta, es también de nuestro tiempo y que su lenguaje resulta actual, por mucho que los partidarios de la modernidad se empecinen en lo contrario.
Escudo de la Cofradía de los Alabarderos.
Pero volvamos al principio: Cuando salía el Cristo de la Fe de Palacio, a hombros de los Alabarderos de Su Majestad el Rey de España, he recitado para mí solo, el soneto atribuido a San Juan de Ávila:

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, señor; muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque cuanto espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Quizá porque me aburra tanto lugar común y tanta zarandaja, tanto pernicioso posmodernismo, creo que es hora ya de que nuestros próceres, embarcados en hacer de España un país sin alma y sin devoción, actúen conforme a nuestras raíces más profundas y más auténticas. 
San Juan de Ávila.
Sin tradición, solo hay mimetismo. El formidable estallido de religiosidad que representa la Semana Santa, esplendor y derroche de un culto resistente a los excesos nacionales, demuestra que el Evangelio, la verdad revelada, sigue vivo en las entrañas de nuestro pueblo. Es evidente que para honrar a Cristo y a su Santísima Madre, las calles de nuestra Patria son un inmenso canto a la espiritualidad y la mística, un frenesí de afirmación en lo que creemos, puro desconsuelo en carne viva. Reencontrarnos con nuestro pasado para conquistar el futuro, no me parece mala idea. España nunca ha dejado de ser católica, como nos anunció Azaña y deseaba Alfonso Guerra, y conviene que nuestros prohombres más preclaros lo tengan en cuenta.