POR EL DR. JOSÉ MARÍA DE MONTELLS Y GALÁN.

Sin proponérmelo casi, resulta que he llegado a lo que Homero llamaba la cruda senectud. Me miro al espejo y el azogue me devuelve la imagen de un señor mayor al que apenas reconozco. No es que me importe, todo lo contrario, lo que hago es constatar que el tiempo pasa y que no vuelve. A decir verdad, se me ha pasado todo muy rápido, he disfrutado mucho de la vida y lo que me queda y, no lamento nada tener la edad precisa para ejercer de abuelo cebolleta. La experiencia, dicen, es la madre de la ciencia. Por si esto fuera poco, me toca acceder a la vejez, junto a mi mujer, la compañera de mi mocedad y gozarme en ello. Nos conocimos a los quince años y desde aquella hemos hecho juntos el camino. Tres hijos y seis nietos como seis soles, son un balance nada despreciable. Pese a que todas estas cosas me condenarían a la seriedad, no renuncio al jolgorio o a la fiesta. Dios me ha regalado el optimismo. 
Ya el año pasado, admirador como soy de la belleza, sea la serena mirada de doña Julieta de Verona sea la elegante donosura de doña Desdémona de Venecia, quise traer algunas damas para las fiestas de la Paloma, pero la próstata o el diablo, o los dos a la vez, no me dejaron hacerlo. 
Tórtola Valencia, por Penagos.
Vendría doña Tórtola Valencia, bailarina y espía, junto a doña Leonor Plantagenet o de la Planta Genista, señora reina de Castilla, por festejar a la Virgen. Dos señoras de los tiempos pasados, una neblina hecha con los hilos del sueño. Una rosa encendida y un pálido lirio. Como un don Hilarión de pega, una morena y una rubia, las llevaría a la verbena, beberíamos limonada, comeríamos barquillos y nos marcaríamos un chotis. A Tórtola Valencia le compraría una pañosa para lucir en sus sensuales danzas. A mi señora reina doña Leonor, le agasajaría con un mantón de Manila de seda color crema, bordado con flores rojas. A las dos, les invitaría a los toros, a una corrida de El Juli y luego, a tomar una copa postinera en Chicote. 
Leonor Plantagenet.
Este año, ya repuesto, a lo que parece, de mis achaques, proyecto nuevas invitaciones de fantasmas y otras gamberradas. Os daré noticias. Y hablando de espectros, ahora me ha dado por evocar la fantasma de Tamburabeque, el Gran Tamerlán, del que el embajador Ruy González del Clavijo, dijo que murió en 1405 de una enfermedad, no siendo cierto. Tamerlán fue asesinado por el clan de los Chagatai, descendientes de Gengis Khan. Lo envenenaron con arsénico. Y su fantasma, según mis noticias, clamó venganza. Tamerlán era un tipo corpulento, alto, duro, montaraz, dispuesto siempre a la lucha. Se instaló en la verde Samarcanda, la de las mil mezquitas y quiso pasar por pariente legítimo de Gengis, para perpetuar su dinastía, pero no coló. 
Retrato de Tamerlán.
Como quiera que el fantasma del Gran Tamburabeque pidiese árnica a nuestro embajador, éste regresó despavorido a Castilla. No se veía don Ruy dando matarile a los culpables y calló lo que sabía. Lo que no sé a ciencia cierta es si Tamerlán conoce el descanso eterno, aunque me dicen, según unos científicos soviéticos que exhumaron el cadáver en 1941, que yace para siempre en su tumba de Gur-e-Amir. Dios perdone sus pecados.
El que no conoce el reposo de la muerte, es el caballero santiaguista don José Alfonso de Guerra y Villegas (1642-1722), Rey de Armas de SM, que figura que dio el alma en la cruda senectud y cuyo fantasma se me ha aparecido varias veces. La primera, en mi despacho del Caserón de San Bernardo, cuando allí estuvo domiciliada la Asamblea de Madrid, fue silenciosa. Vestido del hábito de su Orden, me miró despectivamente y nada dijo. Ni qué decir tiene que quedé hiperitado por la vagarosa presencia. Supuse que era enfermiza creación de mi mente calenturienta y callé para siempre, por si acaso Juan Van Halen, Presidente a la sazón del matritense Parlamento, hiciera llamar al  loquero, por tratar de curarme. 
Armas de Guerra y Villegas.
Luego fue en mi propia casa. Era verano y estaba yo, recién levantado de una siesta, algo somnoliento y sudoroso, cuando la fantasma de Guerra y Villegas, con voz profunda y triste, me soltó aquello de:
-¿Y tú te llamas Rey de Armas?
Quise contestarle, pero balbuceé inconexo y se desvaneció en el aire. Más tarde, le he visto en ocasiones. No se prodiga. Viene de pascuas a ramos, con un libro en la mano y algún reproche. Le he dicho que todo lo más, soy modesto Heraldo y que el único Rey de Armas en este Reino de España, es mi amigo el Cronista de Armas de Castilla León, Alfonso Ceballos-Escalera, marqués de la Floresta. Pero no le he convencido. Me tiene algo de inquina y se le nota. 
Es, desde luego, la sombra de todo un caballero, al que no he conseguido sonsacarle la pena que corroe su alma. Siempre que se manifiesta huele a tierra mojada.
El Vizconde de Ayala y Marqués de la Floresta, Cronista de Armas de Castilla y León.