POR D. ANTONIO VILLEGAS GONZÁLEZ.

Nace un nuevo día, otro más que sumar a la vida, o que restar, por que a mi edad ya los días se restan y no se suman, pues son ya más los que dejo atrás para siempre que los que me quedan por vivir. Aunque la verdad… no puedo quejarme.
 ¡Pardiez!, estoy vivo y con los miembros intactos y vivo en un caserón rodeado por mis hijos y mis nietos. A mi lado está la fiel y hermosa Yupami, o Isabelita como le gusta que la llamen, y el oro no me falta en la bolsa.
De Hernán Cortés podrán decir lo que quieran, pero jamás dirán que no es generoso con sus hombres, al menos con los leales, con los que junto a él, conquistamos el mayor imperio  que hay sobre estas nuevas tierras.
Retrato de Hernan Cortés ( anónimo) óleo del siglo XVI. Col Patronato Hospital de Jesus ( foto de Pedro Cuevas).
Creo que ya les hablé a vuestras mercedes de “La Noche Triste”, que más que triste fue sangrienta, terrible, empapada e inacabable y la posterior batalla en las llanuras de Otumba, dónde no sé cómo logramos vencer a tanto guerrero, a tanta masa humana que se nos echaba encima… Pero lo hicimos.Santiago y el antiguo valor  nos dieron la victoria.
Todo había comenzado en Cuba donde Cortés, cuñadísimo del gobernador Velázquez era alcalde.  Algunas expediciones habían traído noticias sobre fabulosas tierras cuajadas de oro, el Cipango que Colón andaba buscando. Se hablaba de un poderoso y rico reino que se extendía por aquellas tierras ignotas. Así que Velázquez de Cuéllar preparó una expedición y puso al mando a Cortés.
Yo solo soy un simple soldado y mi nombre no pasará a la historia, pero les diré que tras dimes y diretes, envidias y ambiciones, desconfianzas y consejos malintencionados, hasta nuestro capitán llegaron noticias de que iban a quitarle el mando. ¿Creen vuestras mercedes que aquello arredró a Cortés?, pues no, ni mucho menos.Nos ordenó embarcar de  inmediato, izar el velamen y salir del puerto tan campantes, en las mismísimas narices del Gobernador y de la guardia que traía para arrestar a Hernán Cortés. Recuerdo la cara que se le quedó al pobre Velázquez cuando vió los barcos alejarse, rojo de ira, verde de rabia y azul de consternación. Creo que en aquel mismo momento supo que la gloria y la fama ya no serían para él.
Les contaré a vuestras mercedes que en Cuba todo el mundo quería venir con Cortés, pues era hombre que despertaba en los demás el irreprimible deseo de seguirle y participar de su loco sueño, había algo en la mirada del capitán, algo extraño, un brillo convencido de que conseguiría su objetivo o moriría en el intento.
La promesa del oro y la gloria, pues qué quieren que les diga, es demasiado atractiva para dejarla pasar, demasiado atrayente para un hijodalgo segundón, que o te metías a cura o en milicia, y a mí, ¡pardiez!, jamás se me dieron bien los latines.
Arcabucero.

En la expedición viajaban capitanes valientes y decididos, dispuestos a morir por el oro y la gloria, nombres como Alvarado, Ávila, Portocarrero, Ordás, Olid o Sandoval, con los arcabuceros que mandaba éste último estaba encuadrado yo.
Además llevábamos dieciséis buenos caballos, acostumbrados a la guerra y la vorágine, doscientos indígenas de la isla y algunos esclavos negros como el hollín, además de una jauría de mastines que provocaban espanto en los indígenas.
El dieciocho de Febrero de 1519 levamos anclas rumbo a lo desconocido, rumbo a la gloria o a la muerte.
La primera parada fue en la Isla de Cozumel donde se nos unió un cristiano que llevaba entre los mayas, que así se llamaban los indios de aquellas tierras, desde antes de la expedición de Grijalva, un naufrago que había llegado allí de mano de la providencia, Aguilar se llamaba, y se unió de inmediato a la expedición como intérprete.
Tenían que haber visto vuestras mercedes como besaba la Cruz y nos abrazaba a todos, daba lástima verle, vestido de indio y llorando como un niño. ¡Compatriotas!, ¡Cristianos!, ¡Españoles! , decía entre lágrimas emocionado venga besar una crucecita que alguien le había dado.
Tras este afortunado encuentro costeamos la península de Yucatán, hasta que llegamos a la región que los indígenas llamaban Tabasco, allí nos encontramos indios hostiles que nos atacaron con valor, arrojándonos flechas, pedruscos y todo lo que agarraron.
Pero a pesar de su valentía nada pudieron hacer contra los arcabuces, ni contra el buen acero toledano y mucho menos contra los caballos que les provocaban pánico, y de los que huían en desbandada. Por cientos y cientos murieron aquel día de marzo de mil quinientos y diecinueve en el ensangrentado llano de Centla. Por el país se extendió la noticia de que unos dioses invencibles habían llegado y que el mundo se acababa.
Pocos días después de la derrota indígena fundamos la ciudad de Santa María de la Victoria y hasta ella se llegó el cacique indio de la región a rendir pleitesía a Cortés. Como presente traía veinte muchachas, a cual más hermosa… Imaginen las querellas y espadazos que hubo por conseguirlas.
Hernán Cortés se llevó el premio gordo, una india guapísima de cuerpo que quitaba el hipo y encima despierta e inteligente, esclava desde niña y que hablaba los idiomas de las distintas tribus.
Armas de Hernán Cortés.
La llamaron Doña Mariana, pero como se convirtió en amante de Hernán, la llamábamos la Malinche, puesto que así solíamos llamar al capitán, Malinche, que viene a significar Señor, o Jefe, o Capitán… El caso es que Malinalli, este era su nombre indígena, se convirtió en pieza fundamental para nosotros, acompañándonos ya de aquí en adelante durante todas nuestras aventuras.Dicen por ahí, que ella y el capitán, son los padres de una nueva gente, de los que habitarán estas tierras en el futuro. Mexicanos les llaman.
En Abril dejamos una pequeña guarnición en Santa María y seguimos camino hacia San Juan de Ulúa, que había sido fundada por el gran Juan Grijalva, unos pocos años antes. Allí fue donde tuvimos el primer contacto con los aztecas que nos trajeron regalos de parte de su emperador Moctezuma, pero con el mensaje o amenaza de que no nos adentremos más en su territorio. Pero claro, ni caso les hicimos.
Cortés ordenó el avance por la región donde se corría la voz como la pólvora de que el dios Quetzalcóatl se paseaba, revivido, por el imperio, rodeado de bestias infernales junto con los amos del trueno.
Llegamos hasta donde los Totonacas, otra tribu de las muchas que habitaban aquella región inmensa, y allí fundamos, o fundó Cortés, para así poder legalizar su huida de Cuba y su desplante a Velázquez.  Pues es sabido que si se funda una ciudad, automáticamente, el capitán que lo hace se convierte en Adelantado y mientras pague su quinto real, al emperador le da igual que sea uno u otro el que conquiste territorios para la Corona, por eso Hernán Cortés se proclamó capitán general, quien debía rendir  cuentas de allí en adelante tan solo con el Rey.

El diez de junio se fundó formalmente la Villa Rica de la Vera Cruz y se firma un pacto de alianza con la tribu de los Totonacas, que odian a los aztecas y nos cuentan que la región entera está dispuesta a luchar contra los mexicas, por estar hartos de su crueldad y  arrogancia para con los otros pueblos, a los que usan como ganado para  sacrificios.
Así conocimos a los Txacaltecas, los más poderosos y fieros de entre los enemigos de los aztecas y que a la postre serían nuestros principales aliados.
Bueno, ya conocen lo que vino después, las carreras por las pasarelas, la lucha, las carnicerías sin cuento, la huída desesperada, la llegada de Narváez, la batalla de Otumba. Y aquí estábamos ahora, de nuevo frente a Tenochtitlán dispuestos a hacernos con la ciudad y con el imperio.
Fue a primeros de mil quinientos veintiuno cuando el plan de Cortés se puso en marcha. Con los restos de nuestras naves barrenadas se habían construido trece bergantines artillados y llevados hasta el lago, contábamos con  más caballos y más arcabuces. Yo adquirí uno nuevecito con el sello del fabricante vascongado más famoso, de buena madera de cerezo y con una boca de fuego que daba pavor contemplar.
Lo primero que hicimos fue cortar el abastecimiento de agua a la ciudad , cerramos todas las pasarelas de acceso, nos hicimos con el control de los pueblos de los alrededores y del lago.
Empezaba el asedio de Tenochtitlán.
No fue sencillo, ni fácil.
Los aztecas atacaban con sus canoas, atacaban desde las pasarelas, atacaban desde todas partes.
Pese a la recia carnicería que les hacíamos se defendían como leones.
Pero poco a poco, avanzando a sangre y fuego nos íbamos acercando al templo, centro de la defensa,  donde llevaban a los prisioneros capturados para ser de inmediato sacrificados.
Les juro a vuestras mercedes que lo que más miedo daba era que te agarrasen, que te cogiesen cien brazos y te pusiesen sobre la piedra enrojecida y resbaladiza de sangre del altar mayor, para allí arrancarte el corazón todavía latiente y cortarte la cabeza luego para adornar las perchas.
Y luego dicen los infieles, y los herejes, que la Religión Verdadera es cruel y sanguinaria, pardiez, los dioses aztecas jamás se sacian de sangre.
Los días pasaban y la gente en la ciudad  moría de hambre y de sed . Morían a cientos por la peste que se había extendido por toda la región, matando indígenas a millares, tanto aliados como enemigos, sin distinción, hasta algún cristiano se llevó la terrible enfermedad.
Sin embargo los aztecas seguían resistiendo, desde las pasarelas, desde el lago, desde las terrazas de las casas, desde todas partes aparecían y nos atacaban, defendían su hogar con valor. 
Son admirables estos indígenas, como lo son también nuestros aliados que combaten ardorosos para quitarse el yugo azteca, y lo hacen de forma crudelísima, aunque, pardiez, ya me explicarán vuestras mercedes cómo se conquista una ciudad que está en pie de guerra si no es a sangre y fuego.
La fortuna me mantuvo sano y entero, ella y la Santa Virgen María, pues más de una vez estuve a pique de ser capturado y llevado en volandas hasta el sumo sacerdote.
Yo tuve suerte, otros no tanta, y fue una de estas capturas de compatriotas la que nos dio el último empujón y el último impulso para vencer.
Era julio creo, las fechas se confunden en mi mente anciana y los aztecas controlaban solamente ya una parte de la ciudad, el resto había ardido hasta los cimientos y las calles ennegrecidas olían a muerte cuajadas de cadáveres y de moribundos, el lago Texcoco, donde se asentaba la ciudad estaba lleno de muertos flotando hinchados como globos y los lamentos de las mujeres y los niños llenaban los silencios del combate y te ponían los pelos de punta.
Como hijodalgo y español no me gustaba aquello, pero no sé si les he contado que los aliados, sobretodo los txacaltecas, odiaban a muerte a los mexicas y una vez dentro de la ciudad no dejaron títere con cabeza y la matanza fue espantosa.
Así de cruel es la guerra y la costumbre de los seres humanos de matarnos unos a otros, costumbre esta que seguirá igual por todos los siglos.
Aquella mañana Cortés se vió envuelto en una refriega, rodeado de enemigos que lo arrojan del caballo y lo capturan, el chillerío de los aztecas enardecidos por haber capturado al comandante  fue lo que nos alertó, vimos como se llevaban al capitán y a algunos otros camaradas, rodeados por mil brazos pasarela adelante y directos al templo.
Cristóbal de Guzmán fue el que atacó él sólo espoleando su caballo y los demás fuimos  detrás, disparando y tajando como descosidos , destrozando enemigos a pares con las picas, llamando al santo Apóstol a cada paso y a cada espadazo.  Cortés zafándose de sus captores peleaba y se debatía, pero lo cierto es que se salvó porque Guzmán le cedió su caballo sacrificándose él mismo. Y es de justicia recordarlo.
Fue una locura, un caos de brazos, espadas, dagas, mazas y arcabuzazos, de gritos de terror de los camaradas que eran conducidos, pasito sí, pasito no, hasta el templo y su tétrica piedra.
Hernán Cortés y Montezuma II.
No sé como pude escapar, tajé y tajé con la espada tras haber destrozado el mocho del arcabuz usándolo como maza, así ensangrentado y sin aliento conseguí zafarme de las manos que me empujaban y que me conducían como a cordero al matadero.
Luego contemplamos horrorizados lo que con nuestros compañeros hacían y hasta con los caballos que se llevaron también, ¡pobres camaradas, pobres bestias!.
Desde la distancia , pues solamente una pasarela nos separaba de las escalinatas del templo, vimos como rodaban los cuerpos decapitados y con el corazón arrancado de cuajo de nuestros amigos, el último fue el del pobre y valiente Cristóbal de Guzmán.
Pero el horror no había terminado, en poco rato y a la vista de todo el mundo, colocaron una de aquellas perchas donde los mexicas ensartaban las cabezas cercenadas de sus enemigos.
Aquella percha, llena de cabezas de españoles y de los caballos capturados nos removió las entrañas.
Sobretodo a Alvarado, que al ver los restos de su amigo, ensartados cual pincho moruno, agarro su acero y gritando como un endemoniado se lanzó hacia la pasarela y la escalinata.
Avanzamos entonces como una ola de picas y de espadas, una ola que gritaba ¡Santiago!, una ola que gritaba ¡España!, primero sobre la pasarela donde tan sólo se salvó el indio que se arrojó al agua, y luego subimos las escaleras empinadas y rojas de sangre fresca española empapando los escalones de piedra y subíamos matando todo los que se nos ponía por delante.
Ni los aguerridos guardias del templo ni  los sacerdotes pudieron hacer nada puesto que los masacramos a todos con rabia y furia española, desatada cuando vimos que a algunos de los nuestros les habían arrancado la piel del rostro, y solo se les distinguían las barbas sanguinolentas,  las  cuales usaban a modo de máscaras. Un horror que les hicimos pagar bien caro.
No quedó nadie vivo allí arriba, desde donde se contemplaba el dantesco espectáculo  de la ciudad arrasada y ardiendo, el lago con nuestros bergantines artillados destrozando las barcas atestadas de indios y las pasarelas llenas donde aún combatían los valerosos guerreros aztecas.
Sandoval que empuñaba el Pendón del león y el castillo fue el primero en llegar arriba, empapado en sangre y sudor, y se puso a ondear el Guión, despertando un grito de júbilo, alegría y victoria  entre los que estaban abajo. La batalla por Tenochtitlán había terminado y aunque los aztecas pelearon más tiempo,  su resistencia estaba quebrada.
Habían luchado como jabatos, pero nosotros  lo habíamos hecho como leones. Impasibles y duros como el pedernal, ocho siglos de guerra contra moros nos habían hecho invencibles y  en Las Indias estaban empezando a aprenderlo.
Después de aquello unas nuevas tierras se abrían a nuestros pies, ganadas con la sangre y el esfuerzo de muchos buenos camaradas muertos, unas tierras que se conocerían pronto como la Nueva España… Y pardiez, visto el valor y la determinación de nuestros contrarios, el nombre le iba que ni al pelo.
Pero todo esto es ya otra historia y yo  un simple arcabucero que ya está viejo y cansado. Les recomiendo leer la relación que mi buen amigo Bernal Díaz del Castillo escribió de la campaña. Su pluma, mucho mejor que la mía, les trasladará a aquellos días de sangre y de gloria en los que un puñado de españoles conquistamos un imperio a costa de  esfuerzo y sacrificio, a costa de mucha sangre que ya se quedará para siempre aquí.
Así nació la Nueva España y así se lo contó a vuestras mercedes este humilde soldado que un día, hace ya muchos años, salió de la Andalucía para embarcarse en la más maravillosa y peligrosa aventura que vieron los siglos.
Que Dios les acompañe y les proteja y que a esta tierra maravillosa, donde nacieron mis hijos, le traiga paz y prosperidad y que nunca olviden que en su sangre nueva y mezclada reside el espíritu del Cid y el de Quetzacoalt.
¡¡Pardiez!! no es mala mezcla.
 
Alonso de Ronda, arcabucero, hijodalgo y cristiano viejo, en la Villa de Veracruz en el año del Señor de mil quinientos y ochenta.
 
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Durante siglos los españoles hemos derramado nuestra sangre defendiendo a la bandera. Casi siempre, los que lo hicieron, recibieron a cambio oprobio y olvido.Bajo monarcas inútiles, validos ambiciosos, sacerdotes fanáticos, gobiernos en quiebra y repúblicas débiles y cainítas, los anónimos soldados españoles voluntarios o de levas forzosas salvaron nuestra honra y nuestro honor.
Sin importar la ideología ni el color de su pensamiento, cuando el enemigo llegaba bajo las murallas nunca faltaban espadas. Y nuestros enemigos, vencidos o victoriosos, pocas veces nos vieron la suela del zapato. Para cualquier enemigo el grito viejo y terrible de Cierra España siempre fue presagio de combate duro y sin tregua.
© A. Villegas Glez.