POR EL VIZCONDE DE AYALA.
 
No me cabe duda de que Su Santidad reinante hasta hoy ha sido uno de los mejores pontífices romanos de los tiempos modernos: intelectual notable y gran teólogo, discreto pero contundente, decidido y eficaz, bondadoso y tímido, nos deja un recuerdo suave de su firmeza germánica atemperada por la dolcezza italiana. Y al hilo de la abdicación pontificia, que se llevará a cabo hoy mismo, quiero compartir algunos recuerdos míos cercanos: los de mis últimos encuentros con Su Santidad.
El pasado 5 de febrero, cuando nada hacía sospechar de su próxima decisión, acudí a la Ciudad Eterna con motivo de la audiencia que Su Santidad había señalado para conmemorar el aniversario del patronato de Nuestra Señora del Pilar a la Guardia Civil. Asistieron el Ministro del Interior, el Director General del Benemérito Cuerpo, y sus más altos mandos. La ocasión, dentro del contexto del cuidado ceremonial de los Palacios Apostólicos, fue muy grata y muy señalada.
El 6 de febrero por la tarde, cuando salía de la Cancillería de la Sacra y Militar Orden Constantiniana de San Jorge en Via Sistina, me encontré con el regente del Subpriorato de San Jorge y Santiago, suprema autoridad de la Orden de Malta en España, que no es otro que mi buen amigo José María Moreno de Barreda. Y enseguida, muy cerca de la Fontana di Trevi, con su equivalente portugués Augusto de Athayde Bettencourt, Conde de Albuquerque – de quien tan buena amistad y tantos favores tengo recibidos -, acompañado de Miguel de Polignac, embajador de la Orden en Lisboa, del Conde de Calheiros y de Joâo Pedro de Campos Henriques. Gratos encuentros.
El 7 de febrero tuve la grata ocasión de compartir mesa y mantel, en su comedor privado del propio cuartel, con el General Domenico Giani, comandante en jefe de la Gendarmería Pontificia y jefe absoluto de la seguridad vaticana. Me impresionó el carácter sólido pero espartano del dottore Giani, no menos que su preparación técnica y sus relaciones óptimas con los primeros servicios del mundo. ¡Un campeón, al que veo todos los días en televisión, siempre inmediato a la persona del Santo Padre!. Y por la tarde pude pasear a solas con su ayudante Giovanni Bariviera por los bellísimos jardines vaticanos, a la misma hora en que lo hacía Su Santidad. ¡Feliz causalidad y gratísima ocasión, por alejada de las sólitas solemnidades de la corte pontificia!
De ese atardecer romano -es decir bellísimo- me quedan, a más del grato recuerdo, la bendición de Su Santidad, y dos obsequios para mí más que entrañables: una bonita medalla papal en plata dorada, y una santo rosario de gran calidad -ébano y plata-, ornado además de las Armas Pontificias, siempre gratas a un heraldista.
Esa misma noche cené en una estupenda trattoria con el cónsul general de España en Roma, Marqués de Villafranca de Ebro, casado con mi amiga de juventud Margarita Pérez de Rada (próxima Marquesa de Jaureguízar, Deo volente), con Fabio Cassani, Conde de Giraldeli, y con Sergio Rodríguez, director del Instituto Cervantes y su encantadora mujer Olga. Topamos allí con mi viejo amigo el príncipe Rúspoli y con su bellísima princesa, y lo pasamos muy bien.
El sábado 9 volvía ver al Pontífice en la basílica de San Pedro, con ocasión de celebrar el 900º aniversario de la promulgación de la bula Pia postulatio voluntatis, por la que la Santa Sede reconoció el 15 de febrero de 1113 a la Orden de San Juan Bautista, llamada entonces del Hospital de Jerusalén, después de Rodas, y hoy de Malta. La ocasión fue magna: 4.500 caballeros de Malta, con sus familias, y encabezados por Su Alteza Eminentísima el Príncipe Gran Maestre y demás dignidades de la Orden, acudieron a recibir la bendición de Benedicto XVI -algo cansado, la verdad-, tras una misa cantada, concelebrada por el Cardenal Bertone, Secretario de Estado de Su Santidad, y no menos de diecisiete Cardenales, cuarenta Arzobispos y Obispos, e innumerables sacerdotes. Fue el último acto en público de Su Santidad, pues apenas el lunes siguiente nos anunció su renuncia ¡Para no olvidar nunca!
Yo asistí a tal solemnidad en mi condición de Rector de la Academia Melitense, y como tal se me dio un muy buen asiento en la primera fila de la Casa Pontificia, muy inmediato al Cuerpo Diplomático acreditado cerca de la Santa Sede. Un lugar de privilegio para ver y ser visto: y además, acompañado por mis amigos el Príncipe de Windischt-Graetz, gentilhombre de Su Santidad, y el doctor Cardelús, tuve plena libertad de movimientos por toda la zona del parque corona al famoso baldaquino de Bernini, y pude saludar entonces a S.A.R. el Duque de Braganza (quien me ha señalado audiencia en Lisboa), al Zar de los Búlgaros, al Rey de Rumanía, al Cardenal Martino, gran prior de la Sacra y Militar Orden Constantiniana de San Jorge, a los embajadores de España, de Georgia, de Portugal y de Francia, y a muchos amigos que son caballeros de la Orden, tanto italianos como portugueses y españoles.

Después de la misa, en la Sala Pablo VI, la Santa Sede y la Orden de Malta fueron capaces de dar de comer con éxito a esas cinco mil personas, sin que el número de concurrentes fuese en ningún momento agobiante, ni a nadie faltase la comida. A los amables sones de la banda de la Gendarmería Pontificia, tuve ocasión de saludar allí a tantísimos amigos del mundo entero. Porque no es exagerado decir que aquel dia y en aquel lugar estaba reunida toda la historia de Europa, personificada en los descendientes de quienes la hicieron. El elenco de tantos nombres ilustres -desde Austria y Borbón, a Prusia y Saboya, sin ir más lejos ni entrar en los nombres ilustres de la más alta y encumbrada nobleza- produce un cierto vértigo histórico. Muchas de mis próximas actividades y viajes de los próximos meses se ajustaron allí, por la amabilidad de mis buenos amigos.
Para completar la jornada, la Orden de Malta nos entregó a los asistentes una reproducción facsímil con traducción a varias lenguas de la bula fundacional, acompañada de la medalla conmemorativa de este 900º aniversario de su promulgación, que reproduce el sello del Papa Pascual II. Una presea vistosa, y muy de agradecer por parte de quienes amamos esta clase de distintivos; yo no dejaré de usarla con frecuencia sobre mi uniforme.
Rematé el viaje al dia siguiente, domingo 10 de febrero, visitando los Palacios Magistrales en la colina del Aventino -desde donde se ofrece la mejor vista panorámica de la Ciudad Eterna-, nuevamente de la mano de la Casa Pontificia y guiado por mi buen amigo Fabio Cassani, Conde de Giraldeli. Nuevamente me encontré allí con tantos amigos italianos -como el príncipe Caracciolo, Francesco Chiarizia di Molisse, o la bella napolitana Nuria Merolla-, españoles -los Marqueses de Villafranca de Ebro- y franceses, y también me tropecé con la delegación española de la Orden de Malta, en la que tantos y tan buenos amigos tengo. 
Rematé la jornada asistiendo a la misa mayor en la basílica española, la de Santa María Maggiore, donde en compañía de S.A.R. el Duque de Braganza, del Barón Nesci di S.Agata, del Conde de Giraldeli y de Tommaso Cherubini, oramos todos por la salud de nuestro queridísimo pequeñín Bartolomeu Correia de Matos, a sus tres años convaleciente de una tremenda y peligrosa operación a corazón abierto -felizmente, el niño está restablecido cuando escribo esto, bendito sea Dios-.
Y desde allí a casa, que ya era hora. Un viaje ciertamente emotivo y memorable.
 Alfonso de Ceballos-Escalera y Gila
Vizconde de Ayala y Marqués de la Floresta.