Queremos dedicar la entrada de hoy, a publicar las palabras de gratitud pronunciadas por el Excmo.Sr. el Doctor D. Alfonso Ceballos-Escalera y Gila, Vizconde de Ayala y Marqués de la Floresta, Cronista de Armas y Asesor en materia de Heráldica de Castilla y León, con ocasión de recibir de manos del Embajador de Portugal en España, el Excmo Sr.D. Álvaro de Mendonça e Moura, el albalá y las insignias de Comendador de la Orden Militar de Santiago de la Espada, con que ha sido agraciado por S.E. el Presidente de la República Portuguesa.
Como todos nuestros lectores ya conocen, esta Orden es también heredera de la organizada en Castilla en 1170, y puesta bajo el amparo de los Reyes de Portugal fue convertida en Orden de Estado en 1789, y reorganizada en 1862 y en 1917. En la actualidad continua existiendo como la segunda Orden de Estado de la República Portuguesa.
A  los que hacemos posible este blog, ideado como elemento de cohesión y vehículo cultural y duvulgativo para los que gustamos de estas ciencias, artes y tradiciones, nos llena de satisfacción publicar noticias de este caríz, felicitando al Vizconde de Ayala por la concesión de tan importante recompensa.
Armas del Vizconde de Ayala y Marqués de la Floresta.
Madrid, 19 de septiembre de 2011.
Excelença, Senhor Embaixador, Senhora de Moura,
Excelentisimos Senhores, meus caros amigos,
E para mi uma altissima honra reçebir das mâos de Vossa Excelença o diploma e as insignias de Comendador da antiga e prestigiosa Ordem Militar de Santiago da Espada, remitidas pela Excelença do Senhor Presidente da Republica Portuguesa.
Peço a Vossa Excelença de transmeter ao Senhor Presidente da Republica minha gratitud pela concessâo, com meus respeitos.
Como casi tudos os Espanhois, nâo falo bem a belisima lingua de Camôes, mais falo un portunhol que nâo le faz honra, e peço licença ao Senhor Embaixador para pasar a falar meu nativo Castelhâo, que será muito mais util para espressar os meus sentimentos.
Procuraré, eso sí, que mi discurso sea lacónico, como corresponde a una Orden Militar.
No me es fácil ni sencillo dar las gracias a Portugal por esta gran distinción. Las ocasiones de ser condecorado, como esta que nos ha reunido, producen en el ánimo del agraciado unos sentimientos contradictorios en cuanto a lo que ha de manifestar en público ¡Recibir una cruz! La posición del nuevo condecorado es delicada: si se muestra muy satisfecho, parecerá vanidoso; si indiferente, se le tachará de hipócrita.
Albalá de Comendador de la Orden Militar de Santiago de la Espada, expedido a nombre del Vizconde de Ayala y Marqués de la Floresta.
Estoy entre amigos, entre amigos que me conocéis muy bien, y no fingiré ni os ocultaré mis sentimientos: esta encomienda es para mí de una enorme importancia emocional, pues me vincula aún más a Portugal, al que he dedicado muchos de mis afanes y de mis trabajos. Y a más, es el único vestigio oficialmente vigente de la Orden de la Espada fundada en León allá por el 1170, separada de su hermana castellana durante el siglo XIV, y sin embargo unida a ella en una semejante trayectoria hasta la extinción de la Orden matriz en España en 1931. Con ella, Portugal viene hoy a premiar los méritos culturales -artísticos, científicos y literarios-, de sus ciudadanos y de los que, a pesar de tener el defecto de no ser portugueses, procuramos trabajar y difundir la Cultura portuguesa.
Para expresaros mi honda satisfacción, baste deciros que por razones familiares he sentido desde niño un enorme respeto por esta Orden Militar. Muchos de mis pasados ostentaron con legítimo orgullo en su pecho el lagarto rojo, y de entre todos ellos quiero hacer memoria de dos: mi trisabuelo el coronel don Matías Zeballos de la Escalera y Merezón, cruzado en 1757 junto a su hermano don Juan Antonio; y sobre todo mi tío abuelo el Marqués de Lozoya, que fue trece de la Orden de Santiago y presidente del Real Consejo de las Órdenes Militares hasta su muerte en 1980. A la persona de este prócer, que fue presidente del Consejo del Reino y del Instituto de España, en su calidad de Director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y numerario de la de la Historia, me unen, además del cariño familiar, unos firmes vínculos vocacionales e intelectuales -fui su discípulo y él mi maestro en tantas cosas-. Y también nuestro profundo amor a Portugal, que él sintió toda su vida por influencia de su amigo el gran hispanista luso Antonio Sardinha, y que le llevaron a lucir en su pecho la gran cruz de la Orden de Cristo y la gran cruz de esta portuguesa de Santiago de la Espada.
Pero dejadme deciros que mi vocación portuguesa se la debo en parte también al Presidente Mario Soares, a quien tuve el honor de guiar con su esposa por las calles y monumentos de Segovia durante una espléndida jornada, en la visita que hizo a España hace ya dos decenios. Persona de honda cultura y amena conversación, fue para mí un placer muy grande oír de sus labios muchas y certeras apreciaciones sobre lo que nos une y nos diferencia a portugueses y españoles. Me animó a visitar Portugal con mayor asiduidad y frecuencia, y así comencé enseguida a hacerlo luego. Y a mí me ha ocurrido lo que confesaba el gran Antonio Sardinha en su Lareira de Castilha -cuya obra conocía por cierto muy bien el Presidente Soares, a pesar de estar en los antípodas de su pensamiento político-, pero a la inversa: en las viejas ciudades portuguesas he hallado muchas veces el espíritu de la vieja Castilla.
Pero una ocasión como esta mueve a la reflexión: en una sociedad que camina a pasos rápidos hacia la incultura y hacia la indigencia intelectual, ¿para qué trabajamos? ¿para qué escribimos? Sin vanidades ni presunciones: para nosotros y para nuestros amigos, con la casi siempre vana esperanza de que cuanto hacemos sea útil a otros. Y sólo muy de vez en cuando, cuando vemos medrar a alguno de nuestros discípulos, o cuando un antiguo alumno nos manifiesta su gratitud, o cuando un lector nos hace alguna observación a nuestra obra, hallamos un cierto sentido a nuestro quehacer cultural. Pero en general estamos solos, pues como decía Kempis en su Imitación de Cristo, en todas partes somos extranjeros y peregrinos.
Mis servicios a Portugal son bien cortos, y es mucho más lo que yo he recibido de Portugal, que lo que Portugal pudiera deberme, que es nada, pues apenas nada valen mis escritos ni mis lecciones. Y siendo así, no tengo más remedio que recordar lo que una vez oí del general Armand de Forray, antiguo gran canciller de la Orden de la Legión de Honor: las condecoraciones se conceden para premiar los méritos y servicios ya hechos… o los que se esperan que el agraciado haga. Este debe de ser mi caso, y desde luego yo me comprometo, señor Embajador, a trabajar para llegar a ser digno merecedor de la confianza que me hace la República Portuguesa, dándome esta preciada cruz de Santiago.
Pero nadie es autor de su propia vida, como bien resumió el maestro Ortega y Gasset: yo soy yo y mi circunstancia. Mucho antes de que vengamos a este mundo, obran ya las circunstancias que condicionarán nuestra existencia y que nos harán ser de una manera o de otra. Y después de nacidos, nadie se hace a sí mismo, y quien tal diga es un mentecato: a lo largo de nuestra vida, todos recibimos mucha ayuda de los demás, de la familia y los amigos en primer lugar. Así, la concesión de condecoraciones no se debe nunca a los solos méritos y servicios del agraciado, sino también, en muy gran parte, al afecto de sus familiares y de sus amigos, a los que el condecorado debe tanto en los servicios y trabajos que le han hecho merecedor del premio. Son, pues, en mi opinión, recompensas colectivas, y sería gran vanidad no reconocerlo así.
Por eso os agradezco profundamente a vosotros, mis queridos amigos, vuestra presencia aquí en este día tan especialmente señalado por este acto; vuestra presencia aquí, a costa de robarle tiempo a vuestros trabajos y preocupaciones, es el premio que más estimo, porque es el que otorgan el cariño y el afecto. El valor que tiene la condecoración en sí, se multiplica y crece a través de vuestro afecto, y se convierte en el premio más importante que yo puedo recibir. Un agradecimiento que extiendo a todos aquellos, bien numerosos, que no han podido acompañarnos hoy pero que me han hecho saber su alegría por este premio. He tenido la fortuna, en esta vida, de contar con grandes y buenos amigos, como hoy me mostráis aquí: a vosotros y a ellos, presentes y ausentes, a vuestras enseñanzas, a vuestros consejos y a vuestra generosidad, tantas veces manifestados cotidianamente en el curso de la vida, debo esos hilos que, al cabo, han ido conformando la trama de mi vida… Pero mucho me alargaría si yo relatase por menor los favores y enseñanzas de mis amigos, y tampoco sería cortés memorar sólo a los que hoy estáis aquí. Tanta amistad, y tan generosa, me obliga a reconocer que la condecoración que he recibido y este homenaje que me ofrecéis, son también para quienes me ayudaron y me aconsejaron; es decir, para todos vosotros, mis queridos amigos. He hecho mías las palabras de un inolvidable amigo, indio tzotzil mexicano: la vida son los amigos, y el resto es la selva.
Condecoraciones de la Orden, entregadas al Vizconde de Ayala y Marqués de la Floresta.
Y quiero también manifestar mi gratitud a mis enemigos, a los cuales se debe en parte también la concesión de la cruz: sin el eficaz acicate de sus continuados ataques e insultos, quizá yo no hubiera trabajado tanto. Permitidme que llame vuestra atención sobre la importancia de contar con buenos enemigos en esta vida, extremo este al que no solemos atender. Yo los he tenido de primer orden, poderosos, fieros y malvados, y he de lamentar, eso sí, que en los últimos años el rango e importancia de estos mis enemigos haya decaído notablemente, lo cual me entristece porque, después de haber conocido otros tiempos en los que yo contaba con adversarios estupendos, de eso que honran toda una vida, quizá hoy ya no los tengo porque también he decaído. No merece la pena, pues, recordar ad personam a los que hoy conservo con cuidado, y que lamento pasen hoy un mal día, ya que como celosos propietarios de una indomable envidia -así son tantos mediocres-, sufren todos de la tristeza del bien ajeno. En fin, que si bien yo me he equivocado a veces en la elección de mis amigos, no lo he hecho nunca en la de mis enemigos.
Senhor Embaixador: mi compromiso con la Cultura portuguesa es, a más de firme, antiguo en el tiempo. Me propongo perseverar en ese compromiso, y llegar a merecer estas insignias que Portugal me ha concedido, y que bien sé que todavía no merecía. He citado antes a Tomás de Kempis, y quiero contradecirle por una vez, y es que yo no quiero que en mi persona se verifique su aserto: yo no he querido ni quiero ser nunca en Portugal ni peregrino ni extranjero, sino un constante servidor de su historia y de su cultura, que es una de las grandes entre las grandes del mundo.
Senhor Embaixador, Senhora, Excelenças, meus caros amigos: de todo meu cor, obrigado, muito obrigado.