Por el Dr. D. José María de Montells y Galán, Heraldo Mayor de esta Casa Troncal.
No es ninguna novedad ni a nadie le parecerá extemporáneo que me refiera al revuelo que ha causado en los ambientes nobiliaristas, la publicación de un librito del genealogista Armand de Fluviá sobre la falsificación documental que supuso en su momento la rehabilitación el título inexistente de Barón de Gavín. No me voy a extender en ello. Supongo que el lector ya tendrá suficientes datos para tener su propia opinión.
Vaya por delante, antes de nada, que tengo admiración por la imaginación creadora de los impostores. Sus piruetas intelectuales me han fascinado siempre.
Que conste que conozco el percal y me sé casi de memoria muchas de sus añagazas y artificios. El impostor inventa un mundo a su medida, porque el mundo real no admite sus ensoñaciones y eso que para ser aceptado por todos, se necesita abundante sangre fría, grandes dosis de autocontrol, desvergüenza a raudales y un objetivo muy definido y relativamente asequible.
Con frecuencia, se reviste de una afectada simpatía, una aparente erudición y una fingida petulancia. Se lanza, entonces, a la descalificación de los otros y traza, desde la más completa amoralidad, la línea de lo que está bien y lo que está mal. Se erige en una especie de oráculo de Delfos. Su fingimiento es tal que consigue el respeto reverencial que tanto anhelaba.
El falsario aparece en todos los órdenes de la vida, no sólo en el mundillo nobiliario, hay imposturas en el ámbito de la empresa, en el de la comunicación, en el de la política, en el de la literatura, etc, aunque aquí nos centraremos, como es natural, en la impostura genealógica.
Los hay inofensivos, dispuestos al cuento sin pretensiones de llegar a la cima. Son aquellos que en una conversación o en un escrito, dejan caer como quien no quiere la cosa, su pretendida descendencia agnada del Cid o que a su sexto abuelo, le hizo hidalgo don Carlos V, porque le ofreció agua, viniendo sediento el señor Emperador, por poner dos casos comprensibles y usuales. Su impostura es de menor cuantía. Se conforman con ingresar en alguna orden de caballería prestigiosa para coronar una aseada carrera en la administración o los negocios. Saben que no son lo que dicen ser, pero se permiten la mentirijilla, con el convencimiento de que no hacen mal a nadie y lustran así una vida aparente. Y son los menos.
Los hay discretos, que una vez conseguido el objetivo, se retiran a sus cuarteles de invierno y no vuelven a la escena social, pero los más, necesitan del engreimiento y la jactancia. Padecen el síndrome de avidez social, como acertadamente lo calificó el embajador y tratadista don Emilio Beladíez, de grata memoria, al que cada día que pasa, echo más de menos. Han llegado allí donde querían llegar merced a su inteligencia y capacidad de engaño. Todos los que nos hemos creído sus embustes nos merecemos la engañifa porque no pasamos de lilas.
Existe también el falsario decididamente esperpéntico (la red está repleta de estos personajes) que se presenta como heredero de una dinastía imperial o real y reparte distinciones y títulos estrafalarios, asociados generalmente a ayudas económicas a la dinastía que el supuesto príncipe dice representar. A estos individuos habría que clasificarlos en un apartado dedicado a los estafadores sin más.
Sin embargo, el transformista nobílico, el dispuesto a escalar puestos en la sociedad, es otra cosa. Es un hombre que no repara en transgresiones para dar verosimilitud a sus embustes, si es necesario proveerse de una genealogía, se pertrecha de papeles falsos que le hacen descender de un rey o de un título, según sea la cuantía de su falacia. Si para acceder a un sillón académico precisa de una obra escrita, la fusila, más o menos bien o paga un negro. ¡¡Sí lo sabré yo que he ejercido de tal!!
Se elige el camino de la ficción porque el embustero, deseoso de pertenecer a la aristocracia, tiende a reproducir el comportamiento de esa clase social a la que considera superior. Muchas veces imita las características del señorío, ya sea en el lenguaje, los gustos, o el estilo de vida.
Por otro lado, el falaz nunca reconoce obstáculos y ante las dificultades, se crece. El descubrimiento de su ficción, le impele a nuevas falsificaciones para documentar aún más el territorio de sus fantasías.
O simplemente, ofendido, decide ignorar la denuncia de su falsía con una mueca de desdén. Bien resguardado por los que le han encumbrado previamente, decide esperar a que escampe. Y muchas veces lo consigue. Yo no conozco a ninguno que se haya apeado del burro. Mueren aferrados a la ficción que fabricaron sus mentes calenturientas. No hay ninguna grandeza en ellos, pero a la vista de los demás, resultan afectados de un cierto patetismo.
No hay que dejarse embaucar. Aprovechan cualquier muestra de debilidad, para seguir con su monótona cantinela. Aparentan lo que no son: no son nobles, ni honrados ni eruditos. Solo tienen una envidiable capacidad de adaptación al medio y las dosis precisas de una descomunal desfachatez. No conocen ni por asomo, lo que tratan de emular con tanta vehemencia: la caballerosidad. Para nombrarse caballero hay que estar firmemente comprometido con la verdad. Es evidente que quien fabrica antepasados a su antojo desconoce lo que la verdad supone y ahí radica su felonía.
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