Por el Dr. D.José María de Montells y Galán, Heraldo Mayor de esta Casa Troncal.
Es muy poco frecuente acudir al cine y encontrarse una película que sea en sí misma un festival heráldico. Me ha pasado a mí en muy contadas ocasiones, pero me ha pasado. No es extraño, a mí me gusta el cine y voy con frecuencia. Hace ya mucho tiempo, tanto que no recuerdo cuándo, escribí un pequeño ensayo sobre la Heráldica en el prisionero de Zenda, una película a la que siempre visito cuando estoy en horas bajas.
Me refiero a la versión de 1952, basada en la maravillosa novela de Hope, del director Richard Thorpe y protagonizada por Stewart Granger, en el doble papel de Rassendyll y el buen rey Rodolfo, y James Mason como el malvado Ruperto de Hentzau. Un clásico del cine de aventuras. Publicado en la ya desaparecida Revista Iberoamericana de Heráldica, tuvo un inesperado éxito y hay gente que todavía lo recuerda con especial viveza.
Ahora, no tengo más remedio que aludir a otra película, que me parece paradigmática, en cuanto al uso de la heráldica se refiere. Se trata de la adaptación de la obra La Tragedia de Ricardo III de William Shakespeare, realizada en 1995 por el director inglés Richard Loncraine.
No parece que el personaje histórico de Ricardo III de Inglaterra (2 de octubre de 1452-22 de agosto de 1485) tenga algo que ver con el infame protagonista de la obra del bardo de Avon. Ricardo fue rey de Inglaterra desde 1483 hasta su muerte. Último monarca de la Casa de York, su derrota y muerte en Bosworth supuso el fin tanto de los Plantagenet como de la Guerra de las Dos Rosas y el advenimiento de los Tudor. Un señor feudal con sus luces y sombras, pero sin las pretensiones maquiavélicas ni las deformidades del anti-héroe teatral. Algunos historiadores lo presentan como un hombre alto y gallardo, enérgico gobernante que reorganizó el ejército, favoreció el comercio y ejerció el mecenazgo de la música y las artes. A él se debe la fundación del Colegio de Armas que todavía perdura en nuestros días, poniendo orden y estética en las armerías del Reino Unido.
La leyenda que lo representa como contrahecho, corcovado y tullido de nacimiento es nada más que una ficción. El texto de Shakespeare está basado en la visión que presentó Santo Tomás Moro de este monarca, en su “Historia del rey Ricardo III” (1513) que servía unos propósitos casi pedagógicos. Sin embargo, la obra ha trascendido ya al Ricardo III de carne y hueso y no podemos figurarle si no es como lo describiera el poeta.
Ya sabemos que tanto en Macbeth como en Ricardo III, Shakespeare hizo un estudio del mal de gran hondura psicológica. Un retrato hiperrealista de nosotros mismos en el espejo cóncavo de las pasiones más ocultas y turbias. El protagonista es un hombre que ha elegido alcanzar el trono por encima de cualquier otra consideración. No reparará en abundar en medios moralmente repugnantes: engaños, traiciones, asesinatos, etc. con tal de agenciarse la meta deseada.
Nadie puede sentirse seguro cerca de este monstruo que pone al servicio de su maldad, un lenguaje enormemente persuasivo. De cuerpo deforme y giboso (metáfora de un alma desfigurada por la crueldad) resulta difícil resistirse a su engañoso embrujo. Su seducción perversa resulta invencible para cualquiera.
Shakespeare es un autor eminentemente cristiano, probablemente un católico encubierto. Sabemos que se sintió mucho más cómodo en el reinado del filocatólico y dubitativo Jacobo I Estuardo que en el de Isabel I. Quizá por eso, en el fondo, el maestro nos presenta su obra como una diatriba contra la depravación, siguiendo la obra de Tomás Moro.
La iniquidad supone claramente actuar contra la conciencia, ese lugar del alma donde están grabadas a fuego las exigencias profundas de la condición humana. Pero Ricardo no tiene conciencia, es hombre avieso y traicionero que no conoce moral alguna. El drama tiene en nuestros días, una aterradora vigencia. Los ejemplos de vidas paralelas a la de este Ricardo III abundan en el tiempo malhadado que nos ha tocado vivir. Desde Hitler a Mao, hay, creo yo, dónde escoger.
Por eso, quizá, está película de la que hablo, es una muy valiosa trasposición histórica de la Inglaterra de Ricardo a una Inglaterra de los años 30, vagamente nazi, oscura y tenebrosa. La ficción shakesperiana se ve a sí enriquecida por una cercanía que nos sobrecoge.
Pero donde adquiere su verdadera dimensión artística es en el universo simbólico que se va desarrollando durante todo el film, íntimamente ligado a la figura del Rey, magistralmente interpretado por el actor británico Ian McKellen que encabeza un reparto de quitarse el sombrero (o el cráneo, que diría Valle-Inclán): John Wood en el papel de Eduardo IV, Annette Bening en el de la reina Isabel, Nigel Hawthorne en el del duque de Clarence y un sinfín de actores de primera fila.
Muy fiel al texto de Shakespeare, la cinta se abre, después de un breve prólogo bélico, con un baile en palacio por la victoria obtenida por Ricardo de Gloucester sobre la Casa de Lancaster. Una puesta en escena espectacular preludia el mimo con el que el director ha tratado la obra. Es en ese escenario cuando comienza una acción trepidante que nos mantendrá pendientes de la pantalla durante toda la proyección. Ricardo, de general victorioso, pronuncia la frase famosa:
Ahora, el invierno de nuestro descontento se ha transformado en glorioso verano bajo este sol de York…es la primera alusión heráldica a la guerra civil entre las casas de York y Lancaster. El sol era una divisa de la casa de York y alude a su hermano Eduardo IV que tenía por divisa un sol naciente y pintaba la rosa blanca de York sobre un sol en esplendor. Es también una ironía que lamenta el contraste entre su supuesta deformidad y la felicidad del reino. Luego la película transcurre por los vericuetos e intrigas de Ricardo para llegar al poder, en una huida hacia adelante, plagada de crímenes abyectos e infames astucias, dignas del más depravado de los asesinos.
Con su ascenso hacia al trono de Inglaterra, luego de proclamarse Lord Protector, somos espectadores de la aparición de un emblema que se va haciendo omnipresente hasta la investidura de Ricardo como rey, en una magnífica secuencia que recuerda la estética de las reuniones nazis y es toda una apoteosis de estandartes rojos con la señal heráldica de la cabeza del jabalí, convertido ya en símbolo real.
El film se deleita en la exhibición del puerco salvaje. Está en los uniformes, en las banderas, en los palacios, en todo lo que la cámara refleja, refrendando gozoso su victoria final sobre todos los que se interponían entre la ambición de Ricardo y el poder.
En el texto clásico, el monarca es asociado al jabalí. Históricamente, Gloucester adoptó como divisa un jabalí blanco y un lema propio Loyaulte me lie (La lealtad me obliga), que luego incorporaría a la heráldica del reino como soporte de sus armas. Shakespeare jugó para el drama con la apariencia gibosa del protagonista y la figura de la bestia. En la película, lord Stanley tiene una pesadilla que recrea la escena de la bienvenida en la estación de Londres al Príncipe de Gales, en la que el rostro de Ricardo se transforma en el de un jabalí, con grandes dosis de verosimilitud. Los prodigios del maquillaje en el cine de nuestros días y eso que en 1995, todavía no se había experimentado con los trucos digitales, a los que la gran pantalla de ahora nos tiene tan habituados.
Ya se sabe que el jabalí es un cerdo salvaje que cuando está herido, se transforma en un animal fiero y peligroso. Tiene el cuerpo macizo con cabeza triangular dilatada en un hocico en forma de pequeña trompa. Sus colmillos son prominentes y característicos. Se le considera antecesor del cerdo doméstico.
No erró el rey en adoptarlo como divisa. El jabalí es alusión de la fuerza, del valor y del coraje extremo. La acometividad en estado puro. Un fuerza desbocada y brutal que está también en la propia naturaleza humana. Procede del mundo mitológico celta. José María Castroviejo ha señalado muy bien la antigüedad legendaria del animal:
“El Señor jabalí tiene su puesto en la Historia y no pequeño… El feroz puerco, perseguido hasta la hondura de su cubil, era un adversario que los dioses mismos no desdeñaban el atacar. Artemisa, la virginal. Lo seguía con su aljaba, tenaz e incansable, hasta lo profundo de las selvas de la Argólida, en veloz carro, acompañada de ladradora jauría y entre un tropel de ninfas galopantes. Y ¿no fue por culpa de un jabalí, primero herido por la diestra Atalante, por lo que el heroico Meleagro, que le da al fin muerte, enloquece y pierde a su vez la vida? Homero en la Odisea (XIX) nos deja un memorable retrato del jabalí que hirió a Ulises. El jabalí era presa noble y los emperadores…de Roma, tras las influencias de la Galia, de España, de Grecia, del Oriente Helenístico y de África, se alababan de su caza. Adriano, Marco Aurelio –cuya fuerza ante el jabalí destaca Dion Casio- y Caracalla, entre otros, se vanagloriaban de afrontarlo. Marcial nos dejará inmortalizado en hermoso latín, el epitafio de la valiente perra Lydia sucumbiendo al colmillo de un jabalí: Fulmineo, spumantis sum dente perempta Quantus erat, Calydon, aut, Erymanthe, tuus » (1).
En nuestra Galicia, el jabalí fue emblema de la casa de Andrade, como puede observarse en el sepulcro de Fernán Pérez de Andrade en la Iglesia de San Francisco de los Cavaleiros de Betanzos, aunque Luis Valero de Bernabé, director del Colegio Heráldico de España y de las Indias, profundo conocedor de la emblemática hispana, no considera al jabalí muy presente en la heráldica española, tan sólo un 2 % del total de animales salvajes (2) . Generalmente, en nuestro país se pinta de perfil, pasante, con un solo ojo y oreja, esmaltado de sable, excepto los colmillos que son de plata.
La Historia narra que el 22 de agosto de 1485, el jabalí blanco se enfrentó con las fuerzas lancasterianas de Enrique Tudor en la batalla de Bosworth. Las fuerzas de Ricardo han sido estimadas por tratadistas solventes en 8000 hombres y las de Tudor en unos 5000, pero no se puede conocer la cifra exacta. Durante la batalla, Ricardo fue traicionado por Stanley (a quién había hecho conde de Derby en octubre), William Stanley y Henry Percy, IV duque de Northumberland.
El cambio de bando de los Stanley debilitó seriamente la fortaleza del ejército de Ricardo, teniendo un efecto determinante en el resultado de la batalla. También la muerte de John Howard, duque de Norfolk, su compañero fiel, parece haber tenido un efecto desmoralizador en Ricardo y sus hombres. El film retrata a Stanley como jefe de la Aviación que, al fin y a la postre, resulta decisiva para derrotar al ejército del rey.
Las crónicas refieren que Ricardo luchó con bravura y habilidad durante la batalla, descabalgando a John Cheney, un famoso campeón de justas y matando al portaestandarte de Enrique, William Brandon y prácticamente llegando hasta el propio Enrique Tudor, pero finalmente se vio rodeado y asesinado.
La tradición dice que sus últimas palabras fueron «traición, traición, traición, traición, traición». En el film, siguiendo fielmente a Shakespeare, el rey grita: ¡¡¡Un caballo, mi reino por un caballo!!! El final, apocalíptico es, para mi gusto, lo menos feliz de la cinta.
Pero lo que me interesa destacar aquí no es que la película sea de las que hay que ver indefectiblemente, porque constituye una magnífica adaptación al cine de la obra de Shakespeare y cuenta además con el valor añadido de unos actores que bordan su papel, sino la validez contemporánea de un emblema medieval que colma toda la acción y no desentona lo más mínimo, antes al contrario, la impulsa y enmarca.
En algún momento, todos hemos compartido eso de que la heráldica no sirve para nada y que es un lenguaje periclitado que no puede expresar las ideas del mundo moderno. Pero, a la vista de obras como Ricardo III, uno no está tan de acuerdo. En el puerco salvaje del monarca, su divisa heráldica, hay toda una carga ideológica y metafórica que difícilmente pueden representar los logotipos actuales. Es, supongo, expresión muy precisa y definida de lo atávico. Vemos un jabalí y al momento, lo identificamos con la fiereza y la bravura, dos conceptos que no conciernen a lo que comúnmente entendemos por moderno. Un mundo, el de hoy, tolerante y falsamente bondadoso que no precisa de la fiereza… o sí?
Pienso que la heráldica es la fórmula plástica más depurada de la policromía medieval. Responde a la necesidad de que los jinetes, fuesen debidamente identificados en las justas caballerescas y en las batallas. Así surge una nueva disciplina, regida por rigurosas reglas que harán del blasón, a través de la impresión visual, una alegoría de las cualidades o las desdichas humanas, transmisible de padres a hijos e identificadora de los linajes. Los reyes de armas o heraldos, en su función de árbitros del honor militar, irán poco a poco proporcionando contenido a la Ciencia Heroica que conforma, junto a los tratados de nobiliaria, la teoría de la Caballería.
Lo que se niega hoy es la vitalidad de la heráldica. Con inusitada frecuencia se dice que ha muerto, que vacía de su utilidad primigenia, ha dejado paso a otras formas de tipificación gráfica. Creo que deben ver la película Ricardo III, en esta versión ambientada en los años 30 del pasado siglo y comprobarán, sin duda, lo poco acertados que están los defensores del diseño gráfico como manifestación cabal de la modernidad. Tengo para mí que se equivocan. Una vez más.
(1)“Viaje por los montes y chimeneas de Galicia” J.M. Castroviejo y Álvaro Cunqueiro. Espasa Calpe. Col. Austral. Madrid 1986. Pág.128.
(2)Simbología y diseño en la heráldica gentilicia galaica. Hidalguía. Madrid. 2003.