Por el Dr.D. José María de Montells y Galán, Heraldo Mayor de esta Casa Troncal.
Un amigo militar, recientemente condecorado con la Medalla de Honor del Gran Priorato, me dice que la Ministra de Defensa, la Excma. doña Carmen Chacón, no le ha autorizado llevarla sobre el uniforme. Evidentemente las actuales autoridades del Ministerio deben desconocer la estrecha vinculación de la Orden de San Lázaro de Jerusalén y el Ejército español, porque en caso contrario caerían en un flagrante caso de agravio comparativo, ya que es históricamente comprobable que la cruz verde lazarista ha estado presente sobre el glorioso uniforme de nuestros soldados hasta hoy mismo. Ocurre, por lo visto, que las insignias de la Orden están autorizadas plenamente, pero existe el criterio, muy discutible, de no reconocer las medallas al mérito que no tengan carácter oficial.
Por si acaso y para que conste, me permito recordar algunas verdades históricas:
Es sabido que la Orden Hospitalaria de San Lázaro adquiere su carácter de verdadera Orden Militar por virtud de la Constitución Cum a nobis otorgada por Alejandro IV el 11 de Abril de 1254, quien le da tal carácter y le cambia la regla de San Basilio, que hasta entonces seguía, por la regla de San Agustín.
Y es que, en teoría, para que exista una orden caballeresca es preciso un cuerpo, una sociedad con intereses e ideales comunes; un jefe o gran maestre; y que sus componentes obedezcan una regla o estatuto, que les obliga a todos. Los grados se confieren por ceremonias, en tiempos determinados y poseen un signo distintivo. La filosofía de estas órdenes monástico-guerreras, profundamente cristianas, tiene influjos islámicos, adquiridos por asimilación de la disciplina del ribat, el cenobio ascético-religioso musulmán donde se aprendía también a guerrear. La frontera entre los estados cruzados del Levante y el Califato fue siempre muy permeable a influencias mutuas. La caballería cristiana remeda el modo de actuar de la caballería ligera turcomana, armenia o fatimí, naciendo así la carga tornada, que permite tras reorganizar a los jinetes, volver a cargar sobre la retaguardia enemiga con óptimos resultados. Los caudillos utilizan, desde la aparición del estribo, la carga de caballería por su capacidad decisiva. Caballo, jinete y lanza se unen y actúan como un proyectil; el impacto de un grupo de caballeros, así armado, representa una ventaja militar de primer orden.
General Millán Astray.
Como decía Raimundo Lulio, corresponde al caballero ser amado por bueno, temido por fuerte, alabado por sus buenas obras y rogado por ser consejero de su señor. Yo mismo, en la nota a la edición de mi Diccionario de Ordenes de Caballería, decía:
De las órdenes de cruzada heredaría la caballería toda, un espíritu de honor y defensa de la fe, que tiene su origen en la fanática caballería chiita de los asesinos e impregna la literatura del Santo Grial a partir del siglo XII. Nace así un modelo humano, soberbio con los soberbios y humilde con los humildes que vive en un mundo en el que el idealismo lo llena todo.
En palabras de Raimundo Lulio, El Dios de la Gloria ha elegido caballeros que, por fuerza de las armas, venzan y se apoderen de los infieles que se afanan en destruir la Iglesia. Decía San Bernardo de Claraval, el predicador de la segunda cruzada, que los monjes guerreros adscritos a una orden militar, al practicar la obediencia, la castidad, la pobreza y el ejercicio de las armas, nada les falta de la perfección evangélica. Y añadía que esta lucha, combatir contra hombres de carne y hueso y contra las fuerzas espìrituales del mal, ser valiente con la espada y sobresalir en el combate con la tentación, es el verdadero servicio de Dios. …matando sirven a Cristo y muriendo Cristo se les entrega…. Y les describe:
Se tonsuran el cabello… jamás se lo rizan…. se bañan muy rara vez… van cubierto de polvo, negros por el sol que les abrasa bajo las mallas… se arman en su interior con la fe y al exterior con acero, sin dorado alguno; armados, no adornados, infunden miedo y no avaricia….. Y para terminar, apuntaba:
a la vez mansos como corderos y feroces como leones. Tanto que no se sabe cómo habría que llamarles si monjes o soldados. De esta raza serían los primitivos caballeros lazaristas, dispuestos a morir en la batalla, por sublimar el fin que el cruel destino de su dolencia, les deparaba irremediablemente.
General Rada.
Desde aquella, la Orden estaría firmemente vinculada al estamento militar. No hará falta recordar el período del Gran Maestrazgo de Aquiles Nerestang (1645-1673), cuando recuperando la tradición militar, el Gran Maestre intentó crear una flota perteneciente a la Orden, a la manera de la Orden de San Juan de Malta.
El ejemplo de la Milicia de San Juan había demostrado que era posible que una orden militar y hospitalaria preservase su independencia, asegurándose un papel de potencia naval. Pese a que San Lázaro dependía ahora del poder real, el Gran Maestre concibió un plan para convertir la Orden en una poderosa máquina de guerra, con patente de corso. Para ello, negoció la transferencia de las islas de Ré en el Atlántico y Porquerolles en el Mediterráneo, con el propósito de convertirlas en bases navales de la Orden. Pero la oposición de Mazarino truncó el proyecto. Sin amilanarse, Nerestang armó dos navíos por cuenta de la Orden: el San Lázaro, al mando de Groslieu y el Nuestra Señora del Monte Carmelo, que tenía a De la Riviere como capitán, que desde su base en Saint Malo intervinieron activamente en la guerra contra Inglaterra. Groslieu murió heroicamente en un combate naval contra tres fragatas inglesas, el 19 de septiembre de 1666. Al año siguiente, la escuadra de la Orden se duplicó y fue puesta bajo el mando de Cice, que también murió en combate. Estos hechos propiciaron que al sucesor de Cice, el caballero de Coudray, le fuese encomendado el mando de diez fragatas y la guardia de las costas bretonas. Tampoco se puede olvidar que en este período, el Gran Prior de Languedoc, Salas, acometió una iniciativa de cierta importancia para la Orden, ya que fundó una Academia en Montpellier, con las rentas de varias encomiendas, embrión de una verdadera Academia Militar de la Orden de San Lázaro, donde se enseñaba a los jóvenes aspirantes, equitación, esgrima, instrucción militar, matemáticas y geografía. Por si esto fuera poco, los decretos del 31 de Diciembre de 1778, reforzaron el carácter militar de la Religión ya que para ingresar, era necesario haber servido en el ejército o en la marina.
Pero siendo todo esto significativo, nada comparable a la íntima relación de la Orden con el Ejército español una vez finalizada la guerra civil. El ingreso del Generalísimo Franco, como Gran Cruz de Justicia con Collar, y los de los generales victoriosos, como el conde de Jordana, Gran Prior de España, el Capitán General don Camilo Alonso Vega, Ministro de la Gobernación, el Tte. General don Asensio Cabanillas, Ministro del Ejército, el General don Fernando Barrón Ortiz, el General don Juan Beigbéder Atienza, Ministro de Asuntos Exteriores, los Ttes. Generales don Francisco y don Alberto de Borbón y Castellví, el Capitán General don Fidel Dávila Arredondo, marqués de Dávila, el Tte. General don Rafael García Valiño, el Tte. General don Carlos Martínez Campos y Serrano, duque de la Torre, conde de Llovera y de San Antonio, grande de España, el Tte. General don Luis Orgaz y Yoldi, el Tte. General don José Monasterio Ituarte, el Tte. General don Miguel Ponte y Manso de Zúñiga, marqués de Bóveda de Limia, el Tte. General don Ricardo de Rada y Peral, el Capitán General don José Moscardó e Ituarte, conde del Alcázar de Toledo, el Almirante don Salvador Moreno y Fernández, marqués de Alborán, el Tte. General don Andrés Saliquet y Zumeta, marqués de Saliquet, el Tte. General don Joaquín Solchaga y Zabala, el Capitán General don José Enrique Varela Iglesias, marqués de Varela de San Fernando, el General Heli Rolando de Tella y Cantos entre otros (y por solo citar algunos), permitió al Hospital de San Lázaro, una posición privilegiada en nuestro país, para reorganizarse como Orden internacional en un mundo endurecido por la proximidad de la Guerra Mundial. Puede decirse entonces sin temor a faltar a la verdad, que la cruz verde lazarista se mantuvo en el pecho de una pléyade de héroes, como en los tiempos de las Cruzadas.
Uno de los lazaristas que contribuyó grandemente a este asentamiento de la Religión en nuestra Patria, fue el general Millán Astray. Destaco a este último, porque el fundador del Tercio, pese a esa leyenda negra que le presenta como un histrión jactancioso, fue muy poco dado a las vanidades mundanas y salvo San Lázaro, se abstuvo de entrar en otras corporaciones nobiliarias que le hubieran abierto sus puertas de par en par, dada su condición de hidalgo notorio.
Pocos saben el entusiasmo que despertó en el sempiterno coronel de la Legión el conocimiento de la historia lazarista. Quien se aproxime ahora a la figura de Millán Astray, deberá acudir desprovisto de los prejuicios contemporáneos que le han encasillado en un estereotipo muy alejado de la verdad histórica. El Tercio de Extranjeros había sido creado por una Real Orden de 4 de Septiembre de 1920, siguiendo la genial intuición de su Fundador, que había estudiado con sagaz espíritu crítico la historia de la Legión francesa. En la imaginación de Millán Astray se concibió la idea de crear un cuerpo de vanguardia a base de recluta extranjera, a imitación de los ejércitos liberal y carlista y de los lansquenetes de los tercios de Carlos V.
Lo cierto es que Millán encontraría en Franco un colaborador excepcional, pues si bien el Fundador aportaría al Tercio la mística y la poesía, el nervio y la personalidad; Franco le daría el rigor y la técnica, la eficacia combativa, en suma. Por obra y gracia de Millán Astray, desde el perdulario marsellés al cubano indolente, desde el príncipe ruso al fugado asesino, todos encontrarían en la Legión, la familia añorada y la hermandad que proporciona la sangre derramada. Escribí recientemente de Millán Astray (1): Siempre impecablemente vestido, era frecuente verle pasear con canotier y bastón, el monóculo ahumado que disimulaba el tiro en el ojo y el guante de manopla sabiamente arrugado en la bocamanga de su único brazo. La capa adquiría en él, aires de otros tiempos. También el Tercio en su peculiar uniformidad se vio influido por su fuerte personalidad, pues fue el propio Millán Astray quien redactase los primeros reglamentos siguiendo los dictados de un dandismo sublimado al paroxismo de lo místico
Para un admirador del bushido, el Hospital y la Milicia de los pobres leprosos fue todo un descubrimiento tardío. Un condottiero de otra época como él, forzosamente se tenía que sentir atraído por la mística de una religión que había combatido en Tierra Santa hasta la extenuación. Para un legionario, los monjes-guerreros de la cruz verde de las Cruzadas eran un antecedente a tener en cuenta. Al enemigo, siempre le ha entendido: Los moros son los mejores soldados del mundo; bravos, leales, sufridos, arrogantes, afectuosos, y de alma infantil. Pero feroces y crueles en la pelea. (…) Al entrar en batalla, cantan su himno de guerra como reto al enemigo, a lo que éste contesta de igual forma. El acto tiene una belleza y una emoción intensas. Es el saludo con las espadas de los duelistas.
Millán Astray conoce la carta del jefe de la cábila de Beni-Urriaguel –sí, la misma de Ab-del-Krim– al general Franco el 21 de Julio de 1936 “…al glorioso héroe, tan afortunado de mano, alma y corazón: el General Franco… deseamos ayudar a tu Ejército con nuestras haciendas para conseguir que España vuelva a ser lo que era… nuestros hombres, que irán contigo, no han de dejar a vuestros opresores un solo lugar de España donde refugiarse… con el imperio de Dios a nuestro lado extirparemos el mal de esa tiranía… no regresaremos de España hasta que los mayores y los menores gocen de vuestra paz… ya veréis como a nuestros heroicos hombres no les importa la muerte…”.
La lucha de los cruzados lazaristas fue en el pasado la misma que la de sus legionarios, concluye para sí.
Millán Astray se había encontrado con el Duque de Sevilla, a la sazón Gran Maestre, en una recepción en palacio, probablemente el mismo año de la fundación del Tercio de Extranjeros en 1920, donde fueron poco menos que apadrinados por el propio Alfonso XIII y pese a no coincidir en ningún destino militar, siempre conservaron una afectuosa relación de camaradas y amigos.
D.Francisco de Paula de Borbón y Escasany, Duque de Sevilla y Grande de España, Gran Maestre Emérito de la Orden de San Lázaro.
Don Francisco de Borbón y de la Torre le tenía gran aprecio, conociendo como conocía, su devoción entusiasta por el Rey y la monarquía, los terribles dolores de sus heridas y su acendrada sencillez. Respecto de sus graves lesiones de guerra, él mismo lo ha relatado con su escueta prosa, una bala me atraviesa las sienes, entrándome por el ojo derecho y saliéndome por el oído izquierdo. Vuelvo a la Legión ya manco y tuerto. Iba a las operaciones, me subían a caballo y me bajaban en brazos para sentarme en una silla. Era para mí un tormento.
Antes que la nobleza de sangre, para Millán Astray cuenta la nobleza del espíritu. Educado entre patibularios y asesinos, ya que su padre era director de prisiones, los delincuentes de toda condición contribuyeron a formar su carácter y su amor por los humildes. Su adjetivación de los gitanos nos lo confirma: Otro día hablaré de los gitanos caballeros legionarios. Será un canto a la fidelidad, la lealtad y la bravura.
El Hospital de los pobres leprosos ha vencido todas las adversidades porque se ha hecho a sí mismo en el dolor y en la lucha. Una caballería heroica que recogía los despojos humanos de la lepra, aquellos hermanos que no servían en las otras órdenes de caballeros sanos, para redimirlos en el combate contra el sarraceno. Millán Astray confirma cercanas similitudes entre la milicia lazarista y la moderna Legión. La heroicidad y el coraje que los Gobiernos no premian, los premiará la Orden de San Lázaro y así, pide de favor al Gran Maestre que ingresen en la clase de mérito o de gracia, algunos oficiales y suboficiales del Tercio que han sido tratados con ramplona cicatería, con la misma mezquindad oficial que le negó a él, la Laureada de San Fernando.
La cruz verde de ocho puntas será su Laureada. Para un hombre cuyos valores supremos eran el Honor, el Valor y la Cortesía, la Orden apareció en su vida como la materialización de sus ideales. Para un militar, tan celoso de sus condecoraciones ganadas en combate, la cruz verde de ocho puntas constituyó un símbolo de unión con un pasado glorioso del que sentía continuador y en cierto modo, partícipe. Del aluvión de ingresos de la inmediata posguerra, ninguno tan militante como el del héroe mutilado. Los ataques a la orden de 1950, no hicieron mella en su ánimo, pues conservó intacta la devoción por la cruz de sinople (bordada en su uniforme de gala de Jefe del Cuerpo de Mutilados, según el testimonio de su hija Peregrina) hasta su muerte acaecida en Madrid, en 1954.
Desde aquella, ha sido constante el ingreso de militares españoles en la Milicia lazarista, desde los oficiales de la heroica División Azul, pasando por el Tte, General don Manuel Díez Alegría y Gutiérrez, embajador de España, hasta el general don Juan José Hernández Rovira, alevosamente asesinado en 1994 por el terrorismo etarra en Madrid, al alba, cuando salía de su casa para dirigirse al acuartelamiento de la Acorazada en el Pardo. Tuve la inmensa suerte de conocer muy bien al general Rovira, un hombre extraordinario, de firmes convicciones patrióticas y religiosas, muy cuidadoso en el atuendo y un entusiasta de la Cruz Verde hasta el extremo de lucirla sobre el uniforme de faena.
No estoy escribiendo sin conocimiento de causa. A Rovira, me lo presentó hace muchos años, el coronel Rodríguez Augustin (ilustre lazarista, Presidente de la Secretaría de Cámara y Gobierno del duque de Sevilla, modelo de caballeros) y estoy por asegurar que fuimos amigos desde el primer momento.
No recuerdo ahora por qué motivo, quizá por su ascenso a General de Brigada nos invitó a comer, a Rodríguez Augustin, al Comandante Pérez de Sevilla y a mí mismo, en el Estado Mayor de la Brunete y nos recibió con la cruz verde sobre su uniforme de cuartel. Pocas veces le vi con el de diario, pero siempre que lo hice, llevaba la cruz de ocho puntas verde cosida sobre el bolsillo izquierdo de la guerrera caqui. En lo peor de la actividad terrorista, tenía a gala lucir el uniforme. Murió con la guerrera puesta y estoy por asegurar que con la cruz lazarista próxima al corazón.
Con todos estos antecedentes, me resultaba muy extraño que Defensa negase conscientemente el permiso de lucir sobre el uniforme una insignia de la Orden, pero a lo que parece, según me cuentan ahora, la negativa solo se circunscribe a las condecoraciones otorgadas al mérito. Loado sea Dios.
(1) Teoría del dandismo. Cuadernos de Ayala, nº 37