Uno, en su modestia, tiene acreditado un gran entusiasmo por los dragones. Ya en 1999, en mi Diccionario Heráldico de Figuras Quiméricas escribí un Elogio del Dragón, que fue muy celebrado por propios y extraños.
En aquel artículo o lo que fuese, defendía yo a los dragones, porque fueron, en mi remota infancia, quienes me abrieron las puertas de la imaginación. Mi padre dibujaba pacientemente en su papel de barba mis primeras quimeras, unos seres espantosos invariablemente lanceados por hercúleos caballeros montados en piafantes corceles y justo al momento, me veía en una oscura selva, rescatando de sus garras a mi vecina Marisol. Antes de jugar al futbol, como todos los niños de mi generación, tuve una armadura negra. Me protegía del fuego que sale por la boca del dragón. De todas las capacidades humanas, me quedo con la de fabular. Creo yo que sin un poco de fantasía, la vida sería invivible. Sin la gran virtud del sueño, todo resulta zafio, menos tratable y hermoso o a mí, me lo parece. Quizá por ello, el otro día acudí al cine con mi mujer y mi nieto Gonzalo, para que viera «Como entrenar a tu Dragón», un film de dibujos animados en 3D, que es una película de primera.
A Gonzalo que tiene cinco años, le gustó mucho, aunque algunas escenas le dieron miedo. Es natural, los dragones tienen mucha literatura en contra y una apariencia que no les acompaña. Ni que decir tiene que yo salí magnetizado por su poderosa influencia. Es de destacar que es la primera historia que conozco de estos monstruos mitológicos, en la que no aparecen como enviados del «malo». No representan al diablo. Son, como los dragones asiáticos, seres bondadosos y sensibles.
Justo igual que el dragón verde que timbra la insignia de la Imperial Orden del Dragón de Anam. En el antiguo imperio de Anam (hoy Viet Nam) el dragón siempre se ha considerado una criatura benéfica y un símbolo de buena fortuna. Quizá por influencia china, los dragones representaban el poder espiritual supremo, el poder terrenal y celestial, el conocimiento y la fuerza. Fue también señal de la nación anamita desde antiguo. A mí, que se me antojaba un imperio misterioso e impenetrable, se me ha vuelto lógico y cercano. Será por el influjo del dragón dragonante.

La verdad es que no nos debía sonar extraño. Los españoles estaban presentes en el sudeste asiático desde el año 1565, cuando llegó a la isla de Cebú una expedición mandada por Miguel López de Legazpi y el fraile agustino Andrés Urdaneta. La conquista de las Filipinas fue relativamente rápida y pronto se dirigieron las miradas hacia China, Indochina y las islas de las especies.
Sin embargo, Asia no era América, y además España sufrió derrotas como la de la Armada Invencible que llevaron a enfriar los planes de expansión en el continente asiático. Su presencia en la región, por tanto, se centró en proveerla de plata americana y en impulsar una gran red de comunidades misioneras por el lejano Oriente.
En el siglo XIX, el panorama político y militar había cambiado sustancialmente. España ya no era la gran potencia mundial que fue en el pasado y el dominio de los mares correspondían a Gran Bretaña y Francia. La primera contaba con una importante presencia en la India. La segunda estaba dispuesta a buscar cualquier excusa para conquistar Indochina, desde que un 28 de mayo de 1787 el emperador de Anam había permitido la presencia comercial de franceses en ese país.
La excusa perfecta fue el asesinato del misionero dominico español Díaz Sanjurjo. París reclamó la defensa de la civilización occidental y solicitó al gobierno de Madrid el envío de una expedición conjunta de castigo. Los españoles eran los aliados perfectos de Napoleón III, porque su participación evitaba las objeciones británicas y no suponían competencia alguna en la región.
En esos años, la presencia comercial francesa en Asia oriental era ya muy importante, especialmente en China, mientras que, a excepción de Filipinas, ninguna casa de comercio española se había instalado en esas costas, ni siquiera en Hong Kong. Tal como se quejaba el propio cónsul general de España Gumersindo Cañete, «de todas las naciones han venido a establecerse un gran número de negociantes, excepto españoles».
El comercio de la provincia china de Fujian con Filipinas seguía siendo tan importante como antaño, pero estaba a cargo casi en exclusiva de mercaderes chinos, aunque un muelle del puerto de Xiamen se llamara «de los españoles». En realidad, estos estaban adaptándose muy lentamente a la navegación a vapor y ni siquiera su presencia en Filipinas los azuzaba para comerciar por el sudeste asiático.
España se unió a la expedición de Cochinchina sin saber muy bien los objetivos, aparte de la gloria de defender a los suyos. Además, hay que tener en cuenta que, en esos años, el ejército español estaba muy disperso y las posibilidades de actuar, debilitadas. Había participado con diferente suerte en diversas campañas en América, como la dirigida por Prim en México y la de Santo Domingo; estaba combatiendo en la costa americana del Pacífico (1863-1866) contra las nuevas naciones de Perú y Chile, y luchaba contra los rifeños en la guerra de Marruecos. Además, el país había sufrido la tragedia de tres guerras civiles. Por ello, de los trece buques que participaron inicialmente en la expedición de Indochina, solo uno era español. Se trata del Elcano, que, además, era el que tenía menor capacidad de fuego, con solo dos cañones y 75 tripulantes, mientras que la fragata francesa Nemesis, por ejemplo, tenía 52 cañones. Más tarde el Elcano fue sustituido por el vapor Jorge Juan, con seis cañones y 175 tripulantes.
El contingente militar, mayoritariamente integrado por filipinos, zarpó de Manila en dirección al puerto de Danang, llamado antiguamente Turón o Turana por los españoles, principal ciudad de Vietnam central. En septiembre de 1858 cayó esta localidad, y el 10 de febrero de 1859 los aliados atacaron Saigón, la capital de la Cochinchina.
Tras la toma de la plaza, el mando francés izó la bandera tricolor y se apropió del botín. El ejército galo siempre consideró a las tropas españolas como auxiliares y mandó regresar a Filipinas todo el contingente español que no estuviera en Saigón, y con ellos al jefe del cuerpo expedicionario, el coronel Bernardo Ruiz de Lanzarote.
Solo quedó en Vietnam un centenar de soldados españoles bajo la órdenes del teniente coronel Carlos Palanca Gutiérrez. Tras diversas acciones militares, en la primavera de 1862 el emperador Tu Duc aceptó las condiciones de París: cedió la zona ocupada a Francia y permitió la libertad religiosa. Un año después, los franceses ocuparon Camboya y una década más tarde, el norte de Vietnam.

En 1902 habían conseguido unificar toda Indochina y España apenas había sacado beneficio de la campaña. Las tropas regresaron a Filipinas y la historia oficial española empezó a olvidar la expedición. Fuimos comparsas de los franceses que se quedaron con la administración y el comercio de Anam.
El emperador fue respetado por las autoridades galas, al menos nominalmente, aunque el poder quedó en manos del francés. Así que, la Orden Imperial del Dragón de Anam fue fundada el 14 de Marzo de 1886, por el Emperador Dong Khanh, noveno monarca de la dinastía Nguyen.
Había accedido al trono gracias a las autoridades francesas que habían desposeído a su tío, el Emperador Ham Nghi. Los franceses asumieron la orden como propia en Mayo de de 1886, otorgándola el propio Presidente de la República Francesa, a propuesta del Ministro de Colonias, permaneciendo bajo su soberanía hasta 1950. Al mismo tiempo, fue otorgada por los Emperadores de Anam hasta la abdicación en 1945 de Bao Dai, el último de los soberanos anamitas. En aquel año, el Vietminh le obligó a abdicar, pero Francia lo reinstauró en el trono en 1949 para oponerse al Gobierno comunista de Ho Chi Minh. En 1954, tras la división de Vietnam, continuó como jefe de Estado del Vietnam del Sur hasta que fue depuesto por su jefe de Gobierno, Ngö Dinh Diën, al año siguiente, que se proclamó Presidente de la República.
En puridad y desde su fundación fue una orden bicéfala, concedida por la primera magistratura de la potencia colonial y por el mediatizado monarca del país colonizado. Durante el exilio de Bao Dai en París, la Orden se mantuvo dentro del patrimonio ecuestre de la dinastía Nguyen.
Tengo que decir que a Bao Dai, le tuve yo mucha simpatía. Fue en su juventud un redomado play boy, amante de los placeres de la vida y admirador impenitente de la mujer, hasta el punto de que casó cuatro veces, aunque las biografías al uso consignan solo dos.
Generoso de carácter, muy amigo de sus amigos, dilapidó la fortuna de sus mayores en cacerías y parrandas, venciendo la pobreza con suma dignidad, pese a vivir en un modesto apartamento parisino, donde pasó la mayor parte de su exilio. Siempre me impresionaba verle en las fotos de Point de Vue, ya anciano, en las fiestas de la aristocracia gala, muy consciente de su alta condición. Por eso tuve una gran satisfacción cuando ingresé en la Orden, como simple caballero. La perseverancia en mi fervor por los dragones, ya que no me atribuyo otros méritos, me otorgaron el Gran Cordón o sea, la Gran Cruz, dicho en cristiano. A la muerte de Bao Dai, en 1997, la Orden se sumió en un pronunciado período de confusión.
A la cabeza de la familia imperial, le sucedió su hijo, el Príncipe Bao Long. Con su conversión al catolicismo, el último Emperador retuvo el Fons Honorum, pero fue discutido como Gran Maestre de unas ordenes imperiales confesionalmente budistas, denominándose desde aquella Soberano de todas las ordenes anamitas. En 2002, un Consejo de Regencia, establecido en EEUU y presidido por Buu Chanh (que había sido nombrado por Bao Dai en 1982) se hizo cargo de la Orden. Bao Long siguió, como su padre, siendo el Soberano de todas las caballerías anamitas, mientras Buu Chanh fungía como Gran Maestre. Su abusivo desempeño del Gran Maestrazgo, otorgando títulos de nobleza occidentalizados, hizo que el Príncipe Bao Long reclamase para sí la Regencia del Consejo y el Gran Maestrazgo.
Católico como su padre, el Príncipe, que no deseaba enfrentamiento alguno con el clero budista decidió nombrar Gran Maestre provisional de la Orden al Príncipe Bao Vang, como hijo del Emperador Duy Tan (1907- 1916) muy discutido por los sacerdotes Venerables budistas.
El Príncipe Bao Long, como Jefe de la Casa Imperial, decidió por medio de un Decreto firmado ante notario el 22 de Noviembre de 2005, reconocer todos los actos y concesiones de Buu Chanh, incluidos los títulos nobiliarios, nombrándole, además, Gran Maestre Emérito. Fallecido SAI Bao Long en 2007, fue sucedido en la Jefatura de la Casa Imperial, por su hermano Bao Thang, que confirmó al príncipe Bao Vang como Gran Maestre. Pese a ello, la Orden permanece dividida en una Obediencia Americana (de fuerte influencia budista) y una Obediencia de París (afecta a la Casa Imperial). Ambas se acusan de ilegitimidad. Ni qué decir tiene que el que esto escribe, como no puede ser de otro modo, está con el Jefe de la Casa Imperial.

Falta añadir que la insignia se inspira en el Sagrado Símbolo Imperial Budista del Dragón y consiste en una placa de ocho puntas y ocho rayos dorados, cargada en su centro de un óvalo, de esmalte azul, con un ideograma caligráfico, representando las palabras DONG KHANH HOANG DE, bordeado de rojo. El óvalo se rodea de un dragón verde. El dragón del Imperio de Anam. Un dragón que en su cálido aliento lleva el viento favorable a las naves de Ulises. Jose María de Montells y Galán, Heraldo Mayor de esta Casa Troncal