Por José María Posse

 

En la Argentina de finales del siglo XIX, el gobierno nacional organizó una gran expedición militar, que fue conocida como “Campaña del Desierto”. El objetivo fue someter definitivamente a los indios del sur del país, tomar posesión de grandísimas extensiones de tierra y distribuirlas entre los blancos. Luego de algunos enfrentamientos, los indígenas fueron derrotados.

Las tribus vencidas fueron desplazadas, en un gran número, a nuevos territorios y ciudades. A raíz del contacto con los blancos, los indios se contagiaron enfermedades, contra las cuales sus organismos no tenían defensas. Como resultado hubo una enorme mortandad, quedando cantidad de niños huérfanos, de los que se hizo cargo el Estado Nacional. Muchos de estos niños fueron llevados a las provincias del norte, en particular a Tucumán, en lo que debió haber constituido una dolorosa separación entre hermanos que ya no volverían a verse nunca.

En Tucumán se encontraba radicado don Alejandro Sancho-Miñano, español de espíritu romántico y aventurero, por cuyas venas corría sangre de los Doce Linajes de Soria, provincia donde aún se conserva la casa blasonada de sus ascendientes, con las armas del linaje troncal de los Chancilleres.
De familia de militares, era hijo del coronel don Alejandro Sancho-Miñano; sobrino del coronel don Elías Sancho-Miñano, condecorado dos veces con la Cruz de la Real y Militar Orden de San Fernando; y nieto del Gobernador militar y coronel de infantería don Rufo Sancho-Miñano, también condecorado con la Cruz de San Fernando, la más preciada de las condecoraciones españolas, creada para premiar el valor heroico y distinguido en batalla.
Al enterarse don Alejandro de la llegada del tren con los pobres niños, partió de inmediato a la estación.
Al ver a los desamparados niñitos, don Alejandro se sintió embargado por una profunda aflicción. De entre todos los indiecitos, le llamó la atención una pequeña niña por el grave estado de desnutrición que presentaba. La indiecita se llamaba María. Sin perder tiempo, don Alejandro hizo las gestiones para hacerse cargo de ella, a pesar de que le advirtieron que la niña no tenía muchas posibilidades de sobrevivir.
En su nuevo hogar, con el amor y cuidados de la familia de don Alejandro, María recuperó su salud, y allí se crió como una hija más. Testimonio de ello da cuenta la antigua fotografía familiar que ilustra esta nota: en el lado derecho de la foto se observa a María, ya señorita, vestida con idénticas ropas que las otras niñas. Sus bellos rasgos indígenas se distinguen de los de sus hermanos de crianza.

Desgraciadamente, María murió joven. Su organismo no pudo soportar una neumonía.
Don Alejandro falleció varios años después, en 1931. La prensa, con sentido pesar, dio la noticia de la partida del “admirable caballero” y “anciano venerable”, al que describieron como un “hidalgo español chapado a la antigua”, “que aun abatido por la dolencia implacable que lo llevó a la tumba, daba lecciones de optimismo”.
Fue tal la admiración que despertó don Alejandro, que un periodista se atrevió a sostener que, “si la facilidad de palabra, la prestancia y la gallardía de la figura, los dotes de rectitud y la caballerosidad hicieran reyes o procuraran fortunas, de inmediato don Alejandro lo hubiera sido o la hubiera adquirido”.
Al sepelio asistió una multitud. El poeta Ricardo Chirre Danos, en representación del Perú -país por el que había luchado durante la Guerra del Pacífico- sintetizó la vida y personalidad de don Alejandro al calificarlo de “Cid y Quijote a un tiempo”.